Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros страница 6

Автор:
Серия:
Издательство:
Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

Скачать книгу

se casaba. En su creciente interés por la industria sedera había frecuentado los ambientes de los señoríos de La Huerta y allí conoció a la familia de los condes de Barona, que tenían unas heredades inmensas en la zona de Alboraya y Benimaclet. De alguna forma, su rocambolesca y bien adornada historia engatusó al que sería su suegro y a una de sus hijas, Vicenta, que aunque iba para monja no pudo resistirse a su porte de soldado y sus rectos modales. Desde el principio congenió muy bien con aquella familia, probablemente porque compartían una misma visión del mundo.

      Don Pedro era uno de esos hombres chapados a la antigua, de los que todavía quedaban muchos entre su generación. Se le llenaba la boca hablando de conceptos como el honor, la fe inquebrantable y una férrea disciplina. La consumación de este matrimonio culminó el ambicioso plan que él y su hermano Luis habían preparado, hacerse con el control de todo el proceso de producción de la seda: desde el origen en los campos de morera de Benimaclet hasta el producto final que se elaboraba en los talleres de Luis. Con poco esfuerzo, este lucrativo negocio les fue reportando aquello que tanto ansiaban; posición social, tierras, rentas y pingües beneficios.

      Al acercarse a coger unas medidas de arroz de la despensa, Tomasa vio de reojo a los señores charlando animosamente en el patio y, para su sorpresa, cómo el conde se acercaba un poco hacia ella. Su figura robusta, siempre ladeada y apoyada en su bastón de madera era inconfundible.

      —Tomasa, qué bien que estés aquí —le dijo—. Tráenos a la sala unas copas y unos aperitivos que ya están aquí los invitados.

      —Ahora mismo —contestó mientras seguía su camino de regreso a la cocina.

      Maldijo una vez más para sus adentros porque tenía el trabajo muy atrasado y a cada minuto parecía multiplicarse. Ahora tenía que atender a los señores y sabía que las señoras tampoco tardarían en llegar, y con ellas seguramente Carmina con más tareas que encomendarle. Por suerte para ella, mientras suspiraba y trataba de poner un poco de orden en la cocina, vio cómo su hija había dado ya de comer al niño y le había lavado y cambiado el pañal como le había dicho.

      —¿Qué hago ahora con él? —le preguntó.

      —Ya has oído a Carmina, tienes que dejarlo en su cuna junto a la chimenea. ¿Sabes dónde es?

      —Sí madre, lo encontraré.

      —Intenta que no se quede llorando. Ah, y vuelve aquí enseguida, cuanto menos te vean por allí mejor.

      Encontró la cuna sin problemas en el imponente comedor de la casa. El niño era muy bueno y guapísimo y después del desayuno había quedado calmado y tranquilo, le daba mucha pena que en aquella casa le hicieran tan poco caso a la criatura. Se despidió de él e iba a irse, pero la señora condesa apareció en ese preciso momento en el comedor y reclamó su atención. Fineta se asustó mucho y se quedó mirándola muy pálida sin saber qué decir, para su sorpresa ella la reconoció de inmediato.

      —¡Fineta! ¿Qué haces aquí hija? ¿Vienes a buscar a tu madre?

      —Sí señora, he venido a ayudarla —confesó.

      —¡Pero qué niña tan buena, qué suerte tiene Tomasa contigo! —comentó con extraña excitación.

      A Vicenta le embargó una súbita emoción y se arrancó a llorar de repente volviéndose hacia el resto de mujeres que la acompañaban. Tras una pesarosa escena en la que todas empezaron a rodearla sin saber bien qué decir para consolarla, Fineta se despidió de ellas cortésmente como mejor supo y volvió rápidamente a la cocina donde ya la esperaba su madre para dejarla al cargo de algunas tareas. No pasó mucho tiempo antes de que la Urraca volviera a pasear sus narices por allí con una nueva interrupción.

      —¿Qué pasa con esos aperitivos? Los señores se están impacientando.

      —Ya va, ya va —respondió su madre.

      —El niño está llorando en la sala y molesta a las señoras. Haced el favor de ir a sofocarlo de inmediato —añadió ella con su irritante tono habitual.

      Tomasa resopló una vez más.

      —Tranquila madre, ya voy yo —le dijo Fineta.

      El salón efectivamente se había ido llenando de gente, pero seguían sin prestar la menor atención a la criatura.

      —¿Cómo no vas a llorar pequeñín? —le dijo—. Ven aquí, anda.

      Esta vez Fineta, alentada por el caluroso recibimiento que le había dedicado la condesa, empezó a moverse con más confianza. Incluso le pareció que todo el mundo encontraba perfectamente normal que ella anduviera pululando por allí. El niño se había puesto de pie, y agarrado a los barrotes de la cuna imploraba un poco de atención. Al contrario de lo que insinuaba la insensible Urraca, el hijo de los condes no era ninguna molestia. Era de naturaleza tranquilo y alegre y cambió de inmediato las lágrimas por una sonrisa cuando Fineta lo cogió y empezó a hacerle monerías.

      —Ahora no podemos jugar —le susurró al cabo de poco tiempo mientras le pedía insistentemente más diversión.

      En lugar de agitarle más, Fineta juzgó más oportuno cantarle en voz baja el estribillo de una nana, una antigua canción valenciana que su madre les cantaba a ella y a sus hermanos.

      —Nona noneta, noneta nona, la mare li canta per que ell s’adorga. El meu xic té soneta, la mare li cantará, ell fará una dormideta desde hui hasta demá.

      Sorprendentemente le funcionó, el niño parecía mucho más tranquilo y aprovechó ese momento para volver a dejarlo en la cuna y regresar de nuevo a la cocina. Ardía en deseos de contarle a su madre lo que acababa de pasar, pero ella estaba demasiado ocupada como para hacerle caso. Tenía ya preparado el servicio que le había pedido llevar don Pedro cuando providencialmente entró Pasqual por la otra puerta, tan despreocupado y altanero como siempre.

      —Pasqual, hazme el favor, sirve tú a los señores que están en la sala esperando. Yo voy a ver si se les ofrece algo a las señoras.

      —¿Has visto cómo viene hoy tu madre? ¡No hace más que mandar desde buena mañana!

      —¡Pero qué poco tino tiene este hombre por Dios! Anda ve y no me hagas hablar... —le replicó Tomasa mientras apartaba del fuego una enorme cazuela con arroz caldoso que hervía con fuerza.

      —¡Tomasaa! ¿Dónde está ese aperitivo? —gritaba Carmina mientras bajaba las escaleras.

      Pasqual salió presto entonces con lo que tenía preparado para llevarles, les fue sirviendo vino o licores según sus preferencias y les sacó un aperitivo con aceitunas, frutos secos, pastas y albóndigas. Los hombres discutían airadamente sobre sus negocios, relacionados con el mundo de la seda. A todos les encantaba presumir de lo bien que les iba, pero era evidente que los protagonistas eran los nuevos talleres que había adquirido el conde en los últimos años, cuya producción y prestigio estaban alcanzando cotas inimaginables. Sin embargo, la irrupción del conde de Cardona desplazó totalmente hacia él el centro de atención. Era una personalidad muy influyente y de creciente notoriedad en todo el Reino de Valencia.

      —Pedro, mi buen amigo, cuánto lamento que nos tengamos que ver en estas terribles circunstancias —le dijo al conde de la Espuña mientras le daba un entrañable abrazo.

      El conde de Cardona era un viejo amigo de don Pedro, se habían conocido en su pasado común militar en la corte del emperador austríaco, y

Скачать книгу