Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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de la figura paterna perdida. A pesar de ello, había cierto recuerdo que había logrado conservar muy vivo con el paso del tiempo. Una estampa fija en su memoria que ella evocaba constantemente, esa imagen era tan potente que probablemente sería así como le recordaría el resto de su vida. Su padre estaba sentado en su silla de mimbre a la puerta de la casa, descansando, acariciado por la agradable brisa de la tarde. Llevaba la ropa raída y ensuciada de tierra después de los avatares de la jornada, y su rostro de apariencia afable no era del todo distinguible al estar cubierto por un sombrero de paja. No decía nada ni hacía nada, tan solo estaba relajado e imperturbable masticando chufas de un puñado que sostenía en una mano. Una escena intrascendente de la vida cotidiana como tantas otras que, por alguna razón, se le había quedado allí clavada, invariable con el tiempo, convirtiéndose en una especie de sueño evocador.

      Era más que evidente que a su abuela nunca le había caído bien, y no tenía reparos en seguir echando pestes sobre él después de muerto. Según ella, su actitud ante la vida había consistido en quejarse mucho, trabajar poco y despotricar constantemente frente a aquello que considerara una terrible lacra para su existencia. Decía que en su mundo derrotista, siempre encontraba algo sobre lo que descargar sus protestas y achacar las desgracias. Al parecer su blanco favorito eran los nobles, sus riquezas, su forma de vida y los abusos constantes que según él les infligían. Pero también tenía críticas contra los curas, a quienes detestaba, y los vecinos, que según él no le había tocado ni uno bueno. O eran falsos, o envidiosos, o presuntuosos, o maleducados, o ladrones, o indolentes, cualquier cosa. Cuando venía mala cosecha siempre era culpa de alguien, y si no había venido mal el clima, tenía repertorio de sobra al que acusar: se la malograban otros, se la robaban, le saboteaban el agua, le enviaban plagas extrañas. En fin, en base a aquellas historias, no era de extrañar que en el pueblo hubiera cogido fama de vago y lastimero.

      Como su madre era reacia a hablar de él, Fineta preguntaba a menudo a su hermano mayor, que tenía ocho años cuando murió y había podido conocerle mejor. Para Francesc su padre había sido un referente y no tenía reparos en explicarle a Fineta cómo era su vida con él, casi siempre desprendiendo un halo de nostalgia y amargor. No había dudas de que para él había sido un buen padre. Pero al margen de la imagen idealizada de su hermano y la más reprochadora de su abuela, Fineta tenía formada su propia idea sobre él. Ella lo recordaba de otra forma, siempre fue su ojito derecho y sabía que la había querido con locura. Para ella simplemente era un soñador, quizás el único que le había enseñado a ignorar los comentarios maliciosos de la gente y apreciar las cosas buenas de la vida.

      Las raíces de Fineta y de toda su familia estaban en Benimaclet, en La Huerta. Y es que La Huerta, con mayúsculas, era mucho más que un paisaje, que un sustento, que un sinfín de parcelas de tierra todas bien regadas y bien trabajadas, era una forma de vida.

      La ciudad de Valencia se hallaba asentada en el epicentro de una inmensa llanura fluvial, lo que en la práctica se traducía en encontrarse rodeada por una extensa planicie extraordinariamente fértil; descontando los poblados marítimos del litoral, al sur estaba la Albufera con sus arrozales y al norte y al oeste, La Huerta. En esta comarca circundante a la capital los núcleos de poblaciones, pequeñas alquerías y barracas dispersas proliferaban por doquier, con una población que si se computara toda junta probablemente excedería con creces a la de la propia ciudad.

      Benimaclet fue, de hecho, una de aquellas alquerías de origen musulmán que con el paso de los años se había asentado como pequeño núcleo urbano. La población estaba situada justo en el límite norte de la ciudad, a medio camino entre ésta y la localidad de Alboraya, en una de las zonas más fértiles. Además de la tradición hortícola, asentada en la zona desde tiempos inmemoriales, merecía mención especial el auge de la cosecha de las hojas de morera, una industria que cada año complementaba el beneficio de la venta diaria de fruta y verdura en los mercados. Aunque trabajadas en su mayoría por humildes familias de huertanos, la propiedad de estas tierras, no obstante, era casi exclusividad de unas pocas familias nobles de Alboraya y de Valencia. Tan solo escapaban a su control los dominios del arzobispado o de las diferentes órdenes religiosas asentadas en la zona. La mayoría de sus habitantes trabajaban sus parcelas de tierra en calidad de enfiteusis, es decir, mediante el pago de una cantidad anual establecida con los señores que ejercían en ella sus dominios.

      Estrictamente no se le podía llamar villa, pues no le había sido otorgado todavía dicho privilegio, y durante siglos Benimaclet ni siquiera había tenido parroquia propia. Aunque sí una venerada ermita dedicada a la Cofradía de los Santos Patronos Abdón y Senén, “els sants de la pedra”, santos protectores de las cosechas y la agricultura invocados contra el granizo y las plagas, alrededor de la cual serpenteaban sus callejuelas y casas bajas. En el fondo, Benimaclet no pasaba de ser uno de tantos pueblos pequeños en los que todos se conocían, muchos tenían lazos de sangre o bien sus familias estaban emparentadas por medio de casamientos, de modo que era difícil que nada de lo que ocurriera en alguna de ellas pasara desapercibido al resto de la vecindad. Al abrigo de la gran urbe de Valencia, la vida transcurría tranquila en estos parajes, donde la actividad continua del campo y el tránsito de mercancías llenaban de vida sus calles, caminos y acequias todos los meses del año.

      Era precisamente en una de estas pequeñas casas de Benimaclet algo destartalada, no muy lejos de la plaza, donde vivía Fineta con su familia: su madre Tomasa, su abuela materna Antonia y sus dos hermanos; el mayor Francesc y el pequeño Guillem. Era una casa humilde como casi todas, con muros de cañas y barro revocados con cal y tejado de tablas, cañas y paja. En la planta baja estaba la cocina, el centro de la vida familiar, junto al pequeño corral con alguna gallina y conejos, y en la planta superior los dormitorios.

      ¿Nosotros somos pobres? —Le había preguntado un día Fineta a su abuela—. Su respuesta fue: mientras yo viva no os faltará ropa limpia y un plato de comida todos los días. Y en eso tenía razón. Lo de la pobreza era algo relativo, dependía de con quién se comparase.

      Estaba por ejemplo la familia a la que llamaban “Los Rosegats”, la choza en la que vivían era una calamidad y sus hijos correteaban medio desnudos por la calle buscando algo que echarse a la boca. O también estaba “Chunguet”, un mendigo cojo y tuerto que pedía limosna a la puerta de la iglesia. Y claro, luego estaban los que podían sacar pecho porque ostentaban algún negocio próspero o contaban con el favor de los condes de alguno u otro modo. Nadie osaba a compararse con los condes, desde luego, era del todo innecesario. Hablar de ellos en Benimaclet era referirse al poder y la supremacía absolutos. Se trataba no obstante de un caso algo particular, pues el condado de la Espuña, que ostentaba el señorío en casi todo Benimaclet, era un título de reciente creación. Antes de su llegada la mayoría de las tierras pertenecían a la familia de la condesa, los Barona, un linaje de larga tradición que extendía sus dominios por los alrededores de la fértil y vecina localidad de Alboraya.

      Fineta había crecido a la sombra de su hermano Francesc, él era dos años mayor que ella y se habían criado jugando juntos en la calle. A su abuela Antonia eso no le parecía muy buena idea, no paraba de repetirle que ella tenía que dejar de imitar a su hermano y empezar a comportarse como una “señorita”. ¿Y qué se supone que deben hacer las señoritas? Preguntaba ella. La respuesta era todo tipo de actividades aburridas e insulsas, combinadas con una actitud de lo más mojigata. “¿Qué van a pensar de tu madre? ¿Qué dirán? ¿En qué lugar quedarás cuando te vean ensuciándote en la calle salvaje y embrutecida?”

      Claro, todo se reducía a eso, a guardar las apariencias. En un pueblo pequeño como Benimaclet era algo inevitable, la vida pública estaba dominada por el qué dirán, cualquier atisbo de indecencia estaría en boca de todo el pueblo después de la próxima misa. Las miserias procuraban guardarse de puertas para adentro, en la calle uno debía guardarse siempre de la inquina del ojo ajeno. No todos eran así, por supuesto, también había gente a la que se podía considerar como una segunda familia, gente en la que se podía confiar de verdad y compartir las penalidades y las alegrías del día a día.

      Era

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