Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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—Vamos Fineta, despierta, no te hagas la remolona —le dijo.
Asintió pero aún tardó un poco más en desperezarse, era uno de esos días en los que se estaba demasiado a gusto debajo de una manta y no quería exponer al frío sus carnes. Después de un rato, cuando su abuela ya desesperaba, llamó a su hermano Francesc que también remoloneaba más de la cuenta y fueron a terminar de arreglarse mientras su abuela se encargaba del pequeño Guillem. Al bajar a la planta inferior se encontraron con el agradable calor de la cocina y un escaso desayuno ya dispuesto en la mesa para cada uno de los hermanos.
—¿Madre no está? —preguntó Fineta.
—Salió muy temprano a trabajar, ¿no te diste cuenta? Claro, si te hubieras levantado antes… —le recriminó.
—¿También hoy?
—¡Ja! —le espetó—. ¿Pero tú qué te has creído que es esto niña? Da gracias a Dios de que el trabajo no le falte nunca.
Era inútil discutir con su abuela, siempre tenía respuestas para todo y se enfadaba mucho si alguien le llevaba la contraria. Oyeron de nuevo el repicar de campanas y su abuela les obligó a terminarlo todo de un trago y ponerse en marcha.
Conforme se acercaban a la plaza de Alboraya, empezaron a ver la multitud de gente que se había congregado alrededor de la iglesia parroquial. Los condes de la Espuña y los de Barona eran muy conocidos, no solo en las inmediaciones de Benimaclet y Alboraya sino en casi toda Valencia. Un enorme gentío, segregado sutilmente entre las diferentes clases sociales, abarrotaba el templo y muchos ya se habían hecho a la idea de que tendrían que quedarse fuera.
Si ya de por sí un evento de esta índole atraía a mucha gente, todo lo que tuviera que ver con los condes se magnificaba. Algunas mujeres que tenían alrededor parecían estar muy afectadas y lloraban, comentaban que la pobre condesa estaba deshecha y había envejecido diez años de golpe. Fineta miraba cada poco a su abuela para ver si a ella le afectaba también aquella conmoción, pero se encontró con el mismo rostro impasible de siempre, serio y concentrado. En todo el recorrido, y hasta que volvieron a poner de nuevo un pie en su casa, les hizo un único comentario al respecto:
—Ya podéis decirle a vuestra madre que hoy habéis aprendido una valiosa lección.
—¿Cuál, abuela? —preguntó Fineta.
—Que los ricos también sufren. También se les mueren los hijos —sentenció con una de sus frases lapidarias.
Aquel multitudinario funeral fue algo memorable, desde luego, pero con el tiempo el día habría pasado a ser uno más en la vida de su familia si a Fineta no se le hubiera ocurrido ir a hacer una visita a su madre para ver si necesitaba algo de ayuda. Aquella visita, para mal o para bien, lo cambiaría todo para siempre.
—¿Que has pensado qué? —le había dicho su abuela sorprendida.
—Ya me has oído abuela. ¿No decías que hoy tendría mucho trabajo? Creo que no le vendría mal.
—¡Pero serás insensata! —le soltó—. ¿Crees que te puedes presentar en casa de los condes sin su permiso?
—Bah, no se van enterar, no es la primera vez que lo hago —dijo Fineta restando importancia—. Entraré por los corrales y madre me abrirá la puerta. Además, ¿a ellos qué más les da? Lo único que saben es mandar, no les preocupa lo que les cueste a sus criadas hacer el trabajo.
—Un día esa desvergüenza te va a costar un disgusto, ya lo verás —concluyó mirándola con reprobación.
El camino no resultaba demasiado largo, pues los condes vivían en una gran casa situada a las afueras de la localidad. Benimaclet siempre tuvo una casa señorial, que durante muchos años había pertenecido a los Barona aunque éstos habían hecho poco uso de ella. Al casarse su hija mayor, doña Vicenta, con el conde de la Espuña, había pasado a manos del matrimonio junto con una rica variedad de títulos y haciendas en los dominios del pueblo. Se trataba de una construcción sólida de dos plantas con dintel de piedra en la fachada, amplio patio, caballerizas, cocinas y salón en la planta baja y estancias nobles en la primera.
Aunque era poseedor de un digno palacete en la ciudad de Valencia, el señor don Pedro, como buen amante del campo y los ambientes de La Huerta, había decidido residir allí todo el año. Para ello la casa había sido remozada y bien acondicionada, con cierta sobriedad pero adaptada a los gustos y decoración de la época. Gran parte del mobiliario y la decoración había sido comprado o encargado hacer expresamente después de la boda de los condes unos años atrás, sin reparar en gastos pero sin alardes ni excesos innecesarios.
Cuando la condesa doña Vicenta recién casada estrenó la casa, se trajo para su servicio a un matrimonio que llevaba muchos años trabajando para su familia y eran de su plena confianza. Carmina, una mujer menuda y enérgica con grandes dotes de orden y disciplina y mucho carácter que rondaba ya la cincuentena, se convirtió en la primera doncella de la casa. En el pueblo tenía fama de déspota y malvada y todos la llamaban despectivamente la Urraca por su semblante sombrío y por su afición a vestir siempre de negro. A pesar de sufrirla, de ella su madre rara vez se quejaba, simplemente decía que era más aficionada a mandar que a trabajar.
Su marido Pasqual, que vino con ella a instalarse en la casa, ejercía también como sirviente. En general cumplía con sus obligaciones, a su ritmo y a su manera, realizando todo tipo de encargos a lo largo del día. Además de a él, el señor don Pedro empleaba a todo tipo de lacayos para diferentes menesteres: salir de caza, vigilar sus tierras, mozos de cuadras, ayudantes para sus negocios, cosa que en realidad no era de extrañar puesto que casi toda la actividad en el pueblo giraba en torno a ellos. Y después de todos estos estaba la madre de Fineta, Tomasa; ella ya había trabajado anteriormente para los Barona, con la madre de doña Vicenta, pero solía decir que nunca había sudado y trabajado tanto como cuando entró a servir en esta nueva casa. Cocinaba, limpiaba, fregaba, lavaba, hacía camas, cambiaba pañales, sacaba brillo y en general cumplía cualquier orden que viniera de la obsesiva Carmina o de la caprichosa condesa.
La última semana Tomasa apenas había tenido descanso y empezaba a acusar ya en exceso el cansancio. La casa había sido un continuo ir y venir de gente; primero se había producido el nacimiento de la pequeña María Asunción y había llenado de dicha a la familia. Los condes ya tenían un hijo varón, Salvador, de apenas año y medio, que crecía sano y sin contratiempos y sería el futuro heredero del condado. Pero Vicenta siempre había deseado tener una niña y se regocijaba de placer con su anhelada hija entre sus brazos. Sin embargo esta niña había nacido muy frágil, con poco peso y algo enferma, con lo que el médico ya había advertido que los primeros días iban a ser muy críticos y habría que encomendarse a Dios para que el recién nacido pudiera salir adelante.
Cuando Fineta asomó la cabeza por la puerta trasera de la cocina que daba a los corrales, su madre estaba totalmente desbordada. De modo que, además de alegrarse al verla por allí, no puso muchos reparos en que se quedara un rato a echarle una mano.
—¿Con qué le ayudo madre? —le preguntó.
—¿Has comido?
—No, pero…
—Pues entonces no corras tanto —le cortó—. Mira, en este plato había apartado un poco de lo que sobró del desayuno del señor.
A Fineta no le hizo falta que le insistiera mucho y dio cuenta de ello con avidez, mientras lo hacía