Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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formalmente de don Pedro en el comedor y se disponían a salir de la casa cuando oyeron a Vicenta que las llamaba bajando por las escaleras y se detuvieron justo antes de cruzar el umbral de la puerta.

      —Buenas noches señora, ¿se le ofrece alguna cosa? —preguntó Tomasa.

      —Venid —les dijo—, pasad un momento.

      Tomasa tuvo inmediatamente un mal presagio. Había cumplido con creces con todo su trabajo y estaba regresando a casa más tarde que de costumbre, no era normal que las requirieran así a esas horas de la tarde. ¿Es que algo había salido mal? ¿Algún guiso que no habría quedado a su gusto? ¿Un mal servicio o demasiado lento? Quizás había recibido quejas de algún invitado o puede que le reprendiera por haber traído a su hija. Le daba vueltas y más vueltas, convencida de que había obrado mal en algo.

      Las dos pasaron a la estancia principal con la cabeza agachada y en actitud sumisa y se situaron frente a los señores. Doña Vicenta, que seguía con la cara compungida y la máscara de duelo que había mantenido todo el día, se situó agarrada firmemente al hombro de su marido que descansaba plácidamente en una silla al lado a la chimenea. Parecía que la condesa iba a decir algo, pero al final no le salieron las palabras y el silencio empezó a hacerse bastante incómodo.

      —¿Ocurre algo señora? —preguntó Tomasa impaciente—. ¿Es por algo que hayamos hecho mal durante el almuerzo?

      —Claro que no Tomasa, eres una buena sirvienta y te apreciamos mucho por ello —dijo don Pedro tranquilizándola.

      —Es por tu hija, Fina —dijo por fin doña Vicenta.

      Lo sabía, pensó Tomasa confirmando sus temores.

      —¿Cuánto ha crecido, verdad?

      —Sí —se limitó a decir Tomasa pensando en lo banal de la observación.

      —Ya es casi una mujer —continuó diciendo la condesa.

      Tomasa asintió.

      —Y muy trabajadora, como su madre —añadió don Pedro.

      Tomasa seguía estando desconcertada del todo, no sabía muy bien a dónde querrían ir a parar.

      —Verás Tomasa —le dijo doña Vicenta—, no voy a ocultar que se me está haciendo muy difícil superar esta dura prueba que me ha puesto el Señor, trato de hacerlo lo mejor que puedo.

      —Claro señora, mi hija y yo compartimos con ustedes esta pena tan terrible.

      —Comprenderás que… —dijo con la voz quebrada—, no estoy en condiciones de atender a mi hijo pequeño como se merece.

      La emoción pudo con ella y se arrancó a llorar de nuevo.

      —Lo que mi mujer quiere decirte es que necesitamos que alguien se ocupe de cuidar a Salvador a tiempo completo, y no queremos cargarte a ti con más ocupaciones Tomasa —añadió por fin don Pedro.

      —Entiendo —respondió ella.

      —Habíamos pensado en tu hija Fina. Si estáis las dos de acuerdo, claro.

      En un primer momento Fineta se sorprendió mucho al escuchar aquello, pero después no pudo reprimir dar un saltito de alegría y antes de que pudiera hablar su madre ya le estaba rogando que aceptara. Tomasa, por su parte, se sintió tan aliviada al saber que finalmente era eso lo que pretendían los señores y ver a su hija así de contenta que tampoco se paró a pensárselo mucho.

      —Ya lo ve, señor don Pedro, ella está encantada. Y yo también, por supuesto.

      —Entonces no se hable más —concluyó don Pedro al tiempo que se levantaba de la silla.

      Vicenta seguía llorando pero aún tuvo el aguante necesario para acompañarles un poco hacia la puerta indicándoles que ya podían irse. Mientras regresaban caminando en dirección a su casa, Fineta no podía ocultar la emoción que sentía por aquel sorprendente ofrecimiento.

      —¿Y tú por qué estás tan contenta? —le preguntó su madre.

      —Esto es un regalo del cielo madre, Salvador es un niño adorable. Los señores han sido muy amables pensando en mí, ¿no crees?

      —¿No pensarás que este es otro más de tus juegos, verdad? Esto es algo muy serio.

      —Claro que lo sé madre, pero se me dará bien, ¿acaso no he cuidado bien de Guillem desde que era apenas un bebé?

      —¡Pobre ingenua! —le soltó su madre—. A ver si te piensas que va a ser siempre como hoy que has estado conmigo a todas horas. ¿Has pensado en la responsabilidad que conlleva cuidar al único hijo de los condes? ¿Sabes acaso cómo hay que comportarse delante de ellos?

      —Lo sé perfectamente. Te he visto hacerlo mil veces y lo que no sepa lo aprenderé rápido —le respondió Fineta muy convencida.

      —No lo entiendes. No se te permitirá ningún descuido, un hijo es el mayor regalo del cielo y los señores ya han sufrido bastante perdiendo a uno. No se trata solo de cuidarlo. ¿Es que no lo ves? Para ellos serás más que una sirvienta, serás el ángel protector en quien confíen su bien más preciado y ahí no admitirán ninguna falta —le decía con insistencia—. Créeme hija mía, no lo tomes a la ligera y piensa en el peso que caerá sobre tus espaldas. Pobre de ti y de mí como le pase algo a la criatura. Tendremos que rezar día y noche para que no le entre ningún mal cuando estés con él a solas. ¿De verdad crees que sabrás estar a la altura?

      —Sí, estoy segura.

      No era que Tomasa no se alegrara, ni mucho menos, podían habérselo ofrecido a cualquier otra persona, pero increíblemente habían pensado en ella y en su hija y esa confianza era algo reconfortante. Por supuesto también estaba el beneficio económico para la familia, los condes no habían hablado nada de eso pero era de entender que le aumentarían la paga. En casa eran cinco bocas que alimentar y nunca andaban sobrados precisamente, cualquier suplemento económico era muy necesario.

      Admiraba la seguridad con la que se había comportado hoy su hija, por una vez había dejado de ver a aquella niña rebelde y desobediente a la que siempre regañaba su madre Antonia. Le recordó a ella misma el primer día que entró a trabajar en casa de los condes de Barona, los padres de la señora Vicenta. Los nervios la atenazaban y apenas pudo dormir la noche antes con tantos devaneos en la cabeza. Su madre también le había dicho que no iba a ser capaz de hacerlo bien, pero al final había superado el susto de los primeros días y se había amoldado rápido al trabajo. Al igual que su madre entonces, ahora ella también sabía que tenía motivos de sobra para preocuparse. Esa noche rezaría antes de acostarse para que todo le fuese bien a su hija con el cuidado del hijo de los condes.

      —Bueno, pues a ver ahora cómo vas a decírselo a tu abuela —le dijo al fin cuando ya se acercaban a la puerta de su casa.

       II

      Una cálida noche de verano, Fineta no había podido evitar dejarse arrastrar por Pinyol lejos de su casa.

      —¿A dónde me llevas? —le preguntó.

      —Es una sorpresa —le respondió él.

      —No será muy lejos, ¿verdad?

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