Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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competencia era feroz.

      Consiguió vender las alcachofas a un precio razonable después de regatear un poco con Toni Meravelles. Fineta ya tenía pensado en qué iba a invertir las ganancias de aquel día, si era ella la que iba sola al mercado siempre actuaba así. Desde luego no estaba dispuesta a regresar a casa con ellas para que su hermano Francesc se lo gastara en vino o en cosas peores. Recorrió pausadamente los puestos hasta que encontró el que buscaba, el de una vieja encorvada llamada Joaneta que vendía semillas de gusano. Así era como se les llamaba a los diminutos huevos del gusano de seda con forma de lenteja que eran el origen de todo el proceso de cría.

      La cría del gusano era una tradición muy popular, casi todas las familias de La Huerta lo hacían, pues era una forma muy entretenida de obtener un pequeño sobresueldo. El proceso además solía involucrar a pequeños y mayores en la casa y de esta forma la tradición pasaba de padres a hijos. Una vez que los huevos eclosionaran, había que alimentarlos a base de hojas de morera hasta que el gusano llegara a la edad adulta y construyera su capullo de seda. Era entonces el momento de matar al gusano en agua hirviendo y vender estos capullos para recuperar la inversión.

      Joaneta le vendió una cajita llena de semillas y la depositó en la carretilla junto al arroz y los garbanzos que había comprado en el mercado. Entre unas cosas y otras se le había pasado ya media mañana y solo tenía ganas de llegar a casa. Cuando lo hizo, Francesc y Pinyol ya no estaban, a saber dónde andarían estos dos —pensó. Pero Guillem seguía en la cama, más pálido que los muros de cal de su casa. El muchacho giró la cara y dibujó una débil sonrisa al ver aparecer a su hermana.

      —Hola Guillem. ¿Cómo estás?

      —Bien.

      Siempre decía lo mismo cuando se le preguntaba, aunque era evidente que no lo estaba.

      —Pepita me ha traído galletas —dijo señalando un paquetito de papel que había junto a la cama.

      —¡Qué bien! ¿Y por qué no te las has comido?

      —Después. Ahora no me apetece.

      Fineta le acarició la mejilla con suavidad, la fortaleza mental de su hermano pequeño siempre lograba conmoverle.

      —Yo también te he traído una cosa —le dijo mientras le acercaba el cajón de madera cuidadosamente tapado—. Cuando estaba esta mañana en el mercado me acordé de ti.

      Guillem se incorporó un poco y destapó la caja lentamente.

      —¡Cucs de seda! —exclamó.

      Al muchacho se le iluminó la cara al verlos.

      —Tienes que ayudarme a criarlos Guillem, yo no puedo estar pendiente de ellos todo el día.

      —¡Sí! ¡Sí! Yo los cuidaré, te lo prometo —dijo él emocionado.

      —¿Te acuerdas cuando la iaia Antonia nos enseñaba a hacerlo?

      Guillem asintió. Su abuela les había enseñado a él y a sus hermanos todo el proceso y todos los secretos de la cría. Como por ejemplo que cuando el capullo de seda, o capell, solo tenía un gusano, se denominaba escuma. Si por contra contenía dos o más alducar, y a los gusanos que por enfermedad dejaban el capullo sin acabar se les llamaba bufalagues, o que a los gusanos ahogados en un pozal o tinaja de agua se les decía cucs de perola.

      —¿Cuándo nacerán? —preguntó Guillem ansioso por verlos.

      —Aún quedan un par de meses Guillem, ten paciencia.

      Fineta dejó la caja con cuidado en un rincón fresco de la habitación y le dio un beso en la frente antes de dejar que siguiera descansando.

      La cría del gusano de seda no empezaba hasta el mes de marzo, cuando las hojas de morera comenzaban a brotar de los árboles, y antes de que llegara el verano todos debían haber formado ya su capullo para metamorfosearse en mariposa. Aquel año Guillem no consiguió llegar a ver terminar el milagroso proceso, la enfermedad que lo consumía se lo llevó antes de que pudiera hacerlo. Fue un golpe muy duro para todos, sobre todo para su madre Tomasa. Se pasó dos días enteros llorando abrazada a su hija Fineta, el recuerdo del dolor era inevitable durmiendo en la misma habitación en la que hasta hacía nada había reposado el pequeño, aún podía olerse y sentirse su presencia en todas partes.

      Sin embargo, para sorpresa de todos, al tercer día las lágrimas de Tomasa se esfumaron de repente. Se levantó de la cama bien temprano como un torbellino de energía renovadora y empezó a organizar el día a día en la casa como si nada hubiera pasado. Fineta no entendía nada, la tarde anterior era una piltrafa humana, apenas una sombra de sí misma, y ahora se movía con la fuerza de un ciclón. Cuando lo tuvo todo preparado en casa vio cómo se disponía salir.

      —¿A dónde vas madre?

      —¿Dónde va a ser? Me esperan en casa de los condes, como siempre.

      —Pero…

      Tomasa se acercó a ella sin perder ese rostro serio y duro que había adoptado aquella mañana. Las palabras surgieron entonces de sus labios con la emoción contenida y una fuerza arrolladora.

      —De mi madre he aprendido muchas cosas muy valiosas hija, ¿pero sabes lo más importante que aprendí de ella?

      Fineta vio claramente en sus ojos, negros como un pozo muy profundo, la misma fuerza que desprendían los de su abuela y se quedó mirándola, expectante.

      —Que pase lo que pase, siempre hay que levantarse y salir adelante.

      Así era ella, dura como un viejo tronco de roble, no podía permitirse derramar ni una sola lágrima más. En su casa no había tiempo para llorar, el luto ya había durado suficiente, había cosas más importantes de las que preocuparse.

      Fineta aprendió aquella lección para toda la vida, pasara lo que pasara la vida seguía su curso inexorablemente. Dos meses más tarde, sin tiempo aún para haberse repuesto del todo, descubrió que se había quedado embarazada. Una nueva generación de los Romeu latía en su interior.

       2. SALVADOR

       I

      Cuando Salvador cumplió la edad de nueve años, los condes de la Espuña, en connivencia con su tío Luis, tomaron una importante resolución respecto a su futuro. Se decidió su traslado a Valencia, al palacete en el que residía su tío en la capital, y su ingreso en la escuela jesuita de San Pablo; la institución de enseñanza de mayor reputación, fama y prestigio de toda la ciudad. Además de profundizar en sus estudios, tendría la oportunidad de ver de cerca el verdadero centro neurálgico de la empresa familiar: los talleres de seda, el trato con los mercaderes, las reuniones de negocios y diferentes eventos sociales. Don Luis apareció por la casa de Benimaclet un domingo de primeros de octubre y ese mismo día se dispuso todo, un gran carruaje les llevaría después con los baúles de ropa y enseres necesarios.

      Aunque aceptaba con resignación su nuevo destino, el niño no podía evitar estar tremendamente asustado y mantuvo una actitud callada y distante durante todo el día, afligido por un mar de incertidumbres. Todos le sonreían y le hablaban de lo bien que le iba a ir y lo bien que lo iba a pasar en la ciudad, pero nada de eso hizo cambiar su ánimo. Sentía como si de pronto todo el mundo esperara mucho de él y le arrancaran de golpe toda su

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