Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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sabes cuál es mi verdadero nombre.

      —Tienes razón —dijo Fineta dándose cuenta de pronto de aquello—. Estoy tan acostumbrada a llamarte Pinyol que ya se me había olvidado que es solo un apodo.

      —Me llamo Andrés.

      —Me gusta, pero me va a costar mucho trabajo no seguir llamándote Pinyol —confesó Fineta.

      —Me gusta que me llames Pinyol, me sonaría muy raro que cambiaras ahora de repente. Pero solo quería que lo supieras —le dijo él con su cándida ternura.

      — Gracias Pinyol —le dijo justo antes de besarle en la mejilla—. No cambies nunca.

      La ceremonia fue íntima y sencilla. La parroquia del pueblo estaba llena de gente, como de costumbre, pero pocos eran verdaderamente allegados, sino multitud de vecinos curiosos que estaban atentos siempre a cualquier acontecimiento en el que poner el foco de atención. Las obras en el templo habían comenzado ya, con lo que la antigua ermita estaba viviendo una visible transformación. Con los donativos del pueblo y el generoso apoyo de los condes, el sacerdote Ramón Cerés se había propuesto construir una iglesia de verdad, a la altura de la que había en la vecina Alboraya.

      Cuando hubo terminado la ceremonia, el gentío se instaló toda la tarde alrededor de sus casas. Las dos familias entraron en la cocina de casa del tío Cargol, que habían elegido por ser la más grande, y empezaron a preparar el almuerzo. Tomasa había conseguido que le dieran el día libre y se había pasado toda la noche preparando mazapanes y dulces de calabaza y almendras. Los recién casados entraron los últimos, cogidos de la mano, y se mantuvieron así hasta que Francesc se acercó hasta ellos y apartó a Pinyol hacia un lado.

      —Tienes que prometerme que a partir de ahora irás siempre con la cabeza bien alta —le decía—, ahora eres uno de los nuestros y los Romeu no se agachan ante nadie.

      A Fineta le sorprendió aquel arrebato de paternalismo por parte de su hermano mayor, pero le gustó. Estaba cambiando mucho, al fin y al cabo era ya todo un hombre hecho y derecho, y ejercía como tal. Ambos se dieron un abrazo sincero y Fineta dejó escapar una lagrimita de emoción, acordándose de todo lo que Pinyol y ella habían tenido que superar juntos para llegar hasta allí. Su madre sin embargo no dejaba de suspirar, desde el incidente en casa de los condes ya no era la misma, y su relación con ella no pasaba por su mejor momento.

      —Alegra esa cara Tomasa, que es la boda de tu hija —le dijo el tío Cargol con su alegría natural.

      —Pero tú míralos Sento, se han juntado el hambre con las ganas de comer, no puedo dejar de estar preocupada.

      —Son jóvenes, déjales que disfruten ahora, ya tendrán tiempo de que se les pase.

      Tomasa le miró con muy poco convencimiento.

      —¿Qué pasa? ¿Ya no te acuerdas de cuando nosotros teníamos su edad, cuando Ferrán y yo íbamos a cortejaros a Marisol y a ti? —le preguntó él.

      Por primera vez dejó escapar una sonrisa.

      —Nosotros éramos más inocentes, y a la vez teníamos los pies más en la tierra.

      —Puede ser, pero no seas tan dura con ella Tomasa, lo único que quiere es ser feliz.

      La comida se prolongó toda la tarde, jóvenes y mayores cantaron y bailaron dando la bendición a los recién casados. A Fineta le hubiera gustado celebrarlo solo en familia, lejos de algunas miradas ajenas que con mal disimulado entusiasmo y bendiciones por el enlace, escondían en muchos casos chismorreos ofensivos, rencores y envidias que venían de años atrás. Además tuvo que llevar todo el día a cuestas a su hermano Guillem, que tosía y tropezaba sin parar. Nadie podía evitar preocuparse por él a todas horas, era un hecho evidente que su hermano no estaba creciendo bien. Era demasiado delgaducho y enfermizo y apenas salía de casa, y cuando lo hacía el pobre parecía que tenía una inconmensurable atracción para todo tipo de enfermedades.

      Aquella noche, con todo el pueblo en silencio, compartieron cama por primera vez como marido y mujer, no muy lejos de donde dormían Francesc y Guillem.

      —Pinyol, míranos, acabamos de casarnos y no hemos podido salir de este pequeño colchón, ni de casa de mis padres —le dijo Fineta mientras Pinyol se acostaba con ella y le abrazaba.

      —Es más cómodo que en el que yo dormía antes —le dijo él.

      —Qué tonto eres.

      Los dos sonrieron y clavaron la mirada el uno en el otro.

      —¿Crees que nos irá bien? —le preguntó Fineta.

      —Claro que sí, ya lo verás. Te construiré una casa con mis propias manos, como hizo tu abuelo, y te daré todo lo que te mereces.

      Acto seguido un destello brillante iluminó la habitación, y a los pocos segundos un poderoso trueno hizo temblar los cimientos de la casa.

      —Abrázame fuerte Pinyol, no me gustan las tormentas —le pidió Fineta.

      Entonces empezó a llover con mucha fuerza, las gotas eran tan gordas y caía tanta agua que a las pocas horas el tejado no resistió, aparecieron pequeños chorros que descendían inundándolo todo a gran velocidad. Después llovió más, y más, y más.

      Aquel año, las lluvias otoñales se cebaron con especial virulencia con Valencia, y la inevitable crecida de los ríos Turia y Palancia provocó numerosos desperfectos y campos de cultivo anegados. La plácida vida agrícola de Benimaclet se vio duramente alterada, porque aunque el casco amurallado de la ciudad estuvo bien protegido de esta crecida, los pretiles de la orilla izquierda o lado norte eran más bajos, razón por la que el río se derramó en abundancia por los caminos de Alboraya hacia el norte y el este, buscando las aguas el encuentro con el barranco de Carraixet que también se había desbordado hasta formar un ancho estuario. El agua y el barro lo cubrieron todo y costó mucho tiempo y esfuerzo poder retirarlos, amén de las consecuentes pérdidas que trajo aparejados. Fineta y Pinyol no habían empezado con muy buen pie su vida de casados, sin embargo eso era solo un preludio de lo que les esperaba en los años venideros.

       III

      Fineta no se olvidaba de la promesa que le había hecho Pinyol el día de su boda: “te construiré una casa con mis propias manos, igual que hizo tu abuelo”. Tal vez algún día lograría llevarlo a cabo, pero ese día parecía no poder llegar nunca. Se conformaban con salir adelante con los ingresos de su madre en casa de los condes y los beneficios de la exigua parcela de huerta que tenían derecho a trabajar.

      Por alguna razón, a su hermano Francesc había empezado a cambiarle el carácter. En el difícil tránsito de la adolescencia a la edad adulta se había convertido en un hombre egoísta y autoritario, y peor aún, se creía con derecho a imponer su voluntad sobre todos en la casa. El hecho de que Pinyol fuera su perrillo faldero no ayudaba mucho, el marido de Fineta se sentía en deuda con toda la familia y Francesc se aprovechaba de ello para que el pobre infeliz hiciera siempre lo que él quisiera y no dar palo al agua. Eso a Fineta le enervaba, pero no sabía qué hacer para ponerle remedio. Hablar con Pinyol o con su madre del tema era totalmente inútil. La otra preocupación de Fineta era la salud de su hermano pequeño Guillem, últimamente solo empeoraba. El año anterior su madre se había gastado todos sus ahorros en hacer venir a casa a una curandera de reconocido prestigio de un pueblo de la montaña, pero sus remedios no habían servido de nada. De lo poco que

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