Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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Un viento más fresco había empezado a llegar y le trajo todos los aromas de la huerta y los inmensos campos de morera que rodeaban Benimaclet. Al dejar atrás las últimas casas, la visión de la ciudad con sus murallas y las numerosas torres y campanarios despuntando en el horizonte detrás de ellas le fascinó, todo era nuevo para él y no sabía dónde fijar su atención. Lo primero que captó su curiosa mirada, llegando a las puertas mismas de Valencia, fue el vetusto palacio del Real. Situado muy próximo al río Turia en el lado norte de la ciudad, con sus gruesos muros y almenas cuadradas de piedra maciza parecía más bien un castillo que un palacio. Y aunque se antojaba remota la posibilidad de que rey alguno se alojase allí, el viejo edificio parecía cuidado y notablemente embellecido en ciertas partes, como los huertos y jardines privados que lo rodeaban y eran de uso exclusivo del palacio.
Acto seguido el carruaje enfiló la entrada de la cuesta del puente para cruzar el majestuoso cauce del río y éste se convirtió en el objeto de todas sus miradas. Perfectamente protegido a su paso por enormes muros de piedra, era necesario cruzarlo para acceder a la ciudad casi desde cualquier punto a excepción del lado sur. Si de algo podía presumir Valencia era de la grandiosidad y bella factura de sus puentes. El del Real, de la Trinidad, de Serranos,... parecían desmesurados para un caudal tan pobre, pero por supuesto aquello tenía su razón de ser. La muralla en cambio parecía poca cosa, más bien bajita para una ciudad cuyos edificios asomaban a la vista de todos como queriendo ya desbordarse del recinto. Solo sus magníficas torres, erigidas majestuosamente en los portales de entrada, recordaban al visitante que los valencianos también eran celosos de sus dominios.
La carroza se disponía a hacer su entrada por la puerta de Serranos, cuyas poderosas y elevadísimas torres eran las más imponentes de la ciudad. Allí había congregada una multitud bulliciosa que entraba o salía de la gran urbe. Campesinos, mercaderes, artesanos, ilustres señores, siervos, bestias, asnos, carros, carretas, cada uno centrado en sus quehaceres sin apenas mirarse ni decirse nada. Al cruzar aquellos muros, Salvador no pudo evitar sentirse un ser diminuto e insignificante. Luis le explicó a su sobrino que en Valencia las cosas transcurrían a un ritmo y de una manera muy diferente a como lo hacían en la tranquila Benimaclet, y no tardó mucho en comprobar que era cierto.
No había visto jamás tanta grandeza y miseria juntas en una armoniosa función que se representaba diariamente a su alrededor. La belleza de sus muchas iglesias y templos que se alzaban majestuosos como la basílica o la Seo, edificios públicos como la lonja de la seda o el palacio de la gobernación y grandes calles engalanadas, contrastaban con oscuros y estrechos callejones que apestaban a vino y orín de los que salían mendigos y borrachos. Lo mismo se veía salir de una casa hombres y mujeres perfumados con vistosas casacas y camisas almidonadas, que te cruzabas a continuación con un viejo andrajoso que no tenía donde caerse muerto, un perro comido por chinches y garrapatas o dos niños peleándose por un trozo de pan.
Pero si había algo que identificaba a Valencia sin ningún género de dudas es que siempre fue un gran mercado, uno de los más importantes del mundo, un puente entre el norte y el sur, entre el Mediterráneo y la meseta, y sus habitantes una suerte de mercaderes infatigables. No era para nada casual que hubieran venido a establecerse comerciantes desde todos los rincones de Europa atraídos por su apreciado ambiente tan propicio para sus negocios.
En la noche, sus numerosas puertas se cerraban, la ciudad en apariencia dormía tranquila, pero con la primera luz del sol la gran sinfonía daba comienzo; la plaza del Mercado era el gran surtidor de productos de La Huerta y se convertía en centro neurálgico de la vida ciudadana, que despertaba al alba cuando llegaban los carros de las huertanas bien repletos de hortalizas y frutas y se levantaban aquellos puestos de madera y lona limitados por capazos de esparto. En torno a esta plaza, cada barrio, cada puerta, cada calle, tenía una función claramente delimitada, eminentemente comercial, y emitía una nota totalmente diferente: aves, arroz y frutos secos en unas, sal, paja, algarrobas o caballerías en otras, esparto en la plaza de Mosén Sorell, tejidos y mantas en las calles de Mantas y Bolsería o los puestos de carne y pescado en la calle del Trench. Las fabulosas huertas y los barrios de pescadores estaban extramuros y sus productos se distribuían diariamente recorriendo también los caminos que llevaban del mercado al puerto y del puerto al mercado. Comerciantes de los lugares más remotos acudían allí para comprar y vender, para exportar sus maravillas por los confines del mundo. Pero también entraban y salían por sur, norte y oeste hacia todos los rincones del reino. Conocidas eran las caravanas que unían Valencia con Madrid para abastecer a la capital y a otros puntos de Castilla.
La casa de los condes en Valencia era un palacete de bella factura, a la altura de los mejores de la ciudad. El conde y su hermano la habían adquirido años atrás, cuando las cosas les empezaron a ir bien. Gozaba de una ubicación excelente, muy cerca de la plaza de la Seo, y sin ser de un tamaño excesivo, contaba con todos los lujos propios de la alta aristocracia. En aquella casa se organizaban numerosas reuniones de negocios, espléndidas cenas o pomposas fiestas a las que acudían ilustres nobles, cultos caballeros y distinguidas damas de todas las comarcas que uno pudiera imaginar. Sin embargo, don Pedro la frecuentaba solo lo justo y necesario, nunca quiso instalarse allí, prefería vivir en el campo o en su defecto rodeado de huertas. Podría decirse que su hermano Luis vivía a cuerpo de rey, absolutamente en su salsa, gobernando a toda una legión de empleados, criados y artesanos al servicio de su excelso negocio.
Al contario que su padre, que era serio y recto como un palo, su tío parecía estar siempre de buen humor y deseoso de disfrutar de los placeres que le ofrecía la vida. No era lo único en lo que no se parecían, a pesar de su cojera don Pedro era recio, fuerte y corpulento, Luis sin embargo era regordete y fofo como un cojín. La boca ancha y la forma de sus ojos oscuros eran probablemente la única marca que les señalaba como hermanos fuera de toda duda, aquella mirada clarividente y audaz era propia de los Martín. Con sus empleados don Luis era implacable, le gustaba que las cosas se hicieran siempre tal y como él quería, pero fuera de los negocios su comportamiento era más propio de un jovenzuelo alborotado que de un hombre hecho y derecho como él. Jamás acudía a las numerosas cacerías que organizaba su hermano, o si lo hacía era solo como mero espectador, su sitio eran las reuniones nocturnas en círculos de los caballeros de buena posición y las fiestas de postín.
Salvador descubrió un día por casualidad uno de los secretos que su tío procuraba guardar celosamente a ojos de los demás. Fue en una de aquellas primeras noches en las que aún se estaba acostumbrando a ese nuevo mundo. Tenía algo de insomnio y se deslizó sigilosamente de la cama con la intención de salir al pequeño patio de la casa, se trataba de una costumbre que había adquirido desde pequeño, sobre todo desde que sus padres le separaron de Fineta. Contemplar las estrellas y la poderosa luna en medio de la oscuridad tenía un efecto balsámico para él. Por alguna extraña razón, admirar la grandeza del universo al lado de sus diminutos problemas le resultaba reconfortante.
Al caminar a tientas por el pasillo le pareció escuchar unos gemidos que venían del dormitorio de su tío y se acercó hasta allí sigilosamente. La puerta estaba entreabierta y al exterior salía algo de luz de las velas encendidas. Sabía que estaba mal violar la intimidad de un dormitorio privado, pero no pudo resistir la tentación de intentar echar un pequeño vistazo. Al asomarse vio como yacía allí su tío con una de las sirvientas de la casa practicando actos lujuriosos. Contempló la escena asombrado, como quien descubre un juego prohibido, y a juzgar por sus caras los dos parecían estar disfrutando mucho del encuentro. Desde aquella noche nunca volvió a ver de la misma forma a Rosa, la