Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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—No hable tan a la ligera de ese tema Fermín, el pecado en todo caso está en el hombre, no en el libro —argumentó Tosca con toda tranquilidad.
—No seas ingenuo —le replicó Fermín sin dar su brazo a torcer.
—¿Se ha leído el libro? —le preguntó entonces Tosca.
—¿Cómo dice? —le dijo Fermín ofendido.
—Para poder opinar sobre un libro es menester haberlo leído primero.
Fermín estaba atónito ante semejantes impertinencias, pero era evidente que en un combate dialéctico con el padre Tosca tenía las de perder, la fuerza con la que había empezado la discusión al principio empezó a debilitarse.
—Qué tontería, no me hace falta.
—Muy bien, entonces le reto a que encuentre en estas páginas el mínimo resquicio de herejía.
—No quiero perder el tiempo leyendo textos impuros —dijo Fermín con arrogancia.
—Perfecto, devuélvame el libro entonces.
Era evidente que había terminado por sacar al padre Fermín de sus casillas. Le devolvió el libro con ostensible enfado y se marchó de allí lanzándole una última advertencia.
—Tenga mucho cuidado con lo que hace, padre Tosca.
Cuando estaban ya lejos de la mirada del profesor Fermín, Tosca le devolvió a Salvador el libro, no sin antes aconsejarle que reanudara su lectura en su habitación en privado. Fue así como entraron en su vida las teorías de Galileo y Copérnico, dos científicos que habían vivido en la centuria anterior y a los que Tosca consideraba los padres de la cosmología moderna. Habían sido los primeros en elaborar una asombrosa teoría que situaba al Sol en lugar de la tierra en el centro del universo. Así, alrededor del Sol orbitarían los seis planetas: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno, mientras que las estrellas eran objetos distantes que permanecían fijos.
Su hipótesis era tan revolucionaria que había costado muchísimos años empezar a asimilarla. Por lo que Tosca le decía, la teoría heliocéntrica había dado lugar a muchas controversias durante mucho tiempo, pero era innegable que simplificaba mucho el modelo para elaborar los cálculos. El propio maestro se lo explicó mediante un dibujo.
—Tomemos la hipótesis de que el Sol permanece quieto y es la Tierra la se mueve con una serie de movimientos distintos: el movimiento de rotación, el de traslación y el de declinación, que sirve para explicar los equinoccios. Cualquier movimiento que parezca realizado en la esfera de las estrellas no es tal; sino que lo que se mueve es la Tierra que gira cada día y da una vuelta completa, mientras que la esfera de las estrellas está inmóvil. De esta misma manera, los movimientos del Sol no se deben a él, sino a la Tierra que gira en torno a él igual que el resto de planetas.
El descubrimiento era fascinante, empezó así a comprender cómo funcionaba todo. Sin embargo, el padre Tosca le advirtió de que había que tener mucho cuidado con los lugares en los que uno se refería a esa teoría, puesto que aún no había sido refrendada por los padres de la iglesia católica. Salvador recordó entonces el desafortunado incidente con el padre Fermín unos días atrás.
—Mi maestro el padre Zaragoza, por ejemplo, decía que aunque esta teoría estuviera condenada por la congregación de los Santos Cardenales Inquisidores como contraria a las Divinas Letras, era válido valerse de ella para el cálculo de los planetas, puesto que solo se condenaba la actual realidad de esta composición, pero no su posibilidad —le dijo Tosca.
—¿Y usted qué opina padre? ¿Es pecado hacer uso de esta teoría? —preguntó Salvador algo asustado.
—No hijo, yo creo que no —trató de tranquilizarle—. No habiendo ningún argumento decisivo ni a favor ni en contra del movimiento de la tierra, no hay ninguna razón por la que los textos de las Sagradas Escrituras que atribuyen el movimiento al Sol y la estabilidad a la tierra deban dejar de ser interpretados en sentido literal, lo que no obsta para que pueda utilizarse el sistema de Copérnico en calidad de hipótesis o suposición.
Salvador se quedó mirándole largo rato pensativo.
—Aún eres muy joven Salvador, ya tendrás tiempo de comprenderlo todo. Además del padre Zaragoza, muchos estudiosos de nuestra orden se han dedicado a reflexionar en sus textos sobre estas teorías. Sería muy interesante que le dedicaras un tiempo a ellos en la biblioteca: Schott, Riccioli, Fabri, Scheiner, Milliet Dechales… te ayudarán a comprender muchos de los resultados de Galileo, Toricelli, Castelli, y otros discípulos y seguidores.
—Padre, ¿de qué material están hechas las estrellas? ¿Y el cielo? ¿Y los planetas? ¿Acaso todas estas teorías no chocan con el sagrado libro del Génesis? —le preguntó Salvador intrigado.
—Es normal que te hagas tantas preguntas hijo mío. Y lo mejor es que, basándote en la observación, la experimentación y en la fe católica, saques tus propias conclusiones.
Pero como Salvador le preguntaba con tanta insistencia, terminó explicándole cuál era su teoría según la cual encajaba todo entre el complicado puzle del génesis y el universo.
—Dios ha llenado el cielo de un cuasi infinito número de corpúsculos, o átomos. Éstos son unas sustancias sobre toda la imaginación humana sutilísimos, los cuales son la materia primera de todas las cosas corpóreas. Sabemos que Dios juntó en un lugar gran multitud de los corpúsculos más sutiles para formar un globo luminoso del que surgieron el Sol y las estrellas. Por otra parte, los cielos por donde se mueven los planetas son fluidos y están formados por materia sutil o éter que impulsa a los astros, aunque sería factible pensar que los ángeles también colaboran de alguna manera, tal y como indica el libro de Job —convino Tosca haciendo elucubraciones.
Las teorías expuestas allí sobre astronomía y la composición del universo dejaron una huella muy profunda en la joven mente de Salvador, eran ideas que chocaban muchas veces frontalmente con verdades absolutas que le habían hecho aprender sus maestros anteriores. Después de repasar una y otra vez varios textos sugeridos por Tosca, se sentía tremendamente confuso respecto a algunos de éstos temas. Si incluso unos sacerdotes como el propio Tosca y el padre Zaragoza reconocían a veces que no sabían si podía ofenderse a Dios al valorar ciertas ideas, cómo no iba a sentirse él.
II
El director del colegio de San Pablo, el afable padre Prudencio, había citado aquella mañana al conde de la Espuña a una reunión en el centro. El motivo de dicho encuentro no le había sido revelado, y aunque era algo que mantenía sumamente intrigado a Don Pedro, se abstuvo de hacer enturbiar con ello sus pensamientos hasta ver resueltas de primera mano sus razonables dudas. Decidió aparcar cualquier atisbo de preocupación y se mostró afectuoso en el reencuentro con su hijo en las dependencias del colegio. De un tiempo a esta parte ambos mantenían una relación más que distante, era evidente que Salvador ya no era el mismo desde que vivía en Valencia y había ingresado en la reputada institución. Sin embargo este hecho no le preocupaba en exceso al conde, pues lo achacaba simplemente a que el muchacho había dejado de ser un niño y confiaba en que allí estaba recibiendo la formación adecuada.
Cuando llegaron al despacho se encontraron con dos hombres esperándoles. El padre Prudencio, sentado en su silla con los codos apoyados