Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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matemáticas —dijo Tosca categórico.

      —Jamás había oído semejante cosa.

      El padre Tosca esta vez sí que se rio, parecía estar disfrutando mucho con su desconcierto. Después volvió a su expresión seria habitual y cerró los ojos lentamente.

      —Dime qué ves —le preguntó.

      Vaya por Dios, pensó Salvador, ya me ha tocado otro de estos curas trastornados que se ponen tan pelmazos.

      —Una ventana, una puerta, una habitación, estanterías, libros… —empezó a enumerar con total desgana.

      El padre Tosca asentía lentamente con la cabeza tras cada una de ellas, pero cuando Salvador se cansó del estúpido juego, aún no parecía satisfecho con sus respuestas.

      —¿Y qué más?

      ¿Pero cómo que qué más? ¿Quería pasarse la tarde entera así diciendo chorradas?

      —No veo dónde quiere llegar, padre —le dijo educadamente.

      —Yo veo otras cosas: geometría, aritmética, proporciones,…

      A Salvador le pareció estar frente a otro tipo de visionario, algunos decían ver a Dios en todas partes y éste veía figuras matemáticas. El padre Tosca pareció adivinar su escepticismo.

      —Solo es necesario abrir un poco la mente, si lo piensas bien lo verás con claridad. Todas las manifestaciones de este mundo material están basadas en unas reglas, en unos principios, ¿de qué otra forma iba a funcionar si no? Las formas de la naturaleza intentan imitar las de los cuerpos perfectos, que como su propio nombre indica solo pueden ser alcanzados por Dios, pero que son inteligibles para la mente de un hombre avezado.

      Salvador se quedó pensando en ello durante unos segundos, aquella visión matemática del mundo le parecía sumamente curiosa, pero no entendía cómo iba a llevarle eso a comprender la naturaleza del cosmos.

      —Ven, sígueme, te daré el libro que buscas.

      El padre Tosca se dirigió lentamente hasta la esquina opuesta de la biblioteca. Allí había un libro que estaba situado en un lugar preferente, a la altura de la vista, de modo que no tuvo que usar las escaleras para alcanzarlo.

      —Debes empezar por aquí —le dijo—. Éste es el origen de todo.

      Le entregó un ejemplar no muy grande de gruesas tapas marrones. En la primera página podía leerse: “Elementos, de Euclides”.

      —¿Un libro griego? —preguntó extrañado.

      —Así es, los griegos fueron los primeros en darse cuenta de este hecho, a pesar de su ofuscado paganismo.

      Pese a sus recelos iniciales, tras empezar a ojearlo un poco descubrió que estaba lleno de garabatos y dibujitos, fórmulas y demostraciones. Parecía prometedor, al menos le serviría para distraerse de los tostones retóricos que les hacía leerse el padre Fermín.

      —Puedes llevártelo, no te preocupes, cuando lo hayas terminado seguiremos con la conversación.

      —Muchas gracias, padre —le dijo con una pequeña reverencia.

      —Tomás Vicente Tosca, perdona que no me haya presentado —le dijo entonces él divertido.

      —Yo me llamo…

      —Salvador. Ya lo sé —le cortó.

      Y le dio la espalda regresando a sus quehaceres en la biblioteca dejándole allí plantado con el libro en la mano.

      Estaba más que demostrado que la mejor forma de aprender era sentir la necesidad de saber. Desde aquella conversación con el padre Tosca, Salvador empezó a sentir cierta obsesión con las formas geométricas y esa curiosa predilección por ellas de la naturaleza. Triángulos, cuadrados, pentágonos, hexágonos en un panal de abejas, arcos, circunferencias y elipses, sin olvidarnos de prismas y cubos como los que se pueden ver en los minerales y en las rocas o en la arquitectura. Todo un universo se desveló ante sus jóvenes ojos y, hete aquí, que así fue como empezó a familiarizarse con todos aquellos teoremas, proporciones, razones y enunciados matemáticos. Pitágoras, Thales, Arquímedes y demás pandilla de sabiondos helenos.

      El siguiente encuentro con el padre Tosca resultó ser de lo más peculiar, pues se produjo en mitad de la oscuridad de la noche. El maestro había ido a buscarle a su habitación y, para su deleite, lo encontró durmiendo apoyado sobre el libro de Euclides que había estado leyendo a la luz de las velas. Le despertó con una leve caricia en el hombro. Salvador se llevó un susto de muerte, la imagen del sacerdote emergiendo de la penumbra con un candelabro en la mano le pareció de lo más fantasmal.

      —¡Padre Tosca! ¿Qué hace usted aquí?

      —He venido a proponerte una pequeña investigación sobre la bóveda celeste, dado que es un tema que parece gustarte mucho.

      —¿A estas horas? —preguntó Salvador extrañado.

      —¿Y cuándo sino de noche pretendes observar las estrellas?

      —Pero… ¿es apropiado que salgamos a la calle ahora?

      —No se preocupe Salvador, yendo usted conmigo no le pasará nada. Si prefiere quedarse durmiendo lo entenderé, pero le aseguro que esta va a ser una experiencia muy enriquecedora.

      Por supuesto que no se lo pensaba perder, se levantó de inmediato sin poner ningún reparo.

      —Lo que usted diga padre.

      —Abrígate bien hijo, que la noche está fresca —le dijo antes de que saliera por la puerta.

      Salvador no daba crédito, pero su curiosidad era mayor que la resistencia de su cuerpo a moverse. Cogió una casaca de su armario y siguió al Padre Tosca a toda prisa por los pasillos del colegio. Llegaron hasta una pequeña sala que olía a cerrado y a madera vieja en la que no había estado nunca y Tosca cogió de allí un par de cosas. Volvió a cerrar la puerta de aquella habitación con llave y usó el mismo llavero para abrir la puerta de la calle y echar a andar entre la negrura con total decisión.

      —¿Me va a decir ya a dónde me lleva padre? —le preguntó ansioso.

      —Tranquilo, que es aquí cerca, ya lo verás.

      El padre Tosca portaba en una mano un grueso maletín de piel que parecía algo pesado y en la otra una pequeña lámpara de aceite con la que se alumbraban. Le dio el maletín a Salvador y le dijo que le siguiera por las oscuras y solitarias calles de la ciudad. Enseguida desembocaron en la gran plaza de la Seo y se dirigieron a la puerta principal del templo.

      —¿Vamos a entrar en la catedral? —preguntó Salvador sorprendido.

      —En efecto.

      Del forro de uno de los laterales de su capa sacó un grueso manojo de llaves y buscó con cuidado la apropiada. Para su asombro, una de ellas abría la gigantesca puerta de la catedral de Valencia.

      —No te preocupes, el deán es amigo mío y me las ha prestado esta noche para la ocasión —le dijo mientras

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