Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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gustado detenerse con cada nuevo e inesperado detalle de la gran catedral que se le revelaba a la luz del farol, pero el padre Tosca le interrumpió tras cerrar tras de sí la puerta con llave.

      —Sería ya de por sí magnífico detenernos aquí a orar y meditar en silencio frente a estas preciosas tallas e imágenes, pero hoy no es ese nuestro propósito.

      Le condujo hasta uno de los laterales y de nuevo se detuvo ante otra puerta. Salvador sabía cuál era, la de la torre del campanario de la catedral, popularmente conocido como el Miguelete.

      —Valencia no es el mejor sitio para la observación del cielo —le empezó a decir—. ¿Sabes por qué?

      —No —confesó Salvador.

      —Es por las nubes, generalmente hay demasiada bruma y se reduce la nitidez, también influye que tenemos muy poca altura. Hoy sopla el viento ligeramente del oeste y está bastante despejado, eso nos permitirá una mayor visibilidad. Pero para contemplar el cielo libres de obstáculos necesitaremos un punto elevado.

      Y dicho esto comenzó a subir las escaleras que conducían a lo más alto de la torre. Salvador estaba completamente emocionado y siguió sus pasos con determinación, pero pronto descubrió que la ascensión no era nada fácil, los gruesos peldaños de piedra de la estrecha escalera de caracol parecían no acabarse nunca y el ritmo empezó a hacerse muy fatigoso para ambos. A pesar de ello Tosca no se detuvo, con una mano se había recogido la sotana para no pisarla y con la lámpara en la otra mano se iba moviendo cadenciosamente de un lado a otro. Cuando al fin llegaron a la portezuela de salida los dos estaban sin aliento, pero el espectáculo que se abrió ante los ojos de Salvador le dejó boquiabierto, sin duda había merecido la pena. La torre estaba rematada con una amplia terraza por encima de la cual ya solo quedaban las propias campanas. Estaban en lo más alto de la construcción más elevada de toda la ciudad y jamás había soñado con poder disfrutar de unas vistas como aquellas. Una vez acostumbrada la vista a la penumbra, nuevos detalles se iban haciendo perceptibles.

      —Mire padre, ¡se ve el mar! —exclamó.

      —Claro que se ve el mar, y de día verías nítidamente todos los rincones de la ciudad, pero no hemos venido hoy para mirar hacia abajo sino para ver el cielo.

      Alzó la vista hacia arriba y entendió por qué Tosca le había llevado hasta allí, el espectáculo celestial era increíble. Le llamó poderosamente la atención un punto muy blanco y brillante que relucía por encima de los demás.

      —Padre, ¿qué estrella es esa?

      —Eso no es una estrella, es un planeta —le corrigió—. Se trata de Venus, el lucero del alba. ¿Sabes por qué lo llaman así?

      Salvador negó con la cabeza esperando solícito su explicación.

      —Este planeta es visible durante la noche solo las primeras tres horas después del atardecer al oeste, o bien las últimas tres antes del amanecer al este. Se trata del objeto más luminoso del cielo después del Sol y de la Luna, y el único planeta que puede verse aún de día, convirtiéndose en determinados momentos del año en el primer astro en poder ser visto con claridad al amanecer.

      —¿Cómo puedo distinguir a una estrella de un planeta? —le preguntó entonces Salvador.

      —Fíjate bien, las estrellas emiten una luz parpadeante, mientras que la de los planetas es fija y nítida.

      El maestro cogió su maletín y de él empezó a sacar una serie de artilugios, uno de ellos parecía el catalejo de un barco y otro una especie anteojos extraños. Todos estaban cuidadosamente envueltos en paños y con mucho mimo los preparó y empezó a mirar al cielo a través de ellos.

      —¿Sabes? —empezó a decir—. Todos estos instrumentos me los regaló mi querido maestro, el padre Zaragoza.

      Los artilugios no eran otra cosa que lentes de aumento bien ensambladas con las que se podían ver más de cerca las estrellas. Para poder medir con precisión el valor de estas observaciones se hacía uso de otros instrumentos como el cuadrante y el astrolabio de los que Salvador solo conocía algunas nociones muy básicas.

      —Era un jesuita apasionado por la ciencia igual que yo —le siguió diciendo—, se pasó media vida observando la cúpula celestial. Sentía especial predilección por unos cuerpos sumamente curiosos que se llaman cometas.

      —¿Cometas?

      —Así es, se les llama así porque dejan una estela brillante tras de sí conformando un dibujo semejante a la figura de una cometa volando en el cielo.

      —¿Son entonces una estrella o un planeta?

      —Ni una cosa ni la otra, son cuerpos errantes que parecen tener entidad propia —respondió el padre Tosca deleitado con su insaciable curiosidad.

      Aquello era todo fascinante, el maestro le enseñó a utilizar todos aquellos artilugios y a hacer mediciones con ellos que luego eran interpretadas con ayuda de unas tablas. Descubrió entonces que en el cielo la mayoría de las cosas ya tenían un nombre, diferentes a los que él les había puesto, y habían sido observadas y anotadas por estudiosos durante siglos. Había estrellas más y menos brillantes, planetas, manchas difusas que en realidad no eran sino muchas estrellas juntas. Estaban los cometas que tanto gustaban al maestro de Tosca, el padre Zaragoza, y luego estaba la luna, cuán asombroso era ver ampliado su relieve con los prodigiosos instrumentos de aumento.

      El siguiente libro que el padre Tosca le prestó fue el Saggiatore, del científico italiano Galileo Galilei. Pero este ejemplar no estaba entre los volúmenes de la biblioteca del colegio, sino que era de la librería personal de Tosca.

      —Creo que ya estás preparado para pasar a algo más avanzado —le dijo al entregárselo.

      El libro le fascinó de principio a fin, devoraba sus páginas en el patio del colegio entre clase y clase, sin ser consciente de que podría acarrearle algún problema.

      —¿Qué libro es ese que lees con tanto interés, Salvador? —le preguntó un día el padre Fermín con suspicacia.

      Sentado en las escaleras de entrada del patio, estaba tan absorto en la lectura que apenas se había dado cuenta de que su profesor le miraba por encima del hombro. Cerró el libro de golpe y se llevó tal susto que a punto estuvo de caérsele al suelo.

      —Es solo un viejo tratado sobre el cielo y los planetas —le dijo esperando satisfacerle con eso y que le dejara seguir leyendo tranquilo.

      —Déjame ver —le dijo Fermín decepcionado por que no fueran textos sagrados.

      Por alguna razón, Salvador no estaba muy convencido de que fuera buena idea que su profesor averiguara la clase de lectura que se traía entre manos, pero tratándose de una obra recomendada por el padre Tosca tampoco creía que hubiera nada de malo en ella. Sin embargo, el padre Fermín torció el gesto apenas hubo hojeado un par de páginas, y de la curiosidad pasó al enfado en cuestión de segundos.

      —¿De dónde has sacado tú este libro? —le preguntó.

      De pronto sintió que le estaban acusando de un terrible delito y no supo qué decir. Ante su silencio, la ira de su profesor iba en aumento y Salvador solo sudaba queriendo desaparecer de allí cuanto antes. Hasta que una voz que provenía del interior del colegio acudió providencialmente en su auxilio.

      —Fui

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