Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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—Buenos días señor Martín —le dijo el director.
—Buenos días padre. ¿Qué se le ofrece?
—No sé si Salvador le habrá puesto al tanto del motivo de nuestra llamada.
—La verdad es que no, sea lo que sea mi hijo no ha querido soltar prenda, el muchacho es muy introvertido —justificó a la par que lanzaba una breve mirada inquisitiva a Salvador.
—Está bien, en tal caso lo primero que le diré es que no tiene por qué preocuparse, su hijo es un excelente estudiante, de los mejores que tenemos en la escuela.
—Me alegra mucho oír eso.
—Naturalmente —asintió Prudencio sonriente—. Si me lo permite, me gustaría presentarle al padre Tosca aquí presente.
Tosca se aproximó entonces saliendo de su aparente ensimismamiento y el padre Prudencio hizo las correspondientes presentaciones.
—No sé si habrá oído hablar usted de él.
—Pues no, lo siento, no sé si debería —dijo don Pedro algo confuso.
—El padre Tosca es uno de nuestros mejores maestros, su fama y reconocimiento traspasa los muros de este humilde colegio y de nuestra orden. En círculos académicos es toda una eminencia.
—Oh, vaya, perdonen entonces mi ignorancia, ¿es usted uno de los profesores de mi hijo? —le preguntó.
—No —dijo el padre Tosca—, pero me gustaría serlo.
Don Pedro le miró contrariado.
—Verá —continuó el padre Prudencio—, el padre Tosca es el fundador de una importante escuela de matemáticas. Se trata de un pequeño reducto al margen de este colegio para un selecto grupo de iniciados. Sus alumnos son seleccionados entre los mejores de todo el Reino de Valencia para perfeccionar sus habilidades en la materia al lado de brillantes maestros como él.
Don Pedro le dedicó una mirada escrutadora a aquel misterioso sacerdote, como si le acabaran de describir a un bicho raro.
—Salvador es un pequeño prodigio en el campo de las matemáticas, diría que de los más entusiastas de los que he visto pasar por aquí en muchos años. Para mí sería todo un honor que este joven pudiera unirse a mi modesto grupo académico —continuó Tosca.
—¿Qué clase de ofrecimiento es éste? —dijo don Pedro con cierta indignación.
—Le estamos ofreciendo sencillamente lo mejor para su formación —contestó Tosca.
Don Pedro trató de serenarse un poco.
—Tengo que decir que hasta ahora estoy enormemente satisfecho de la evolución de Salvador en este colegio, lo traje aquí para que le enseñaran las virtudes de la sabiduría y el conocimiento. Pero con el debido respeto, padre Tosca, no estoy para nada dispuesto a que se desvíe del resto de sus obligaciones, que son muchas, supongo que eso lo entiende.
—Por supuesto que lo entiendo, pero créame, no tiene por qué preocuparse. Sería más que ventajoso que Salvador continuara profundizando en sus estudios, le aseguro que no le robaría más tiempo del necesario, lo que le viene dedicando hasta ahora.
—Lo siento, no quiero dudar de la bondad de sus enseñanzas padre Tosca, pero… tal vez debería meditar serenamente sobre las implicaciones de lo que me han dicho. Así tan de repente me han puesto en una pequeña encrucijada y no sé qué decir.
—¿Por qué no dejamos que decida el chico? Al fin y al cabo acaba de cumplir los trece años, y creo que su opinión en todo esto debe de tenerse en cuenta.
El padre Tosca dirigió su simpática mirada a los ojos de Salvador, que hasta ahora había permanecido en un segundo plano.
—Tú que dices Salvador, ¿te gustaría ingresar en mi escuela de matemáticas? —le preguntó su querido profesor.
—Sí, me gustaría mucho padre —le respondió con sinceridad.
Don Pedro contempló la escena con estupor, pero al reconocer el brillo en la mirada de su hijo adivinó una gran ilusión por cumplir ese deseo. Y aunque no veía con demasiados buenos ojos aquella especie de academia de eruditos, su pequeño corazoncito de padre se ablandó.
—Está bien, si de verdad es esa tu voluntad, mientras no interfiera en el resto de tus obligaciones, la respetaré —le dijo don Pedro a Salvador mientras éste le sonreía satisfecho.
Para Salvador, aquellos años en la escuela de matemáticas del padre Tosca fueron los más fructíferos de su vida en términos académicos, y probablemente también de los más felices. Fue una renovación profunda en su manera de pensar y de ver el mundo, una auténtica revolución para sus capacidades intelectuales. Tuvo necesariamente que olvidarse de casi todo lo aprendido anteriormente y dejar la mente en blanco para dejar penetrar poco a poco un conocimiento más puro y verdadero.
Al amparo de una parte de la comunidad jesuítica valenciana que le veneraba, y alimentado también por su propia pasión por las ciencias, Tosca había creado un ambiente de estudio y de trabajo único e inigualable. Los alumnos que entraban bajo su protección aprendían los fundamentos de infinitas materias con el trabajo de los más brillantes intelectuales de Europa libres de cualquier atadura. Las matemáticas eran la base de todo y estaban en el origen de todo. Por mundana y prosaica que fuera la teoría, cuando uno rascaba un poco ahí estaban las matemáticas, simples y precisas, disfrazadas con letras y fórmulas incorruptibles eran ajenas a cualquier traza de imperfección. Pero por encima de todo, por encima incluso de las matemáticas “la ciencia de Dios”, había siempre una palabra, una sola palabra que lo resumía todo: el método.
Aquella palabra, en apariencia inofensiva, encerraba la clave filosófica del avance científico. Cualquier suposición anterior podía ser refutada racionalmente, ideas en apariencia brillantes eran pronto reducidas al absurdo, teoremas antiguamente desechados eran rescatados del olvido y elucubraciones de lo más atrevidas eran finalmente valoradas como la explicación más plausible. Nada había más infalible que el método. Toda aquella hipótesis que quisiera ser probada como cierta, debía ser sometida al método mediante el estudio y análisis matemático y la observación práctica. Por supuesto el invento no era suyo, era de alguno de aquellos eruditos franceses que eran los que estaban a la vanguardia en estas cuestiones. Tosca era un mero precursor, un transmisor de ideas, uno más de la corriente de seguidores de este saber moderno. La racionalidad contra la doctrina inapelable, el sentido común por encima del inmovilismo ortodoxo era lo que subyacía en todo aquello. Todo un triunfo para la luz de la razón sobre las tinieblas de la ignominia. Y lo mejor de todo era que, siendo impulsada por cultos sacerdotes que defendían que nada de esto estaba reñido con la fe y los sagrados misterios de la iglesia católica, esta nueva corriente parecía quedar libre de toda sospecha. Si bien era cierto que no le faltaban opositores, rancios académicos cubiertos de telarañas que pretendían vivir aún anclados en el medievo.
Fue uno de aquellos días de infatigables sesiones de estudio cuando Tosca empezó a hablarle de una pequeña sociedad científica a la que se refería como la Academia. Se trataba de pequeñas reuniones que habían sido impulsadas por otro jesuita llamado Baltasar Íñigo. Este prelado era también un gran estudioso y había