Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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no tuvo más remedio que aceptarlo. Alejandro les prometió convertirse en el guardián y consejero del niño y guiarlo en la vida monástica, responsabilizándose de cualquier perjuicio que pudiera ocasionar a la comunidad. Antonio le recordó que el fin último de su labor consistiría en que cuando el niño creciera tomara los hábitos y se uniera a la comunidad como uno más sin tener que depender de nadie.

       II

      Alejandro nunca había criado a un niño y jamás pensó que fuera a tener que hacerlo. Cuando el Señor le puso a su sobrino en sus manos se lo tomó como una prueba más para la fe de un humilde servidor como él. Nadie le ayudó, nadie le dijo cómo debía hacerlo, tuvo que enfrentarse solo a todos los retos. Los primeros meses resultaron ser los más difíciles, pues no sabía nada acerca de los cuidados básicos que le debía procurar, ni tan siquiera sabía cómo hacer algo tan simple como cambiarle el pañal.

      “¿Qué hago?” Había preguntado sonrojado a su amigo Fray Anselmo cuando los gritos de la criatura traspasaban ya todos los muros del monasterio. Y al muy desgraciado no se le había ocurrido otra cosa que empezar a reírse como un avestruz.

      —¿De qué te ríes bobalán? —le dijo encolerizado.

      El susodicho empezó a ponerse rojo como un tomate, doblando la espalda a causa de los espasmos de su enorme barriga.

      —Tendrías que verte la cara hermano, pareces un perrillo asustado en un día de tormenta.

      A Alejandro le entraron ganas de pegarle un sopapo allí mismo al muy cretino, mira que burlarse de alguien en una situación así. El niño seguía llorando como un descosido y a Anselmo empezaron a pasársele las ganas de mofarse de él.

      —¿Has probado a darle de comer?

      —¿Y qué le doy? —le preguntó Fray Alejandro totalmente perdido.

      —Hijo mío, ¿tú qué crees que comen los recién nacidos? ¡¡Leche!!

      Aquella solo fue la primera de una larga serie de jornadas de desvelos, pues los angustiosos lloros del bebé ponían a su paciencia diariamente a prueba. Pero la cosa no terminó con el primer año de vida, pronto fue consciente de que la tarea de ser padre le atañería de por vida y nunca estaba exenta de dificultades.

      Sebastián llevaba ya diez años viviendo en el monasterio franciscano de Sant Esperit, y a esas alturas ya se conocía de memoria cada palmo del sacro edificio. La vida en comunidad de los monjes franciscanos se regía por unas normas muy estrictas, de las que cada hermano o novicio era responsable de acatar y respetar. Claro está que estas normas no fueron pensadas para un aspirante de tan corta edad como Sebastián, pero apenas pudo tenerse en pie y empezar a hablar, con él no se hizo ninguna excepción.

      En el monasterio convivían dos tipos de frailes. Por un lado estaban los hermanos legos, monjes que como Fray Anselmo eran iletrados y por lo tanto no aptos para ser sacerdotes o monjes del coro. Realizaban las tareas manuales ordinarias del monasterio tales como la agricultura, la carpintería o la cocina; lo cual liberaba en parte al resto de los hermanos, como era el caso de Fray Alejandro, para que se dedicaran a una vida plena contemplativa consistente en orar y estudiar. Sebastián vestía provisionalmente el hábito de novicio, ligeramente diferente al de los monjes regulares, que como en la mayoría de las órdenes franciscanas era muy sencillo, de tela marrón, capucha y cordón anudado a la cintura. El propósito de su tío era no solo que tomara los hábitos sino que estudiara y se ordenara sacerdote con el paso del tiempo.

      Alejandro acababa de oír la llamada al oficio de Laudes, la primera oración de la mañana, y Sebastián no aparecía por ninguna parte. Le había buscado en su cama y por todos los rincones del dormitorio sin éxito, había recorrido los pasillos varias veces, las escaleras, las estancias comunes y las letrinas, sin obtener ningún resultado. Había salido inclusive al claustro varias veces para cerciorarse, pero tampoco había nadie allí a esas horas. A esas alturas Alejandro ya se imaginaba el único sitio en el que podía estar: la cocina.

      Se dirigió allí a toda prisa y el agradable olor a bizcocho recién hecho le hizo confirmar sus sospechas. Fray Anselmo preparaba unos deliciosos dulces de calabaza y almendra que hacían la boca agua a todos los hermanos, y a Sebastián el primero. Fue abrir la puerta y descubrir a su sobrino con el cuerpo del delito, en sus manos sostenía un enorme pedazo del dulce manjar del que estaba dando cuenta con total regocijo y parsimonia.

      —¡Suelta eso ahora mismo glotón! ¿No has oído la llamada a la oración? —le recriminó.

      —¡Tengo hambre! —protestó.

      —Pues tendrás que esperar como todos los demás.

      —Entonces no me quedarán más que las migajas, he visto como Fray Anselmo se lo come todo a escondidas sin compartirlo con nadie.

      —¿Cómo te atreves a acusar a uno de los hermanos de este monasterio de esa forma tan descarada? No tienes ninguna prueba que lo demuestre.

      —¿Acaso hay prueba más irrefutable que su enorme barrigota?

      —¡Calla de una vez insensato!

      Alejandro agarró a Sebastián de una de sus orejas y empezó a tirar de él hacia la iglesia.

      —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritaba el niño.

      —No me das más que problemas, cualquier día el padre Antonio se va a cansar de aguantar tus faltas y tu indisciplina, yo ya no puedo hacer nada más para encubrirte.

      Entraron en el templo justo cuando los hermanos empezaban a entonar el himno después de la primera oración. Se incorporaron en la última fila y empezaron a recitar los versos, Sebastián con los carrillos aún llenos de bizcocho. El padre Antonio, que dirigía el oficio, les dedicó una mirada severa, especialmente a Alejandro, cargada de reprobación.

       Ecce iam noctis tenuátur umbra, lucis auróra rútilans corúscat; nísibus totis rogitémus omnes cunctipoténtem. Ut Deus, nostri miserátus, omnem pellat angórem, tríbuat salútem, donet et nobis pietáte patris regna polórum. Præstet hoc nobis Déitas beáta Patris ac Nati, paritérque Sancti Spíritus, cuius résonat per omnem glória mundum. Amen1

      Sebastián siempre tuvo la sensación de que su tío Alejandro fue, en líneas generales, un buen padre. Quizás en parte porque no había conocido a otro y, sobre todo, porque le había cuidado y acogido cuando era una pobre criatura sin hogar. Sin embargo, el niño despertaba en su cuidador sentimientos encontrados. Por un lado se sentía tremendamente responsable de su destino por ser el único legado que le quedaba de su hermana y de su familia. Por otro, en ocasiones empezaba a sentirlo como una lacra para sus propios progresos en la orden y un obstáculo para cumplir su gran sueño.

      El padre Alejandro era, en efecto, un fraile convencido. Había tomado los hábitos a los diecisiete años, como franciscano había hecho voto de pobreza y caminaba siempre descalzo siguiendo los pasos del fundador de la orden San Francisco de Asís. No solo se había aplicado en el estudio para ser un monje venerado y sabio, además en su fuero interno albergaba un ambicioso sueño, participar en las misiones en el nuevo mundo evangelizando y predicando la palabra de Dios en los confines de la tierra. Por ello formaba parte del colegio de misiones, que tenía su propia organización parcialmente diferenciada de las actividades comunes del monasterio. Además de dedicar

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