Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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de lo que su padre Manuel se quejaba continuamente. En Gilet, de hecho, había buenas huertas y algunas parcelas de viñas y ricos frutales como granados y melocotoneros. El clima era muy propicio y sin ser una comarca con abundancia de aguas, éstas estaban muy bien aprovechadas. Con la construcción de azudes, balsas y acequias, sus habitantes habían logrado asegurarse el continuo riego de sus cultivos y la agricultura florecía en todo el valle. Pero las tierras de Manuel no se parecían tanto a eso. Se dividían, por una parte en unos abruptos bancales que iban ascendiendo en la montaña plantados con higueras, algarrobos y algún olivo, y por otra en un llano que había un poco más abajo en el que se alternaba el cultivo de distintas especies de cereal según le indicara el marqués que debía sembrar cada año.

      Ahora ya no quedaba nada de aquello, solo el recuerdo, como el de su madre Pilar jugando con ella y su hermano en la orilla del río. Su padre se había visto obligado a venderlo todo poco antes de morir. Arruinado y desahuciado, al menos había cumplido su propósito de proveer a sus dos hijos un sustento con el que poder salir adelante. A su hija Teresa le consiguió un trabajo de sirvienta para el marqués y a su hijo Alejandro el ingreso en el monasterio franciscano de Sant Esperit.

      Y allí estaba una nueva generación, pequeño y frágil pero lleno de vida. Flora sostenía en sus brazos a un niño precioso que lloraba con fuerza y que todos contemplaban como una especie de milagro. Enriqueta estaba maravillada con el feliz nacimiento y en cuanto Flora terminó de limpiarlo le pidió que ayudara a su madre a sujetarlo en su regazo.

      —¡Mira Teresa! —le dijo Enriqueta—. ¡Es un niño! Va a ser un niño sano y fuerte, ya lo verás, que Dios le bendiga.

      Teresa, que estaba agotada y aún muy mareada por el dolor, vio que su amiga se acercaba con el recién nacido y la imagen le resultó muy reconfortante. Quería abrazarlos, a su hijo y a ella, pero no tenía fuerzas para moverse ni para hacer nada y sus ojos empezaron a cerrarse lentamente. Enriqueta se asustó un poco al verla así, pero permaneció a su lado e intentó cogerle la mano.

      —¿Qué te pasa? Despierta Teresita mía, ¡mira qué niño más guapo has tenido!

      Flora se movía sin cesar de un lado a otro limpiando y recogiéndolo todo y su rostro empezó a denotar gran preocupación cada vez que se giraba para mirar a Teresa. Parecía que había logrado cortar la hemorragia, y era lógico que se hubiera quedado sin fuerzas en una situación así. Pero no le gustaba nada cómo su rostro se iba desfigurando poco a poco con el paso de los minutos y su respiración se hacía lenta y pesada, sabía que algo iba mal. Se acercó a Enriqueta y le miró con rostro serio.

      —Lo siento Enriqueta, pero Teresa se está poniendo muy mal. Tendría que verla el médico cuanto antes.

      Enriqueta la miró desconcertada, como si lo que le acabara de pedir fuera una quimera absurda, pero evidentemente había que conseguirlo.

      —Está bien. Espero no tardar mucho.

      —Ve a casa del doctor Román —le dijo cuando ya salía por la puerta—, dile que soy yo quien le manda venir.

      Salió de allí disparada corriendo calle abajo. A pesar de la oscuridad, Enriqueta avanzaba a grandes saltos muy deprisa y a punto estuvo de tropezar varias veces. Cuando alcanzó la puerta de la casa del médico, se apoyó en la pared para recuperar un poco el aliento y empezó a golpear la puerta con fuerza. Aguardó un poco, pero el silencio de la noche y el ladrido lejano de unos perros fue todo lo que obtuvo por respuesta. Al poco volvió a llamar.

      —¡Doctor Román! ¡Abra por favor! —gritó.

      Escuchó de pronto un ruido que provenía de la casa de enfrente. Una mujer abrió una pequeña ventana, asomó la cabeza y se la quedó mirando.

      —¿Está el médico en casa? —le preguntó Enriqueta.

      —Que yo sepa no ha salido. ¿Qué te pasa, eres tú la enferma?

      —No, yo no señora Pilar, es mi compañera en casa de los Llançol. Acaba de dar a luz y está muy débil.

      —¿Hablas de Teresa, verdad?

      Enriqueta asintió con la cabeza.

      —Sigue insistiendo, que al final saldrá.

      Y cerró la ventana dejándola de nuevo allí sola frente a la puerta. Golpeó con insistencia una vez más y a continuación, ya desesperada, pegó la oreja a la madera. Parecía que se oían unas voces lejanas en el interior y luego unos pasos que se acercaban, con gran alivio se retiró un palmo de la entrada y esperó. La pesada puerta se abrió y por ella asomó Dolors, la mujer del médico.

      —¿Se puede saber a qué viene este alboroto? —preguntó indignada.

      —Me mandan llamar al médico. Tiene que venir, rápido, mi amiga Teresa se ha desmayado —balbuceaba Enriqueta.

      —¿Qué? ¿Pero cómo te atreves a molestar a estas horas?

      —Escúcheme por favor, de verdad que está muy mal. La señora Flora ha dicho que tiene que verla un médico enseguida —insistió Enriqueta.

      —¡Pues que venga mañana por la mañana a una hora decente como todo el mundo! –respondió ella cortante y seca.

      Enriqueta no daba crédito, aquella mujer no entendía nada. Desesperada, se echó a llorar y se le acercó aún más, implorando.

      —Por Dios señora. ¡Se lo ruego! ¡Ayúdenos!

      —¡Fuera de mi vista malcriada! —le espetó mientras la apartaba de ella.

      Dolors se la quitó de encima con un empujón y fue a cerrar la puerta, pero detrás de ella apareció el cuerpo menudo del doctor Román que se lo impidió para poder asomarse.

      —¿Qué sucede? —preguntó.

      —¡Ay, gracias a Dios! Señor Román tiene usted que venir a la casa del marqués, le necesitamos con urgencia.

      —¿Qué ha pasado?

      —Mi amiga Teresa acaba de dar a luz a un niño y se ha puesto muy mal, doña Flora pidió que le llamáramos. Está desmayada en la cama —le explicó como pudo entre lágrimas.

      El médico conocía el estado de Teresa, la había tratado una vez de su dolorosa enfermedad y vio en Enriqueta el rostro de la desesperación, de modo que supuso que de verdad se trataría de algo muy grave.

      —Está bien —accedió—. Espérame aquí, enseguida vuelvo.

      —Pero qué… ¿no hablarás en serio? —bramó su mujer.

      Él la ignoró y fue a prepararse como había dicho. Dolors fue tras él, refunfuñando.

      —¿Qué harás después cuando te digan que no pueden pagarte? Estos desgraciados siempre hacen lo mismo. Siempre igual, siempre igual… ¡que cruz Señor! —le recriminaba a su marido.

      El médico salió al poco habiéndose adecentado y portando su maletín de trabajo. Los dos conocían bien el camino, de modo que se dirigieron rápidamente a su destino calle arriba caminando en silencio.

      La estrecha habitación en la que Teresa había dado a luz se había quedado un poco pequeña. Un grupo de vecinas y otras sirvientas de la casa

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