Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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Le hubiera encantado poder compartir este sueño con su sobrino. Pero Sebastián, obviamente, llevaba su propio ritmo. Aprendió poco a poco y con bastante esfuerzo a leer y escribir en latín y en lengua común, un privilegio que estaba reservado solo a unos pocos y al que él de otra forma jamás habría podido tener acceso. Pero aparte de ese y algún que otro mérito en las lecciones básicas, no destacaba por ser un buen estudiante ni por tener una voz melodiosa en el coro, más bien era bastante mediocre. Y para más inri, le había costado demasiado trabajo memorizar las principales oraciones del culto diario.
En definitiva, el guardián Fray Antonio, como otros muchos, no estaba nada convencido de que el joven Sebastián pudiera llegar a estar algún día preparado para tomar los hábitos y veía inútil que prosiguiera en el monasterio con el noviciado. Pero Sebastián todavía contaba con firmes aliados y defensores de su causa, como el propio Fray Alejandro, que no consentía objeciones al hecho de que el niño prosiguiera su formación. Aquel mismo día, después de Laudes, Fray Antonio convocó al hermano Alejandro a una reunión privada en su despacho.
—Alejandro, el episodio de hoy ha sido bochornoso. Lo pasaría por alto de no ser porque forma parte ya de una larga lista de desatinos e insubordinaciones —empezó a decirle.
—Lo sé padre, no sabe cuánto lo lamento, le pido disculpas por ello.
La mirada reprobatoria de Fray Antonio permanecía impasible, ajena a cualquier tipo de propósito de enmienda o excusa.
—Yo… le juro que el chico ha aprendido la lección —insistió Fray Alejandro.
—No se trata de eso Alejandro, no puede ser que tengas que estar tú detrás de él a todas horas. La vida monástica requiere de una dedicación espiritual personal, de una convicción muy profunda, sin fisuras —sentenció.
—Dele un poco más de tiempo padre, se lo ruego. Cuando sea un adulto y haya alcanzado la suficiente madurez intelectual será capaz de decidir, con la ayuda de Dios, cuál ha de ser su camino en esta vida. Mientras tanto nuestro deber es protegerle, cuidarle e instruirle como lo venimos haciendo hasta ahora. Recuerde que ya debatimos esta cuestión en su día hermano Antonio —le decía como respuesta a sus objeciones.
Pero Antonio negaba con la cabeza.
—No es así como funciona, y tú lo sabes, el que viene aquí es porque siente la llamada de Dios, y no al revés.
El hermano Antonio terminó aceptando una vez más las disculpas y excusas de Alejandro a regañadientes y le dejó marchar, zanjando la cuestión por el momento.
Alejandro achacaba la falta de motivación de Sebastián al hecho de que no había conocido otra vida fuera de los muros del monasterio. Y a fin de cuentas, ¿qué otra cosa se podía esperar de un niño que pasaba el día encerrado en un mundo tan estricto? La vida en el monasterio no estaba pensada para cubrir sus necesidades, sino las de un adulto. Pero la vida en comunidad no se limitaba solo a orar y rezar, y como Sebastián mostraba más interés por tareas cotidianas que por el estudio, decidió que pasara más tiempo ayudando a los hermanos legos. Consintió que con frecuencia acompañara a Anselmo en la cocina o al hermano Jerónimo, que era el encargado del cuidado del pequeño huerto situado en el patio trasero.
III
En el monasterio de Sant Esperit, el otoño era el momento de la recogida de la garrofera, y todos los monjes participaban en ella. Este árbol tan particular de esta zona del mediterráneo tenía una importancia primordial para los pueblos de la sierra, pues su aprovechamiento formaba parte esencial de su sustento. Tras su apariencia pobre e insulsa, se escondía una considerable variedad de utilidades. Empezando por su madera, que era fuerte y compacta y era muy buena tanto como combustible en invierno como para la construcción de muebles y aperos. De su corteza se extraía también su resina, que era conocida como excelente tintura de color negro para lana o algodón y su flor era también apreciada por las abejas para la elaboración de miel.
El fruto, las hojas y la misma corteza eran usadas popularmente con propósitos medicinales, ilustres médicos y expertos boticarios habían descrito sus bondades y los utilizaban para la cura de muchas afecciones del cuerpo. La algarroba, o garrofera, con esa forma tan fea de vaina marrón, era un fruto comestible y muy nutritivo. A más de uno le había salvado la vida en el monte cuando no tenía otra cosa que echarse a la boca. Pero sin duda el uso principal de la algarroba era aprovecharlo como alimento para el ganado. En los meses de invierno se le daba a los cerdos, las ovejas y las mulas.
Una mañana fría, Fray Jerónimo y Sebastián se echaron al monte, armados con enormes capazos de esparto emprendieron la tarea de recoger garroferas acompañados por otros dos frailes y por su tío Alejandro, que solo lo hacía para disfrutar del paseo matinal. Sebastián agradecía mucho estas salidas al aire libre, pues la vida dentro del monasterio era sumamente aburrida y repetitiva. Los hermanos legos solían organizarlos de tanto en tanto por diversas cuestiones necesarias.
Internados ya un poco en el bosque, Sebastián, que como siempre iba ensimismado en su mundo algo rezagado, descubrió un conejo que asomaba tímidamente de su madriguera. El animal movía la cabeza deprisa y se agitaba nervioso, pero no le había visto ni detectado su presencia, de modo que se quedó inmóvil esperando que la criatura se mostrara por completo. Justo entonces se oyeron unos pasos tras él haciendo un estrepitoso ruido sobre la pinocha seca y el conejo se volvió a meter en su guarida a la velocidad del rayo. Maldijo para sí al incauto monje que le había privado de poder ver al precioso animal dando saltos en libertad. Se giró y descubrió entonces que detrás de él no había ningún monje. Allí estaba ella, clavándole aquella hechizante mirada mitad dulce mitad traviesa que le hizo olvidarse por completo de cualquier intrascendente suceso anterior.
Era una chica, de eso no había duda, una muchacha muy joven, aunque intuyó por su silueta que era algo mayor que él. Estaba también recogiendo garroferas en una gran cesta y permanecía inmóvil, plantada delante de él. La diferencia era que, al contrario que Sebastián, ella parecía más divertida que asustada o asombrada.
—Hola —le dijo.
Aquello sí que sacó definitivamente a Sebastián de su ensimismamiento, no imaginaba siquiera que se fuera a atrever a hablarle.
—Hola —balbuceó.
—Me llamo Isabel.
—Yo Sebastián.
Aquella abrupta presentación pareció darle pie a acercarse un poco más a él. Lo miró de arriba abajo como si observara a un animalillo pequeño con ojos curiosos.
—¡Caray! Eres un monje muy joven, ¿no? —le dijo con todo el descaro del mundo.
—No soy monje, todavía —respondió Sebastián manteniendo la compostura.
—Pero imagino que vives en el monasterio.
—Sí.
La chica pareció conformarse con sus escuetas respuestas y se animó a seguir con la conversación.
—Yo vivo en aquella casa de allí —le dijo mientras señalaba en dirección a una loma tas la cual se entreveía la columna de humo de una chimenea.
—Mi padre y yo cuidamos de un pequeño rebaño durante el invierno —prosiguió.
Sebastián, acostumbrado a las rígidas normas del monasterio,