Milagro. Alicia Dujovne Ortíz
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–Desde que empezamos a construir las casas yo dije “la mujer a la par”. Mirá, acá tenés a otra compañera detenida (no recuerdo si me nombra a Mirta o a Gladys) que al principio trabajó en nuestro taller de costura, pero cuando comenzaron las obras dejó la aguja para agarrar la pala de albañil.
El tema femenino está agotado, ¿para qué decir más? Milagro le está corriendo una carrera al tiempo. Visiblemente. Cada uno de sus gestos lo proclama. Pienso en Evita, he trabajado durante años para tratar de entenderla, he escrito sobre ella, aunque de otra manera (no es lo mismo apoyarse en testimonios acerca de una muerta que tener al personaje ante los ojos, verlo sufrir en vivo). Ahora su recuerdo surge sin que nadie lo llame, y seguirá surgiendo a medida que descubra a Milagro. Evita siempre usaba esas mismas palabras, “una carrera contra el tiempo”; ella porque tenía un enemigo que no esperaba llamado cáncer, Milagro porque tiene un gobernador que hace las veces de enfermedad mortal.
Después se lanza a hablar. Elimina sistemáticamente todas las consonantes finales, tal como lo hace el pueblo de su provincia y de varias otras. Quizás sea también un modo de abreviar, se ganan algunos segundos diciendo “vo” en vez de vos, “comé” en vez de comer. Lo que me quiere contar es esto y hasta el final no para:
–Nosotros hacíamos trabajo asistencial, por cuenta nuestra. Yo desconfiaba del Estado. Mirá Menen, si no, que es peronista y morocho y sin embargo vendió el país. (Evito objetarle que el presidente Menem, responsable de ese liberalismo salvaje que hundió en la miseria a los muchachos de José León Suárez, o a los de Jujuy, es morocho por árabe, no por indígena). Un día sube Néstor y me llama. Sí, Kirchner. En 2004. Lo han elegido un año antes, parece que se mueve, que hace las cosas bien. Yo lo discuto con la gente de la asamblea, en la Tupac: que el presidente de la Nación me propone ayudarnos y que qué hago. La gente dice: “Si él nos quiere dar que nos dé, pero nosotros con la política nada que ver, todas mentiras”. Voy a la residencia de Olivos, Néstor me pide que lo tutee, yo le contesto “¡pero no, qué lo voy a tutear si usted es el presidente!”, y ahí nomás le vengo con que si la propuesta es por los votos no me interesa, además Jujuy es chiquita, qué votos va a ganar. “Te entiendo –dice Néstor–, pero no voy a pedirte nada. ¿Vos amás a tu patria?”. Me lo quedo mirando (no puedo reprimir una sonrisa ante la imagen de una Milagro minúscula junto a un Néstor Kirchner de elevada estatura, blanco, bizco y narigón, siempre con su traje cruzado, a cuadritos, y su sonrisa alegre, un Néstor Kirchner en su momento glorioso, inesperado ganador de las primeras elecciones después de aquella crisis de 2001 en la que el pueblo gritaba en la Plaza de Mayo: “¡Que se vayan todos!”). “¿La patria? Cuando vinieron los colonizadores no había patria ni frontera –le digo–, yo soy de América”. “Te entiendo”, me repite, y entonces me lo larga de golpe: “¿Querés hacer viviendas?”. “Sí”. “¿Tenés cooperativas, tierras, ingenieros?”. “Sí, claro”. ¡Y no tenía nada!
Aunque esta vez la comparación parezca traída de los pelos, ahora me acuerdo de Teresa, otra mujer a la que también le consagré unos cuantos años. Teresa de Ávila, la santa marrana, la Doctora de la Iglesia que ocultaba bajo el manto a un abuelo judío, la que construyó catorce conventos “sin blanca”, como ella misma confesaba, esto es, en argentino, sin un peso. Teresa, con Milagro, se habría entendido de maravilla, y las dos, con Evita. En todo, virtudes y defectos, ¿acaso la Madre Superiora no caminaba como la dirigente indígena, revoleando los hombros, acaso no desafió a la Inquisición tal como Milagro desafió a ese poder que se la tiene jurada? Con más diplomacia, eso sí. A Teresa en la astucia se le notaba lo marrano, Milagro es “calentona” –se lo digo y lo acepta muerta de risa– y, testaruda, no da el brazo a torcer.
–Néstor me dice que vaya a hablar con el ministro de Obras Públicas. Llego y no está. Me atiende un gordo enorme que me dice: “¿Qué querés, negrita?”. Yo: “Néstor me prometió 600 casas”. “No sé, no puedo, dejame pensar”. “Al Perro Santillán bien que se las dieron, las 600”. (El Perro, ese otro dirigente jujeño al que Milagro le quitó el papel principal, dejándolo como figura secundaria, cosa que nunca perdonó). “No seas chusma”, me dice el gordo. “Bueno, ¿me vas a dar o no? Si no, me voy”. Y me fui. Ya estaba en el aeropuerto cuando suena el teléfono. Néstor. “¿Qué pasó? Venite a Olivos”. “Nada de Olivos, no voy a perder mi boleto de vuelta”. “Yo te lo retribuyo”. Fui, él me volvió a prometer lo que me había dicho y me volví a Jujuy para armar las cooperativas.
“Imposible juntarlas antes de dos meses”, me explican. Pero yo no puedo esperar, tiene que ser ahora, ya. Raúl trabajaba en las cooperativas del Banco Credicoop (un banco solidario que pertenece al Partido Comunista). En unos días consigo las cincuenta cooperativas, viajo de nuevo a Buenos Aires con una caja enorme llena de papeles, falta algo, lo hago, lo fotocopio. Y así empezamos.
Bruscamente se va. Me ha dicho lo que tenía ganas de decir, ahora pasa a otra cosa. Es urgente que vaya a hablar con alguien a quien tampoco le dedicará más de algunos minutos, ella tiene que ir picoteando de grupo en grupo, no aguanta estar de a dos, siempre de a muchos. Aun a riesgo de cansar, me veo obligada a repetir “Evita”, esa gitana, esa bohemia acostumbrada a vivir en tribu que tampoco soportó nunca la soledad.
Mientras espero al Diablo en la puerta de la cárcel –pese a su sobrenombre, Iván es un muchacho tranquilo, nada diabólico, alicaído pero fervoroso, un tupaquero de alma obligado a hacer changas como chofer “por no venderse a Morales” como lo hicieron otros–, me quedo pensando en Kirchner, en su percepción, en su olfato. La crisis de 2001 que él logró resolver, por lo menos en parte, al asumir la presidencia en 2003, llenó los barrios pobres de infinitas Milagros. Ella estuvo lejos de ser la única: durante mi recorrido por “el país de los cartoneros” conocí a varias. Lorena Pastoriza, Alicia Duarte, mujeres cacicas que construyeron centros comunitarios y culturales donde se dictan talleres de poesía, de teatro, todo junto a la basura y por encima de la basura. ¿Entonces por qué Kirchner se quedó con Milagro, cómo la descubrió cuando recién comenzaba, a sus escasos cuarenta años, qué advirtió en la “negrita” para que decidiera darle tamaño apoyo?
Para abreviar, y porque la célebre grieta nos conduce a eliminar sutilezas y a aceptar la polarización como una fatalidad argentina, suelo declarar que nunca fui kirchnerista. En realidad, sí, al principio, justamente en la época a la que se refiere Milagro, cuando Néstor apareció de repente con su idea de la transversalidad, una línea, decía, que recorriera en forma oblicua varias tendencias, varios partidos, incluyendo al radical, ese mismo al que pertenece nuestro Gerardo Morales. Qué alivio, pensamos muchos, ¿entonces la verticalidad del peronismo era capaz de reclinarse un poco, a la manera de la escritura barroca, distinta de la clásica porque no avanza en línea recta sino torcida, creadoramente torcida; y esa actitud abarcadora, unificadora, era posible en nuestro país? El sueño duró lo que duran los sueños. Ya antes de su muerte, a la de Kirchner me refiero, el kirchnerismo iba retomando la posición vertical, volviendo a la tradicional división en blanco o negro, sin grises, e impidiendo esas diferencias de opinión que tampoco entre los antikirchneristas viscerales se estilan mucho, ¿aunque acaso en la Argentina existe algo que no transite por las entrañas? Hay una samba que define al Brasil como “un país tropical”, podrían componer algún tanguito que describiera a la Argentina como un “país visceral”, ¿no te parece, Diablo?
No, esto no se lo estoy diciendo al conductor del autito, sentada en el asiento trasero (en próximos viajes me ubicaré a su lado, para charlar mejor y para que no lo acusen de trabajo ilegal), pero lo pienso tan fuerte que a lo mejor