La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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vano intentó argumentar el Gobernador las veces que había propuesto a la Real Audiencia suprimir la prohibición, con resultados adversos. Me sorprendía que Granda se empeñase tercamente en cerrar mi caso por esa vía. Pero intuí que no podía pasar al siguiente punto sin el consenso del Cabildo. Y necesitaba ese consenso desesperadamente; no podía darse el lujo de quedar ingrávido flotando en el aire de dos facciones mutuamente enfrentadas, con sus mezquinas mandíbulas abiertas. Con el paso de las semanas, el agrio debate trascendió al pueblo llano que se aglomeraba en la Plaza Mayor a escuchar la gritería en el Cabildo. Los trabajos urgentes de la provincia corrían el riesgo de verse paralizados por esa pendencia inútil, tal y como un siglo atrás se paralizó por más de un año la pajiza capital con el eterno pleito entre el chiflado gobernador Ocón y Trillo y el petulante obispo don Pedro de Villarreal.

      Fue al final de una sesión especialmente violenta, (en la cual el mismo Mestanza lívido de ira mandó a callar y desbandar con los soldados al populacho, que a través de los postigos seguía la reyerta aplaudiendo o difamando según su bando de simpatía), que Granda se dirigió a la asamblea en tono imperativo para señalar que no podía permitir que este estado de cosas continuase, y que estaba dispuesto a consignar en actas que si el pleno del venerable Cabildo acordaba votar de una vez la resolución sobre si se retomaba o no el juicio contra mi persona, por mi eventual participación en el ultraje de la niña y mi posterior desaparición, él estaba dispuesto a asumir personalmente la impugnación de la prohibición que pesaba sobre el repartimiento de indios. E incluso no dudaría en viajar, personalmente, a la capital del Reino para cabildear el asunto, si tal fuere menester, pues como era de todos sabido, tenía valedores importantes allá, de los cuales uno en particular se había distinguido por su solícita protección a la provincia. El silencio prontamente volvió al Cabildo. Levantada temporalmente la sesión, fui trasladado por primera vez a una celda temporal del mismo, mientras muchas consultas, estiras y encoges, alianzas temporales y salidas y entradas de emisarios, se dieron y se perdieron. En la tarde se abrió la solemne comparecencia final. Todos lucían cansados y macilentos. Era como si el balde de agua fría de la oferta del Gobernador hubiera lavado la energía que la ira dio a los contendientes en las últimas semanas. Se declaró la causa como cosa juzgada y se me exoneró de responsabilidad. El cansancio, el dilatado hartazgo y una diferencia de cuatro exiguos votos a favor me salvaron de mi primera sentencia penal. Cierto, quedaba aún en lontananza el mayor de los combates, pero la cabeza de playa al fin había sido asegurada. Esa noche Antonio y sus cholos me recibieron festivamente, pero de a callado. La noticia de la reapertura del expediente sobre la repartición había caído como navaja de guillotina sobre el ánimo de los franciscanos. Pero esa ya no era mi batalla. Seguía el próximo enfrentamiento y ya tenía yo cavadas mis trincheras. Había logrado con éxito el primer objetivo de todo comandante en jefe: dividir al enemigo. Esa noche dormí regocijado, como un bendito; que los dioses me perdonen la blasfemia.

      VI

       Cortesía del Maligno

      El tiempo volvió a esfumarse de mi habitación, tan pronto la paz retornó al Cabildo. Y con él se fue toda la urgencia y la premura que Granda y Balbín había mostrado. Pero no lo culpo, ciertamente el Gobernador quería ganar tiempo y bajar los enfervorizados ánimos, antes de pasar al segundo asalto. Pero no se trataba, únicamente, de enfriar las almas. Sabiamente, el buen Gobernador también quería enfriar la leyenda que se había tejido en torno a mí, a lo largo de tres desgastantes semanas de conflicto que por poco lograron partir en dos la frágil convivencia de los colonos. Yo era el resurrecto que de la nada aparecía para llevar el caos a donde quiera que fuese, el desterrado del Infierno que todos se morían por conocer. Era legítimo desvanecer ese encanto idiota, e inclusive era conveniente para mis fines, si quería mantenerme simpático a los ojos de los franciscanos que me hospedaban.

      Por ello cancelé mis conversaciones paganas con Juan Manuel y con Gil Castro. No quería complicaciones con los recoletos. El pacto en la audiencia era más que una afrenta, ante todo era una declaración de guerra en toda la extensión del término. Por vez primera desde que llegué, fray Anselmo se dignó a cruzar palabra conmigo. Estaba yo en una animada conversación con Antonio sobre las palizas que le daba yo de joven a sus acosadores, al día siguiente de mi victoria en el Cabildo, cuando la puerta se abrió de golpe y entró él resoplando furibundo.

      —¡Ignoro de qué trucos se ha valido usted o qué pactos ha tranzado con esa gente, don Santiago! ¡Pero sepa que no podrá salirse usted con la suya! ¡Ni usted ni esos nuevos compinches del Cabildo, que por lo visto lo han recibido gustosos como a uno más! ¡No habrá más repartimiento de indios y no habrá más sacadas de indios de Talamanca que no sean dirigidas por nosotros! Los indios serán reubicados para protegerlos de la avaricia de los encomenderos y de rufianes como usted, Sandoval. ¡Nunca para llenarles las arcas ni para ararles la tierra a esos explotadores! Que le quede bien claro, ¡bien claro! ¡Nunca volverá a haber repartimiento! ¡Nunca! ¡Así nos tengamos que ir de aquí y dejarles botado todo esto! ¡Mejor que usted y esos socios que ha hecho por acá lo vayan sabiendo! ¡Ah!, y algo más. ¡Puede usted decírselos de mi parte!– Y dirigiéndose severo hacia Antonio, le conminó señalándole con el dedo–: ¡Antonio! ¡No más tratos con este hombre! ¡Te me vas para tu casa, ya mismo! ¡Juan Manuel y Gil pueden seguir atendiendo a este hombre! Además, no lo veo ya tan enfermo. Creo que perfectamente a partir de mañana puede ser trasladado a la cárcel del Cabildo. ¡Que esté con los de su calaña!– Y acto seguido, salió azotando la puerta, tan intempestivamente como había entrado. Antonio se abalanzó sobre mí llorando, diciendo que su tata cura me estaba juzgando mal y que iba a hablar con él.

      Pero decidí no comprometerlo. Le pedí que mejor se fuese para su casa y que en las semanas por venir sus indios me atendiesen, no sin primero ordenarles, severamente, que no volviesen a repetir usekara al dirigirse a mí, ni sacaran a flotar como lonjas de excremento las estupideces en las que nos habíamos estado regodeando las últimas semanas. Así transcurrieron lánguidos días de tedio, esperando la amenaza de traslado al Cabildo, que nunca se concretó. Sospeché que la airada reclamación del franciscano llegó a estrellarse contra la resolución del Gobernador y sus lugartenientes, respaldada también por los curas seculares de don Diego de Angulo. No temería inclusive afirmar que al enérgico franciscano se le llegó a intimar que no tocase el tema en sus prédicas, toda vez que recordaba cómo los superiores provinciales prohibían severamente comentarios en el púlpito que pudiesen acarrear serios disgustos con el gobierno secular, que al fin y al cabo era el que los protegía con la espada y el arcabuz. Pero el miserable supo vengarse. La ración de agua y comida se redujo a la mitad, mientras los insumos para mi aseo también decrecieron. Preferí aguantar el martirio y hacerme de la vista gorda. Debía ganar la segunda audiencia, el juicio por el desastre de la goleta y no abrir más frentes de guerra por el momento.

      La inactividad del Cabildo en materia de don Santiago de Sandoval y Ocampo, se prolongó hasta la última semana de setiembre. Sospechaba que además de enfriar las cosas, quería don Lorenzo en la medida de lo posible dar arranque a la segunda audiencia junto con el inicio de las lluvias de octubre, las más fuertes del año. Buena decisión de estratega. A diferencia de las aguas de mayo y junio, que prenden en fuego el cielo durante las mañanas para apagar el brasero por las tardes, las lluvias de los últimos meses del año en mi tierra perseveran a lo largo del día y de la noche, siendo las horas matutinas las más castigadas. De darse la audiencia en las mañanas, el vendaval mantendría a los curiosos alejados de las rendijas del Cabildo. Pero no dejaba yo de intuir el desenlace final con gran preocupación. Probablemente, no se complicarían mucho y le tirarían la brasa a Guatemala, para que ella decidiese. Me pudriría en el calabozo por años antes de que algún avispado burócrata se interesara por mi caso. Y eso me angustiaba. Necesitaba nuevamente algún hecho fortuito por cortesía del Maligno, que inclinara la balanza en mi favor.

      El día de la audiencia al fin llegó, en la última semana de setiembre. El pobre y anciano gobernante demostraba los efectos de la tensión de las semanas pasadas. Farfullaba más de lo habitual y si bien sabía hilar sus pensamientos, por momentos parecía que le costaba

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