La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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designaba la congrua de un novicio de órdenes menores, proveniente de uno de los valles circunvecinos y recomendado por el provincial de la orden a la cual mi tío se encomendaba. La condición que se le imponía para disfrutar de ella era radicarse temporalmente en el convento del señor San Francisco y enseñarme la cartilla y las primeras letras, amén de los rudimentos religiosos, en ausencia de una escuela de párvulos adecuada.

      A mi abuela, segunda esposa de don José de Sandoval, y a quien mi tío siempre le profesó una simpatía que con su hermano tenía que forzar mediante el ariete de la falsedad, le heredó varias propiedades en el casco central de Cartago, así como una esclava angola, prontamente vendida para financiar los negocios de mi abuelo, y una joven y hermosa esclava mulata de piel más clara, la cual residía sola en la Puebla de los Pardos y que fue designada para mi cuido y crianza, además de atender a la precaria salud de mi abuela, dándole alivio a mi madre, que podía entonces dedicarse en cuerpo y alma a sus extenuantes devociones religiosas.

      Así, al poco tiempo don Alonso de Sandoval murió para el siglo y dejó de existir en el silencio del claustro, con el espíritu tranquilo de quien sabe que ha arreglado todos sus negocios terrenales en vida. Suelo imaginarlo frotándose las manos, satisfecho y feliz de haber dejado en las manos volubles de la Providencia el menor encargo posible. Su sobrino carnal e hijo afectivo quedaba cobijado bajo buen alero: el novicio se encargaría de cultivar mi mente y formar mi espíritu, para cuando ingresase a la carrera sacerdotal, amparado por la dotación heredada. La joven y dulce esclava velaría por mi cuerpo y mi salud física. Carne y alma quedaban así a buen recaudo y debidamente encaminados. No se le podía pedir más a la vida. Lejos estaba el buen viejo de imaginar los dos tizones al rojo vivo que había estampado en mi piel y en mi corazón, los primeros de muchos que me marcarían y condenarían para el resto de mi existencia.

      III

       Edén en penumbra

      Era el proverbial niño torpe y pelele de la aldea, de eso no había duda. Inseguro por crianza, prometido al claustro para salvar almas ajenas, fui el espíritu equivocado en una aldea equivocada, pródiga en golfos, chiquillería torpe y sucia que cuando no le arañaban el sustento a la tierra junto a sus mayores, se entretenían en toda clase de tropelías y vicios. A pesar de vivir encerrado entre la casona de mis abuelos y la sacristía de la joven iglesia, tuve mis oportunidades para escaparme a las furtivas invitaciones de esa caterva de pelmas, muchos de ellos parientes cercanos, que luego habría de lamentar profundamente. Solo Antonio, apocado y mustio primo mío, me seguía como perrillo faldero. Era el único que, por razones que aún ignoro, me consideraba su dios, su hermano y su protector, aun cuando presenciase día con día las gratuitas palizas que me propinaban los desarrapados hijos de la venerable capital de provincia.

      Fornido y apuesto como era, pero temeroso, con una incipiente educación por encima de mis congéneres y para variar, de los pocos del pueblo que podía leer y escribir fluidamente a pesar de su corta edad, fui el objeto de las innumerables bromas y vejaciones de esos facinerosos. Solían emboscarme en sus juegos para arrancarme la ropa, darme de moquetes y avergonzarme entre todos, con el llanto de fondo de mi escuálido primo. Volver lloroso y sangrante a la casa familiar significaba ser nuevamente castigado por mi adusta madre y mi severo abuelo. Solo la joven y hermosa mulata era quien me recibía, me consolaba, me curaba las heridas y me bañaba. No noté en esos momentos de cuido y protección las profundas miradas que dirigía a mí y a mi cuerpo. Fue entonces cuando comenzó todo.

      Una noche silenciosa y solitaria que se quedó en casa para velar por mí durante unas fiebres, oí sus pasos quedos en mi cuarto y subrepticiamente se deslizó bajo mis mantas, susurrando a mi oído que no tuviera miedo. Pasando levemente sus labios por mi oreja, mientras deslizaba sus manos bajo mi camisón, comenzaba a acariciar mi sexo, hasta lograr un tímido despertar en mi incipiente hombría. El éxito de esa primera incursión nocturna la hizo más audaz y con el tiempo su lengua y su boca sustituyeron a sus manos. Yo me quedaba quieto, paralizado, esperando a que ella terminara, hundido mi rostro entre sus piernas o sus senos casi púberes, con una angustiosa eternidad por delante. Con voz temblorosa intentaba calmarme, repetía que me amaba, que todos en mi casa la maltrataban y se sentía sola en su choza inmunda de los Pardos; que solo yo la quería y la respetaba mostrándole afecto y que todo eso lo hacía por amor y para corresponderme, pues no tenía familia que la arrullase ni hombre que la complaciese, tan grande y profunda era la necesidad que ella decía sentir de ambos. Una vez me pidió que hiciera lo mismo entre sus piernas y yo me negué aterido de miedo. Solo al ver mi expresión de terror, entró por primera vez en conciencia de lo que hacía y comenzó a llorar tenuemente, pidiéndome clemencia, acomodándome el camisón y alejándose. Las noches de vela de mi madre en la iglesia, o de recaída en la enfermedad de mi abuela, no eran sino nuevas oportunidades para alternar la seducción y la culpa, gemidos y llantos ahogados.

      Veo ahora las sonrisas lúbricas en los rostros de todos ustedes y sé bien lo que están pensando. Me envidian. Me envidian porque consideran un don divino ser iniciado por una mujer joven y hermosa pero experimentada, una criatura sumisamente devota y sin el arnés del pudor. Quizás así lo pensé yo también en algún momento. De hecho, fue así como lo pensé. Ahora tengo claro que lo fue todo menos un regalo del cielo, maná endulzado con ponzoña que no tuve más opción que deslizar por mi garganta. El diurno afecto que sentía por su cuido y protección, se hacía añicos ante sus rictus de húmedo acoso nocturno. La ternura que me invadía en el día al protegerme de mis atacantes o de la sequedad de mis parientes, cedía en la noche a una inconmensurable sensación de asco cuando se iba de mi lecho; asco hacía mi cuerpo, asco hacia mi piel, asco hacia lo que era yo, asco hacia toda piel humana. Ese asco ya nunca me abandonaría. Pero aún hay más, si lo que quieren es seguir masturbándose bajo la mesa.

      Pronto empeoró la salud de mi abuela, debiendo la mulata dedicarse no solo a mi cuido, sino a los quehaceres de la casa, pues una tía velaba por la enferma. Ello implicó su traslado desde la Puebla y su permanencia nocturna en mi cuarto, durmiendo en el suelo. Mi baño siempre era una de sus obligaciones diarias, pues a diferencia del resto de la familia, un monaguillo y futuro sacerdote debía siempre estar acicalado y pulido, listo para lucirse junto a las mejores poltronas de la casona. El baño era uno de los actos más solitarios, pues lo hacía en mi cuarto, lejos de miradas indiscretas, en una vivienda prácticamente vacía por las mañanas. En esos menesteres comenzaba nuevamente a acariciarme, hasta que lograba en mí la respuesta que a ella tanto le deleitaba ver. Era entonces cuando me sonreía y me decía entusiasmada que cuando creciera iba a convertirme en un gran hombre, fuerte para ser el amo y señor de las mujeres, listo para complacerlas en la cama y para disciplinarlas en el hogar, que jamás nadie se atrevería a ponerme un pie encima y que la llevase conmigo cuando así fuera el momento.

      Con el tiempo mi cuerpo fue creciendo desmesuradamente. Y con él, mis tímidos devaneos de resistencia. A sus requerimientos nocturnos me volvía contra la pared descascarada y no había fuerza capaz de lograr que yo abriese las piernas o le tendiese los brazos. Se devolvía entonces llorando a su sucio tapete en el piso. Aguijoneado por la culpa, me bajaba de la cama para acostarme a su lado y abrazarla. Con voz entrecortada por los sollozos, nuevamente me decía que me amaba, pidiéndome perdón y repitiendo que estaba asustada porque sentía como me iba perdiendo. Pronto, el fardo de miedo y remordimiento comenzó a hacer estragos en sus emociones. Varias veces la acompañé a traer leña a los predios de mi abuelo, fuera del casco de la ciudad. Ya lejos de toda vista, se arrojaba al suelo mesándose los cabellos, repitiendo que no merecía mi amor y me obligaba a pegarle con uno de los troncos recogidos, envuelto eso sí en su rebozo dominguero para evitar cortes en la piel. Gracias a la reticencia de mis manos, engrilletadas por el gélido sudor del miedo, nunca pasaron de leves palizas, fácilmente enmascarables como caídas de árboles apeando frutas o pasos en falso sobre el borde de las acequias. Exhausta y adolorida, terminaba abrazándose a mis pies y dándome las gracias una y otra vez, por haberla redimido.

      Extraña criatura surgida de un Edén en penumbra, aún hoy el pudor me vence y no acierto a pronunciar

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