La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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Un par de dientes desperdigados violentamente por el suelo convencieron a los mozalbetes cartagineses de que era imposible meterse con él y escapar con impunidad a mi saña. Pero después de todo, era la nuestra una provincia pacificada a punta de aburrimiento siglo y medio atrás, sin indígenas belicosos a los cuales combatir, sin oro del cual despojarlos y con piratas condescendientes que preferían llegar en son de contrabando, salvo cuando sus jefes europeos les ordenaban lo contrario. No había muchos enemigos dignos a quienes batir. Solo quedaban las reyertas constantes de campesinos insumisos y embriagados, reyertas que no estaba de más provocar subrepticiamente.

      Cuidé mucho eso sí de que mis desmanes privados nunca colisionaran con mi servicio activo. En ello, la disciplina imbuida por mi abuelo dio sus frutos. Mientras la mayoría de los hombres suelen alardear de su primera experiencia sexual, yo –que ya había tenido mi primer y desagradable encuentro con la intimidad– atesoré en mi alma la ocasión en que le disparé a un hombre por primera vez, a los trece años de edad y en una de las tantas y desordenadas fiestas patronales que pululaban en los arrabales del villorrio. Mi atacante, indígena alcohólico y mendigo sin hogar, confiado en mi poca edad se abalanzó con su herrumbroso puñal en mano, sin poder dar más de tres pasos antes de que mi trabuco obediente lo tumbase en el suelo.

      La inaudita osadía de un mocoso de trece años en uniforme, junto a mi porte altanero y la temprana ferocidad de mi cicatriz, hizo que el pelele de otros tiempos fuera rápidamente olvidado. Caudillo e íntimo de desaforados, amigo de contrabandistas audaces y buscapleitos, lo tenía todo. Mi halo de joven precoz en uniforme desvencijado me precedía y nunca necesité la fuerza para tomar lo que mi capricho de previo hacía mío; antes bien, todo me era ofrecido. En los desmanes y orgías de la casa de la Cofradía supe saciar mi sed de riña y de cuerpo de mujer. Conocí a madre e hija y pude darme el lujo de comparar. Pero nunca abordé a ningún hombre: veía en todos ellos al novicio.

      Mi mulata me había enseñado las artes que según ella, agradaban a las mujeres, pero pobre ánima en sequía de afecto nunca pudo instruirme, porque no lo comprendía, en la pureza de un sentimiento sin tener que invadir el cuerpo ajeno. Yo creía a pies juntillas que la fuerza bastaba para satisfacer a las mujeres. Mis compañeros de cuartel y de juerga por lo visto también creían lo mismo. Y esa certeza sería nuestra perdición.

      VII

       El espectro más vaporoso

      Meses antes de cumplir mis catorce años, el obispo de Nicaragua y Costa Rica, Monseñor Bravo de Laguna, anunció su visita pastoral a mi desarrapada tierra. Su llegada fue precedida en meses por su oidor personal e íntimo amigo, poderoso hacendado dedicado al cultivo del añil en Nicaragua y que venía no solo para ofrecer soporte administrativo a la visita pastoral, sino también para colaborar con el juicio de residencia del Gobernador, quien ya finalizaba su cargo. Colocados en una de las mejores casas posibles, en las cuadras más alejadas pero dignas del centro, fueron el recién llegado y su esposa toda actividad para preparar el arribo de Su Ilustrísima, en cuyos preparativos participó mi madre asiduamente, a pesar de la desmejora en su temperamento por culpa de mis deslices y el abandono de mi carrera religiosa.

      Los visitantes y sus dos únicos sirvientes se instalaron lo mejor posible en la casa puesta a su disposición. Pero lo que desde el inicio obsesionó el corazón de la jauría masculina de Cartago fue su hermosa hija, de mi misma edad y ahijada dilecta del Obispo, belleza singular que desde ya había sido ofrecida en matrimonio al hijo de otro poderoso prebendado del norte. Pasaba la doncella la mayor parte de su tiempo acompañada de su anciana nodriza, practicando sus devociones, bordando, leyendo o colaborando en las labores de la casa. Yo conocía con todo mis límites, sabedor que ella estaría fuera de mi alcance, pues temí en mi fuero interno contrariar aún más a mi madre. Pero mis compañeros de escuadra llegaron al tácito acuerdo de que se trataba de la presa perfecta, fruta propicia de un huerto al cual solo bastaba estirar la mano.

      En mi desconocimiento –a pesar de todo desconfiaban de mi edad– vandalizaron clandestinamente la residencia de los visitantes. Ante el temor que el extraño acto reportaba y en vistas de la relativa soledad de la residencia, el padre de la niña solicitó ayuda al Gobernador, quien no deseando contratiempos ni en su juicio de residencia ni en la visita de Su Ilustrísima, no tuvo reparos en aceptar el consejo y la oferta de mis compañeros de armas y coordinar con ellos guardia permanente ante la casa en cuestión.

      Era ya vísperas de partir una numerosa comitiva, que incluía al Gobernador, los padres de la muchacha, lo más selecto de la sociedad cartaginesa y lo menos rudimentario de la compañía de arcabuceros. Su objetivo sería esperar la caravana de Su Excelencia en la ciudad del Espíritu Santo de Esparza y acompañarle hasta la capital de nuestra provincia. La permanente escolta de los fieles agentes del orden era la mejor garantía de seguridad para una mujer joven y su vulnerable cuidadora, en una ciudad que se despoblaba entre semana.

      A pesar de mis enfervorizadas súplicas, el Gobernador no me llevó consigo. Lo bien que hubiera hecho. A fuerza de ruegos, mi madre le convenció de que no le acompañase, por lo cual me había ausentado a disgusto de casa por una semana, pernoctando en las caballerizas del Cabildo. Fui asignado al relevo nocturno de la guardia en la casa de los visitantes. Todo lo demás fue en apariencia fácil para mis compañeros, caterva de idiotas nada acostumbrados, al igual que yo, a que una mujer tuviera muy buenas razones para decirles que no. Transcurrió una estudiada semana de monótonos y constantes relevos de centinela, lo cual terminó de persuadir a las residentes de que la normalidad había vuelto y no había nada de qué preocuparse.

      Debía yo tomar mi turno de guardia y llegué antes del anochecer, extrañándome de encontrar los cinco restantes caballos de nuestro destacamento amarrados frente a la casa, cuya puerta estaba abierta de par en par. La nodriza yacía amordazada en el suelo de una sala vapuleada sin misericordia, con una fea herida en la cabeza y el espanto en los ojos. Los gritos ahogados me guiaron hacia el granero, sin detenerme a auxiliar a la anciana mujer. Aprovechando la impunidad que la ocasión brindaba, habían reducido a la impotencia a la joven dama a punta de bofetadas. Los jirones de ropa ya no alcanzaban a cubrir el pudor de su entrepierna, en la cual mis compañeros de caballería estaban a punto de solazarse, enloquecidos por el licor rasolé que habían empezado a consumir desde horas antes del desaguisado.

      La niña clavó su despavorida mirada en mí, suplicante de ayuda. Fue entonces cuando emergieron desde el abismo sin fondo que ya era mi corazón, los ojos aterrorizados de la mulata al ser arrancada de nuestro hogar. Contra todo pronóstico y para la sorpresa de ellos, me les fui encima a punta de culatazos, pero pobre mozo imberbe al fin y al cabo, era poco lo que podía hacer contra cinco mocetones jóvenes, por muy ebrios que estuviesen. A punta de patadas y puñetazos, pronto fui un guiñapo inconsciente a la par de ella... Me desperté cundido de heridas, con la ropa desgarrada y sangrante. A mi lado la joven yacía también, desvanecida y sin ropa. Asustado y lloroso, me vestí lo mejor que pude y salí corriendo a trastabillas en la fría oscuridad de la madrugada.

      Años después me enteré que no los detuve a tiempo. Uno de ellos, ignoro quién, logró insertar su fétida semilla y la niña quedó embarazada. Abajo se vendrían los planes de matrimonio con una de las mejores familias de León. Se le cuidaría lo mejor posible en Cartago mientras diera a luz, para luego ser depositada en algún convento de su tierra natal. Su estado empeoró conforme avanzaba su embarazo y después del alumbramiento, no se le permitió atender al bebé, dado su deterioro emocional.

      En un descuido de la servidumbre, tomaría al niño para ahogarlo en la acequia cerca de su casa. El cuerpecito flotante fue rápidamente encontrado, pero no fue sino hasta muy avanzado el frío ceño de la madrugada que a ella la hallarían, deambulando por el cauce del río, con la ropa marchita y los pies destrozados por las piedras. Ajena a sí misma, preguntaba bañada en llanto si habían visto a su criatura. Su vida se consumiría lentamente en el convento al que la destinaron, cuidada por las monjas de las que llegó a ser su espectro más vaporoso.

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