La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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para propios y extraños de lo que era yo capaz.

      Me gozaba en la sucesión de cuerpos y de pieles que pasaban por las camas de mis burdeles predilectos en tierra firme, ristras de promesas de amor eterno y llantos de separación, de reproches y de burlas cuando la desengañada del caso hacía alarde de violencia física contra mí. Dos o tres de ellas clamaron en algún momento llevar el fruto de nuestros encuentros en su vientre. No dudo que dijeran la verdad. Pero una bolsa de monedas y una promesa de retorno nunca cumplida, las tranquilizaba lo suficiente como para abordar mi barco de vuelta al mar y abandonarlas en el olvido. De todas formas, mi mulata me había preparado para ser amo y señor de todas ellas. Y el entrenamiento había sido impecable. Estafando dóciles beldades en la cama y ajusticiando corsarios pagados por los rivales del Imperio, dejé ir las hojas del calendario con la certeza de haber encontrado mi lugar bajo el sol. Pero pronto los males del Viejo Mundo me encontrarían en estos mares olvidados para trabar amistad conmigo.

      III

       La fiera de Kallinicos

      Los años pasaron, dulcemente cobijados por las piernas de mis prostitutas favoritas en los lupanares de La Habana y Puerto Rico. De la Peña se había retirado y mandaba yo mi propia compañía de infantería. Era el capitán de guerra Nicolás Salgado por derecho propio y mi batallón de soldados era el más requerido por los capitanes de navío cuando los fardos eran valiosos, cuando transportábamos gobernadores encopetados o cuando debía unir mi cuerpo de infantes a los de otra formación, para desalojar maleantes de agua dulce en algún perdido islote.

      Al estallar la Guerra de Sucesión Española, por la muerte de Su Decrépita Majestad Carlos el Hechizado, me tocó también proteger cargamentos de plata provenientes del Virreinato de Lima, trasvasados a Tierra Firme y desde allí hasta La Habana, para partir en galeones hacia España, a fin de ayudar al nuevo monarca, Felipe V el Animoso, heredero de un imperio exhausto y consumido por la bancarrota, contra los rivales que deseaban arrojarlo de su flamante y piadoso trono. A cambio de los invaluables fletes que vimos perderse en el horizonte hacia la Madre Patria, el Imperio en retribución nos empezó a enviar a toda la escoria que defenestraba por su cobardía o su incompetencia en la defensa del solio ibérico, inmundicia en exceso abyecta como para malgastar un patíbulo en ella.

      Entre la hez, me hice gran amigo de un murciano degradado, viejo administrador de presidio en el reducto español de Mazalquivir, caído en desgracia y desterrado al Caribe por su negligencia al defender la plaza ante el bey de Argel en plena Guerra de Sucesión, con cuya soldadesca había confraternizado en grado extremo. El corrupto y lascivo matusalén, patético remedo del viejo Pitt, era un adicto consumado al opio, con el cual lucraba opíparamente en su tierra natal y cuyo comercio, de maneras que desconozco, había sabido traer consigo a La Habana, merced a sus espléndidos contactos en la Flota de Indias y a sus fieles proveedores en el norte de África. Agradecido por mis buenos oficios al introducirlo en lo más selecto de las ramerías locales, pronto me hizo su principal franquiciado y su socio de confianza. En cuestión de tiempo, portaba en mis viajes militares furtivas entregas a discreción que vendía a precio de oro a mi creciente red de clientes en todo el norte del Caribe hispano.

      Pero en su gratitud, el achacoso tunante hizo aún algo más: convencerme de venderle mi alma al dulce fruto de la amapola. En resumidas cuentas, me volví adicto al opio. Totalmente a los pies de la droga divina, aprendí a fumarlo en la cantidad justa. Diluirlo en agua, calentarlo y filtrarlo varias veces, se volvió parte de mi ritual diario, yo que no practicaba liturgias desde el descenso de mi novicio a las tinieblas. Me abastecí de una hermosa pipa metálica, venida del otro lado del mundo en el fondo ventrudo del galeón de Manila y poco a poco la blasfema pócima fue adueñándose de mi alma.

      Inopinadamente, mi carrera se degradó conforme mi devoción al nuevo rito pascual crecía. Al final los gobernadores locales terminaron alejándome de las cubiertas de los barcos, para delegarme los trabajos sucios y el mantenimiento del chusmaje y la morralla en su lugar. Pero poco me importó. Habiendo tenido a la mano un excelente maestro como Francisco de Sandoval, pronto el comercio furtivo de opio fue parte generosa de mi ingreso económico. Hice propios a los consignatarios de mi decadente compinche, abasteciéndome de semillas de adormidera persas y de pastillas turcas con los bereberes del norte de África, las cuales venían en el fondo discreto de navíos de aviso, bajo el santo y seña de entregas especiales a discreción.

      Cuando mi socio murió, no encontré lágrimas para llorarlo, pues ya el grueso de sus proveedores eran míos, así como la totalidad de sus clientes. Pero sus deudas para conmigo eran otra cosa y no llegué a tiempo a su covacha antes de que sus acreedores depredaran con todo lo que tuviera de valor. Para mi profundo disgusto, solo logré hacerme de un miserable atado de libros y pergaminos ajados y resecos, que quizás trajese consigo cuando lo expulsaron del norte de África. En lo personal, había cortado totalmente con los libros desde que mandase por el desagüe las ominosas lecciones con el novicio, pero el desdén no me impidió revisarlos. Eran viejos libracos, de cinco siglos o más de antigüedad, la mayoría escrita en griego y uno que otro en la grafía de los infieles. Para un anticuario o un devoto de las bibliotecas hubieran tenido un valor inapreciable. Pero en mi caso eran completamente inútiles y mi naciente solvencia económica me salvaba del esfuerzo de mercarlos, por lo demás denuedo inútil en una comarca completamente ignara e impermeable al menor atisbo de erudición.

      Una tranquila y calurosa noche de lluvia, después de un suculento diálogo con mi pipa de Manila, me puse a revisar cada uno de los miembros del infecundo cargamento para irlos arrojando a la chimenea. Eran libros resecos y pergaminos que se desmoronaban tras siglos de no ser desenrollados, los más en griego, quizás biblias de cismáticos; los pocos, en letra sarracena, probablemente falsos pero no por eso menos sagrados. No perdí mucho tiempo con estos y apenas me digné a ojearlos antes de saciarle el apetito a la fogata. Pero hubo uno de ellos que me detuvo en seco. Inusualmente ilustrado, parecía ser un antiguo manual militar bizantino, anterior al uso de la pólvora, con profusas descripciones visuales sobre poliorcética, armamento y fortificaciones. Quizás rondase en manos de iletrados traficantes de ínfima monta desde hacía siglos, discreto sobreviviente de las cenizas de Constantinopla tras la toma de los turcos. Si bien en griego, sus ilustraciones eran elocuentes. Hubo una de ellas que supo despertar mi curiosidad. Era un hombre en la cima de una muralla completamente asediada. Tenía a su espalda lo que parecía ser un extraño cilindro, del cual partía un ducto que desembocaba en sus manos. De la boca del tubo emanaba un chorro color naranja, que envolvía completamente a los soldados enemigos en la cima de una torre de asalto hecha de madera y la cual era empujada hacia la muralla. Envueltos en el líquido, los atacantes caían como abejas en llamas desde la torre, al igual que las avispas de los inoportunos panales que se creaban en los entresijos de la casona de mi abuelo al ser quemados por la servidumbre.

      Páginas después venía una ilustración similar de dicho cilindro, pero esta vez de mayor envergadura y colocado sobre una base de metal, a cuatro patas. Sobre el cilindro y en una armazón parecida pero más pequeña, se encontraba otro cilindro de menor tamaño, conectado al mayor en la parte posterior por un ducto de metal. La boca del cilindro grande se proyectaba hacia lo que parecía ser la compuerta abierta de un barco y deduje que su finalidad era repeler o realizar ataques a gran escala, con el mismo mecanismo de defensa descrito en el dibujo anterior. Las ilustraciones de navíos incendiados, con gente lanzándose enloquecida desde los mismos y con un océano en llamas cercándolos, eran elocuentes. Aquel extraño manuscrito avivó mis aficiones marciales con un furor que no conocía desde mi adolescencia y que el opio había apagado brutalmente. Intuía en aquellos símbolos desconocidos un perdido secreto que inopinadamente había llegado a mis manos. ¿Pero cómo averiguar qué decían? ¿Cómo traducirlos? No me imaginaba preguntando a mis mediocres y mezquinos superiores, ni elevando mi consulta a alguna de las agobiadas academias militares de Madrid o Ceuta. Además, intuí extasiado, dijese lo que dijese ese viejo libraco, sería algo única y exclusivamente para mi egoísta deleite.

      En un perdido villorrio de Cabaiguán

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