La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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entusiastas, mientras su cabecilla me reconocía el mérito inclinándose reverente ante mí.

      Sudando, me desperté enfurecido y afiebrado. Ya suficiente era desgastar la lucidez en infructuosos experimentos como para terminar de malbaratarla tontamente en pesadillas idiotas. Con una cobija pulguienta sobre los hombros me levanté y mi dirigí a mi precario laboratorio de alquimista fracasado. A medias inconsciente, a medias iracundo, seguí como un autómata las instrucciones del ridículo sueño. Nada tenía que perder, todas las sugerencias pedidas y todas las lecturas hechas habían sido igual de inútiles. El consenso era no agregar mucha resina neutra, para evitar que se ahogase la combustión entre el sodio y el agua. El diablo a cargo de las parrillas infernales indicaba lo contrario. Tenía ya los compuestos listos e hice la mezcla agregando más goma, repitiéndome a mí mismo lo imbécil que era por hacerle caso a un diablejo de pacotilla y lo insensato por tratar de emular a Kallinicos a la vuelta de los siglos, allí donde tantos otros más brillantes que yo habían fracasado por decenas de generaciones estériles.

      Vertí la mezcla por la ranura de uno de los pocos cilindros que me quedaban útiles, después de mi último exabrupto contra el menaje. Lo coloqué en una pequeña anda de madera horizontal y como tantas veces en el pasado, fui por mi gotero y por agua en un liviano cuenco de madera, a fin de verter el ingrato líquido. Sentado gotero y agua en mano frente al cilindro, la racionalidad volvió a despertarme, confrontándome con mi zonza intención de cifrar mis esperanzas en un sueño de mala muerte. Debilitado, comencé a gimotear quejumbroso, impotente ante esta contrariedad que pendenciera me plantaba cara. Me incliné hacia adelante y mecánicamente empecé a cargar el gotero y derramar gota a gota sobre la astillada mesa, contándolas hipnótica y maquinalmente, mientras me decía una y otra vez al ritmo de las mismas, es–tú–pi–do, es–tú–pi–do.

      Libre a su arbitrio, mi mano con el gotero comenzó a mojar el cilindro en su parte frontal, en tanto yo seguía imprecándome con la misma salmodia, a medida que el enojo y la frustración empezaban a encender mi alma. Las lágrimas iniciaron su caída por mi rostro conforme el tono de mi voz se iba elevando. Quería destrozar algo, pero todo era demasiado caro como para reducirlo a escombros. Enfurecido me puse de pie violentamente, tumbando la silla y mi cobertor. Tiré a un lado el gotero y tratándome de estúpido a voz en cuello arrojé ferozmente el cuenco con agua sobre el cilindro, que recibió el líquido en toda su extensión, ranura incluida, segundos por delante del cuenco. Pero la escudilla nunca llegaría a tocarlo.

      Fue un seco silbido, como el amable canto de un ofidio en celo. E inmediatamente, en medio de una acre aspersión, el ansiado aliento color naranja blanquecino de la bestia salió como un chorro de veneno por la boca del cilindro, prendiendo fuego a algunos de mis libros, entre ellos el viejo manuscrito bizantino. La fuerza de la eyección lanzó el cilindro hacia atrás golpeándome en el vientre, justo para tumbarme sin aliento en el acto. No tuve tiempo para celebrar mi éxito. Angustiado por el fuego que iba a crecer en momentos a través de mi yerma alcoba, olvidé todas las prevenciones caviladas, leídas y releídas en la traducción del moribundo sacerdote durante meses. E instintivamente, como clásico militar de libro, intenté apagar el fuego acercándome para arrojarle agua. Todo se cumplió al pie de la letra. El fuego se multiplicó violentamente y al devorar iracundamente el aire a su alrededor me jaló hacia él, prendiendo sus colmillos en mi mano, la cual se quemó gravemente en la piel del dorso. Después de mi cicatriz en la cara, es la segunda marca que más he amado en mi vida... Volviendo a la realidad presa del dolor, un poco de vinagre de mi cocina puso a la serpiente de fuego como una mansa culebreja a mis pies.

      Enloquecido de júbilo y olvidando el dolor de la quemadura, comencé a bailar riendo demencialmente por la habitación, mientras agradecía al mensajero infernal que a través del umbroso follaje del sueño me había susurrado al oído el secreto para encender a la criatura. Era ya un consumado opiómano y alquimista por derecho propio, un digno sucesor del Kallinicos. Los ensayos por venir no harían más que afinar mis destrezas, cuidando eso sí de preparar antes de cada experimento garrafas con mi inapreciable orina, para amansar al ofidio de fuego una vez lo hubiese invocado. Nada importaba que en la Era de la Pólvora, mi nuevo secreto fuese asaz impráctico e ineficiente. No pensaba compartirlo con nadie, empezando por el insulso Imperio del cual era súbdito. Además, era un bienaventurado y beato arcano que no debía de profanarse con el licencioso afán de lucro. No cualquiera puede ir por allí contando para su solaz interno con la franquicia del Infierno en asuntos de amaestrar ciegas fieras innombrables. Me bastaba con la diabólica satisfacción de saberme amo de la bestia. Podía ya volver rejuvenecido a mi día a día en la olvidada guarnición en la que se me había confinado. La solvencia económica de mi comercio personal y un servicio modesto pero nuevamente encauzado, eran ya de por sí bastante ganancia. Podía darme el lujo de terminar oscuramente mi vida en aquel garito gigantesco. Pero el Infierno, por lo visto aún encaprichado conmigo, pudo encontrarme en mi cementerio prematuro, ansioso como estaba de empezar a cobrarme sus cortesías.

      IV

       Los prostíbulos de Portobelo

      Si bien recompuesto para el servicio, mi largo romance con el opio no había dejado de cobrar su precio, al menos en términos de relaciones públicas. Incapaces de profesarme una confianza ciega a pesar de mi fiera competencia en las armas, mis superiores barruntaban la forma de deshacerse de mí. Y el Infierno llegó en su auxilio, disfrazado de premio. Un navío de aviso, que en realidad llevaba de incógnito una valiosísima carga de azogue de Almadén, destinado para amalgamar plata en las minas de Nueva España –las minas peruanas apenas si daban abasto con la producción de plata en el Potosí– había arribado a Cartagena de Indias y esperaba escolta de confianza a bordo, a fin de poner proa a Veracruz, donde sería recibido en persona por el virrey de Nueva España, Francisco Fernández de la Cueva. No habría escolta con buques de guerra, ni navíos de aviso, ni partidas triunfales. Querían un viaje discreto. La plata urgía en la península para resucitar en tiempos de guerra a una Hacienda al borde de la Real Bancarrota. La superioridad naval de los Austrias y la desorganización del sistema de flotas, hacía impensable una escuadra armada a vista y paciencia de todos los artilleros enemigos. Era preciso recurrir a los medios encubiertos.

      Mis superiores sabían de mi gusto por la sangre y a pesar de los años transcurridos, me movería bien en los traicioneros mares tropicales. Era la rata idónea para mantener disciplinadas a las tropas a cargo de velar por una mercancía tan importante y cuya pérdida no querrían ellos tener que reportar a la Corona. En vano insistí para que me dejasen ir con mi propia escuadra de truhanes, sarta de eficaces don nadie que me obedecían ciegamente. El Gobernador se negó redondamente a mi petición y eso a la larga sellaría mortalmente mi destino. No quería jugarse el cuello y así me lo hizo ver. Si me negaba, me mandarían encadenado como simple galeote y me refundirían en los retretes de algún maloliente fuerte costero. Si accedía, podría tomar posesión como capitán de guerra en algún navío fondeado en el Caribe meridional. Eso era todo, no tenía opción, la jugada era clara. Querían exponerme a un grave yerro y que la justicia imperial hiciese el trabajo sucio por ellos. En el fondo, la indemnidad del cargamento les valía un comino. Tal era mi furia que no pensé en el riesgo de un viaje al sur del Caribe, para el cual, oficialmente, estaba muerto. Enceguecido por la cólera, en un insensato afán de cortar con todo y con todos, pasado incluido, no dudé en estampar claramente mi nombre en el navío civil en el cual viajé de incógnito hacia Cartagena de Indias, cuando el oficial de a bordo inquirió mi nombre: Santiago de Sandoval y Ocampo.

      Pero no más llegado a Cartagena de Indias, me daría cuenta de que el viaje tenía también otros fines. Miguel de Leandro era el inspector de Hacienda a cargo del flete, funcionario atado a un salario famélico que en nada se asemejaba al valor de cada uno de los barriles que debía de entregar. Sus finas maneras pronto me delataron a un hombre acostumbrado a vivir por encima de las posibilidades de un burócrata madrileño. Pronto también averigüé que el tonelaje excedía el rango de lo prescrito legalmente, sin comprometer en exceso la maniobrabilidad y rapidez del barco. Era este una extraña suerte de goleta pero más pequeña,

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