La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén страница 12

La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

Скачать книгу

un amplio bodegaje para el transporte del metal líquido, a expensas de la tripulación y la dotación de guerra, las cuales fueron reducidas a su mínimo indispensable, con futuras y fatales consecuencias para todos nosotros. Los mandamases del barco y mi persona nos alojaríamos más cómodamente en los camarotes de proa.

      El tonelaje aumentado en el buque permitió que a bordo del barco viniesen varios quintales de más, para “entregas especiales a discreción”, según el cauto decir del funcionario y el cual me sacó una sarcástica sonrisa. También llevaba pólvora empaquetada y buenos mosquetes españoles, con el mismo destino. Definitivamente, él solo no hubiera podido organizar el contrabando. Se necesitaba por lo bajo la anuencia del inspector de pesos en la costa y de uno que otro buen contacto entre los burócratas y los gremios andaluces y sevillanos. La rémora que tenía frente a mí no era sino otro espécimen del mismo estanque, legión de mediocres acostumbrados a medrar a costas del erario público en los largos años de decadencia de El Hechizado y que se rebelaban en silencio, a la hispánica manera, contra el centralismo y la nueva fiscalización borbónicas.

      El capitán del barco, Fabiano Balboa, era otra digna rama de tal tronco. Cuñado obsecuente del inspector, hacía juego con él en cuanto a ambición y autosuficiencia. Pronto hizo de mi conocimiento los vericuetos del plan, del cual participaban también los oficiales, si bien los soldados eran reclutados localmente y por ello se requería de un caribeño para mantenerlos a raya. Por eso también la extraña insistencia de hacerse de un capitán local, pero sin su cuerpo de infantería. Cortés y diplomáticamente se me amenazó en caso de que delatase el plan o no colaborase adecuadamente, a sabiendas de que no contaba con la venia de mis superiores. Comencé a sospechar que algo de ganancia tendrían los mismos en todo esto. Ladinos y pomposos, capaces de traicionar a su madre por una buena granja de veraneo en la campiña y con una inquieta lengua sumamente adicta a las turgentes entrepiernas femeninas, esos fenicios por convicción debían recalar en Portobelo, a fin de entregar las mercancías de contrabando y los azogues de más, en flagrante violación a las órdenes recibidas. Se simularía un desperfecto en el tosco sistema de timonaje, atracaríamos en Portobelo para la reparación, se entregarían las encomiendas, se disfrutaría de los garitos y los prostíbulos locales, se recogería la plata contante y sonante, se anotarían el desperfecto y el imprevisto en el diario de abordo y llegaríamos dulce e inocentemente a Veracruz, maldiciendo la impericia naval de los estúpidos armadores peninsulares. ¿Qué podía salir mal?

      V

       Mil ojos malignos

      Nunca debió estar allí, pero apareció contra todo pronóstico. A dos días de abandonada Cartagena de Indias, se elevó un denso vapor desde el mar que oscureció toda visibilidad. Conforme el día se apagaba, pequeñas ráfagas de chubascos alternadas con caprichosas turbonadas empezaron su azotaina sobre el mar, ocultando totalmente el cielo. El viento de popa comenzó a ladear el barco desordenada e irregularmente hacia babor y estribor alternativamente, de tal manera que en un momento perdimos, o al menos yo perdí, noción de la línea de ruta que llevaba la goleta. Me preocupé. No era de mi agrado navegar a ciegas, sin estrellas amigas que le susurrasen a nuestro astrolabio y a nuestros cuadrantes en qué parte del estanque nos habíamos metido. Además, los años en tierra firme me habían hecho perder el temple para la travesía en mar abierto. El bamboleo, la comida rancia y las preocupaciones descompusieron mi estado de salud, sin contar el infernal y caprichoso viento, capaz de enloquecer a la más fiel rosa de los vientos.

      Les hice ver al capitán y al piloto mi angustia. En cualquier momento tendríamos ante nosotros un litoral en el cual tenía yo muchísimos puntos inconvenientes para desembarcar, si no es que encallábamos primero. La oscurana no nos permitiría echar mano de técnicas artesanales como otear bandadas de aves, cúmulos de nubes en el horizonte o contragolpes de brisa para intuir la cercanía de tierra. Y ante todo, el éxito de su plan dependía de nuestra precisión en llegar al puerto escogido. Ambos menearon la cabeza desdeñosamente. Mis pergaminos de capitán de guerra no me hacían capitán de mar; ellos conocían su oficio y debía confiar en sus mapas y en sus compases. El sinuoso temporal nos acompañó por varios días, minando mi estado de salud, a pesar de mi desmedido consumo de opio, junto con el del resto de la tripulación. Las horas que no pasábamos vomitando en nuestras escudillas o cayéndonos de nuestras pulgosas literas, las disipábamos reforzando una y otra vez una carga peligrosa y desestabilizada. Y tan abruptamente como había aparecido, la tempestad nos abandonó, quedando en su lugar un viento rígido e indiferente, manteniéndonos tan a ciegas como habíamos venido.

      La nueva calma, si así podía llamársele a esa quietud de sepulcro, le dio una tregua a mi descompuesto vientre pero me dejó consumido por la fiebre. Gamboa habló con Miguel de Leandro y conmigo. Según sus cálculos, pronto tocaríamos Portobelo o el litoral adyacente. Pese a mis objeciones, ejecutaron discretamente los sabotajes acordados y comunicaron el daño a la tripulación, pasándole la factura a la tormenta, que tan de la nada se había arrojado sobre nosotros. No estaba yo en condiciones de oponer una resistencia lúcida. Igualmente, quisieron autorizar una pequeña juerga de ron y un relajamiento de las posiciones de defensa, para aliviar la indisposición y la angustia de los hombres por el pasado bamboleo. No había que temer, estábamos cerca de costa amiga y segura. No me dejé seducir por sus razonamientos y desautoricé esta última petición.

      Al anochecer, por ensalmo el cielo se aclaró y dejamos atrás el macizo y grisáceo bloque de niebla y borrasca, quedando a nuestra popa como una siniestra muralla infranqueable; como si quisiese cerrarnos cualquier ruta de escape. Una hermosa luna llena se encontraba en lo alto del cielo, coronando con su luz una playa enmarañada de palmeras y selva que llegaban prácticamente hasta el borde mismo de la espuma. No sabía dónde nos hallábamos, pero con toda seguridad no era Portobelo, puerto que no conocía personalmente pero de cuyo tráfico y tumulto tenía una buena idea. Me sentí nervioso, pero Fabiano me tranquilizó y tras él, su cuñado. De acuerdo a sus cálculos, nos encontrábamos 30 leguas al suroeste de nuestro destino en línea recta. El viento nos habría desviado hacia estribor con dirección noroeste y al tomar la curva ya habríamos pasado la latitud de Portobelo. Básicamente nos encontraríamos en algún punto de las costas de Veragua a lo largo del Golfo de los Mosquitos, por lo demás bastante solitarias, con la entrada a las islas de la bahía de Veragua a unos cinco a seis leguas al noroeste de donde nos hallábamos. Respiré más tranquilo, al menos no era la Mosquitia nicaragüense. Cosa extraña, la proximidad de mi tierra natal apenas sí me desvelaba. Había sido tan exitoso eludiéndola por años, que no era sino un fantasmal boquete en el mapa de los vientos que albergaba mi cabeza.

      El remedio era navegar en línea recta paralela a la costa durante un día hacia el noreste y llegar a Portobelo. Pero eso suponía un problema: debíamos rectificar el daño cometido al menos en el sistema de timonaje, para poder remontar las corrientes que nos empujarían hasta la costa y alcanzar así mar abierto. Lamenté haberle hecho caso al torpe y autosuficiente capitán, aunque no teníamos opción. La idea sería hacer una reparación leve que permitiera llegar a Portobelo y contar la historia como un arreglo de último minuto. A mi insistencia en no acercarse al litoral, Balboa ordenó fondear el barco y lanzar la doble ancla, ambas a cada lado de la popa. También, contra mi protesta, decidió desplegar el pendón imperial hispánico, por aquello de un avistamiento amigo. Me negué a su deseo de desembarcar y fijamos la goleta a poco más de mil varas náuticas de la costa, justo en el punto en que la marea se torna vehemente en su afán de arrullar los arenales de la playa.

      Maldije hasta adormecerme y con fruición la hora en que había aceptado la corrupta encomienda. Afiebrado, me sacó del letargo el griterío de hurras entre la tripulación. Sin consultarme, habían comunicado el arribo exitoso a nuestro destino y ordenaron celebrar a discreción con el ron y el tasajo restantes, prendiendo faroles para hacer más cálida la festividad. Aturdido, intenté imponer mi autoridad con una contraorden, pero como ya les había dicho, no era mi guarnición en Cuba. Con poca costumbre de obedecerme y compartiendo el penoso espectáculo de verme vomitar en fraternidad con ellos, era poco el respeto que podía imponer en

Скачать книгу