La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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acrecentó al caer en cuenta que detrás de ella se iría también la frágil sombra de mi abuela, a quien aprendí a querer en su dulce demencia. La sal de esas lágrimas sería la única que daría al mar en nombre de mis ancestros. Atrás quedaban sepultados, así lo pensé entonces, el crimen que me infamaba y el villorrio mediocre, vegetando en su marasmo día con día, sitiado por montañas llenas de neblinas y espíritus tránsfugas que, llegado el momento, me reclamarían como uno más de los suyos.

      Empezaba aquí un nuevo mundo, en el cual el graznido salitroso de las gaviotas liberaba a mi espíritu de la opresión de un cuerpo prematuramente estigmatizado. Era tiempo de ver para adelante y frotarse las manos. El viejo Pitt, como dije, se dedicaba al negocio de la madera y a la introducción de contrabando, pactando con mi tío para la adecuada marcha de sus sustanciosos alijos. Caí en gracia del viejo pícaro, verdadero fetiche viviente a quien le agradaba ver un rostro desfigurado como el de él, pero llevado con más gracia y donaire. Mi formación eclesiástica dio frutos inopinados. Mi agudeza mental era mayor a la del promedio y les encantaba a todos ver mi remedo de hombre seguro blandiendo armas y elaborando conspiraciones, cada cual más complicada y eficaz.

      Los ingleses, franceses y holandeses comenzaron a admirar mi pericia en el trueque y en el cálculo de coimas. Me dediqué a cultivar el arte del regateo con toda la pasión del caso. Pero también descubrí que el regateo me servía cuando hacía entender que contaba con la fuerza y la disposición para degollar a la contraparte, si no se cumplían los pactos acordados. No dudé en ejecutar con mis propias manos a los delincuentes locales que la justicia, a medias oral, a medias escrita, condenaba. De no ser por la constante necesidad de proteger los variados negocios de mi tío, hubiera llevado mi vida como oscuro verdugo de una tierra deforme.

      Pronto me empezó a incomodar la indolencia e impuntualidad de los míos. Un mundo ordenado es un mundo sumiso. Conforme llené mis pantalones largos y se me asignaron hombres, los sometí a la más severa disciplina, que incluía el látigo, un hermoso látigo hecho de liane, la sarmentosa planta urticante que crece en La Española y que un francés prófugo me dio como parte de un soborno para que no lo entregase a la horca. Pronto también aprendí a hablar con los ingleses y los zambos mosquitos en sus jergas caribeñas. Estos últimos tenían ya su oscuro reino en las costas de Nicaragua, viviendo del pillaje y el comercio ilegal al abrigo de la tutela británica. Los que llegaban a Río Tinto sentían un temor supersticioso por los hombres desfigurados. Los creían espíritus con la capacidad de transformarse en bestias o criaturas espeluznantes, embajadores provenientes de las más oscuras selvas que densan el alma. Logré hacerme respetar por ellos.

      Me aficioné a sus brujos, los cuales invariablemente acompañaban a sus piraguas. El más sombrío de todos ellos vivía obsesionado con las víboras de terciopelo, de quienes creía obtener su poder. Lo acompañé en varias de sus sibilantes cacerías. El truco era acercarse a ellas, de tal manera que se irguieran y se mantuvieras expectantes, pero sin provocar su ya de natural extrema agresividad. Pronto aprendí a uniformar mi respiración con la del ofidio, replicando en mi cuerpo los tensos movimientos del reptil, manteniendo fija la mirada, hasta que la rapidez de mi mano por años entrenada en el sable de don José de Sandoval, las tomaba por el cuello sin darles tiempo a atacarme o a escupirme su veneno. Una nueva leyenda se unió a mi bien documentada falta de entrañas: las serpientes me ofrecían deferentes sus fauces, se veían reflejadas en mis ojos. Pronto aprendí a emplear su mirada, sus movimientos, su pulso y su resuello, como aderezos placenteros para condimentar la tortura o el interrogatorio de algún infeliz.

      Al principio los míos se divertían con mis aficiones a la magia y al ocultismo. Lo consideraban una especie de manía personal, excusable por mi dedicación al trabajo. Pero al ver la severidad de mis ejecuciones y mis represalias hacia los rivales, los incompetentes o los rebeldes, pronto se cuidaron de hacerme bromas, aún a mis espaldas. Para los ingleses, era un criollo más loco que el promedio de sus paisanos, un espectro sin pasado a quien había que tener contento de cerca para evitarse un disparo de lejos.

      II

       Dios de piel oscura

      Pero me aburría la vida en tierra. Mi espíritu fantaseaba con la idea de lanzarse al mar. Mi tío me necesitaba para que le cuidase sus negocios y no consentía en dejarme ir, chantajeándome con la gratitud que yo le debía a cambio de su silencio. Así pasaron varios años. Conforme la capacidad de defensa del Imperio fue deteriorándose y aumentaba el bandidaje, Francisco me permitió formar parte de pequeñas tripulaciones armadas que en canoas o guairos, cazaban por mar grupos de facinerosos y contrabandistas –los competidores, por supuesto. Los despojábamos de sus objetos de valor y los ejecutábamos, alegando resistencia. Ello cuando no los arrojábamos engrilletados por la borda. Otro tanto harían con nosotros si nos llegaba el turno. No había pues campo para los escrúpulos. Mi tío no me participaba de las ganancias, por el contrario, me mantenía un salario magro y cuando intenté algunos pequeños negocios individuales con el achacoso y senil de Pitt, no dudó en amenazarme con el cepo para volverme a entrar en razón. Decidí por mientras quedarme quieto y obediente, limitándome a maldecirlo de todo corazón en mi fuero interno.

      Un día se presentó una pequeña flota de guerra en la cala de Río Tinto, a fin de realizar reparaciones. Eran veleros artillados con base en el puerto de Veracruz y con la consigna de perseguir corsarios locales. Diezmados por la disentería, el capitán de guerra don Pablo de la Peña ocupaba hombres armados para abordo, pues debían de escoltar barcos provenientes de Tierra Firme hasta el puerto de Veracruz. No me hice de rogar. Tras una tortuosa sesión con mi caduco tío, cuya afición al licor de contrabando ya le había secado prematuramente el seso, logré convencerlo de dejarme ir sin nada más que mi sable, mi látigo, mi mosquete y mis cicatrices. Nada le pedí de sus negocios ni de los salarios que me debía. En adición, hice juramento de dar un testimonio favorable de su gestión en Río Tinto, en caso de que alguna autoridad española lo requiriese algún día. Al fin me dejó partir, mascullando amenazas ininteligibles. Después de todo, era yo un heredero menos.

      Fue así como mi anhelo por el mar encontró arrullo en el seno de mi pasión por las armas. Miembro de la dotación de guerra de la pequeña pero mortífera flota, me esmeré en complacer a mi comandante en todo. Las marcas de mi piel y la despiadada disciplina que mostré fueron las mejores recomendaciones que pude presentar. Pronto fui ascendido a alférez en el barco insignia de Pablo de la Peña, el San Juan Bautista. Un buque de guardia cuya misión era perseguir bucaneros en el Caribe norte, fondeando alternativamente entre Veracruz y La Habana para escoltar graves y hermosos galeones de cascos carcomidos por la broma, jarcias gastadas, afustes vacíos e incapaces y artillerías de bronce ausentes, pero no por ello menos hermosas.

      Los años pasaron sobre las olas del Caribe, primero en el Bautista y luego en otros barcos, repostando entre Veracruz, Santo Domingo y La Habana. Cada uno de ellos franqueó mi piel en una sucesión de persecuciones marítimas, emboscadas, asaltos a barcos piratas, ejecuciones y degollinas. Mi dureza me granjeó un nombre entre la chusma de mar, como un perturbado fiero, preciso y metódico. Un demente en diálogo permanente con las huestes infernales y cuyo aliento hedía a víbora en celo.

      Fue también en esta ciudad de La Habana, durante mis juergas de tierra firme, que también adicioné a mis chifladuras viperinas mi gusto por los cultos africanos. Estos negros eran distintos a los taciturnos morenos de mi Cartago. Bajo su voluble esmalte de cristianos a medio fraguar, rugía una feroz lealtad a su diáspora. Se habían traído engrilletadas consigo a sus propias y fieras divinidades, desde lo más sombrío de sus junglas. Y eso me fascinaba hasta el morbo. Yo quería conocerlas a toda costa, en especial a Ogún, quien desgajaba la floresta al paso de su imponente machete. Mi intuición me decía que los orishás danzarían la dulce melodía de las serpientes.

      Una vez, al asaltar un velero de bucaneros, su capitán disparó a boca de jarro su pistolón sobre mi cabeza. Logré adivinar su intención en el último segundo, lo suficiente como para esquivar el tiro y que la bala desastillase

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