La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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mis mortales diluciones de opio encontraba el alivio pasajero al suplicio que lo atormentaba y su adicción era acaso excusable por la necesidad de hacer llevadera la enfermedad hasta que el sepulcro tuviese la gentileza de confortarlo. Siendo yo uno de sus acreedores, el trato justo estaba a la vista. Le garanticé mi suministro de por vida en forma gratuita y fingiendo que deseaba alivianar mis pecados bajo el sacramento de rigor, le mostré en secreto de confesión el manuscrito. Escribí a dos carrillos la traducción que el desfalleciente viejo me dictaba. Era la doble forma de cerrar sus labios, por lo demás ya casi sellados por su pronta muerte y la obsesión en conjurar su tormento.

      Volví a mi covacha de alquimista principiante con el preciado escrito en mis temblorosas manos, al fin develado. Era la descripción para realizar la mezcla que permitía al fuego alimentarse del agua y tornarse inmune a todo intento de esta por extinguirle. El secreto más celosamente guardado por el Imperio Bizantino durante largos siglos, antes del uso de la pólvora, había llegado a mis manos a través de una dilatada cadena de intermediarios ignorantes, avarientos y mezquinos. Era dueño del enigma del fuego griego, la abyecta criatura ideada por el genio militar del bizantino Kallinicos mil años atrás. Todos los intentos de revivirlo una vez caído el viejo imperio, habían sido infructuosos. Los instructivos se habían calcinado junto con las murallas, las bibliotecas y los gremios de Bizancio, encargados de producirlo para las fuerzas imperiales. El fuego del Infierno, recluido en sombrías bóvedas por designio celeste, había sabido mandarme una sutil señal para indicarme cómo romper los siete sellos y desatarlo de nuevo. Era yo el elegido.

      Pero tenía que ser pragmático. El reino de la pólvora en los campos de batalla llevaba más de tres siglos; la nueva y despiadada diosa cobraba entusiasta su tributo de cuerpos destrozados, ayes lastimeros y miembros desgarrados. Era una impráctica señal del Averno que llegaba sumamente a destiempo. Pero la loca idea de saberme poseedor de un secreto antiguamente perdido, me hizo poner manos a la obra. Todo fuese por llegar a convertirme en un remedo de dios. Contaba con el instrumental adecuado para la nueva empresa, así que era cuestión de averiguar los ingredientes y ponerme a probar las mezclas. Pero pronto me daría cuenta de que no iba a ser tan fácil. Intencionalmente, aún los más exhaustivos manuales de los bizantinos no abundaban en detalles y el mío no era la excepción; el anónimo autor dejaba en sus indicaciones un amplio margen a la especulación. Salvo una lista de ingredientes y vagas generalidades sobre sus aplicaciones, no decía nada preciso sobre la dosificación y el proceso para crear la indomable sustancia. Me puse a ensayar durante largas y exasperantes semanas, acumulando fracaso tras fracaso. Pero algo de sabiduría pude ir reuniendo en cada derrota que sufría ante mis astrosos alambiques.

      El engendro solo podía ser extinguido con arena, sal, polvo de piedra caliza o –cómico y sarcástico dato– orina, mientras más rancia y concentrada mejor. Su fiereza yacía en que la criatura se comportaba diametralmente opuesta a sus hermanas del bestiario. Mientras ellas huían del agua y se santiguaban ante esta, el fuego griego se alimentaba de la misma como un vampiro ígneo. El intuitivo intento de todo defensor por apagarlo con agua no hacía sino aumentar su ferocidad, consumiendo en el acto a los pobres mentecatos que tenían la osadía de intentar domarle. Ese era el secreto invaluable de su terrorífico poder, de sus fauces difíciles de controlar y saciar.

      En cuanto a sus componentes, varios aportaban la mezcla combustible y eran mutuamente intercambiables. Pude distinguir entre ellos el bitumen, el asfalto, el azufre, el salitre, la resina, la brea, el alquitrán y la cal viva. Si bien no indicaba para nada el proceso ni las proporciones de los mismos, intuitivamente pude descifrar el conjuro para invocar a la bestia. De todos ellos, lo básico era el salitre; el destilado en seco a su mínimo componente, la sal de sodio, prendía llama al contacto con el agua. Era el eslabón que unía al agua con el fuego, el intermediario que volvía aliados a tan mortales enemigos. Una vez despierta la flama al roce con el agua, se transmitía a los compuestos inflamables, abriendo las puertas del Infierno. Intuí que una resina neutra y viscosa era necesaria para mantener la suficiente separación entre el agua y el compuesto inflamable, de manera que este no se apagase al contacto con el líquido, permitiéndole solo al salitre acariciar los húmedos labios. Algo me dijo también que en el cálculo justo de la resina yacía el secreto para no asfixiar antes de tiempo el beso de fuego.

      En los depósitos militares de la isla pude escamotear algunos de los componentes mencionados, ya que varios de sus celadores y administradores eran clientes míos habituales. Algunos de los escasos drogueros de la isla que me suplían de materia prima para el negocio, también lograron conseguirme uno que otro compuesto de manera más o menos lícita. Acostumbrados a mis chifladuras, no preguntaban a mis requerimientos, limitándose a sonreír. Era yo un buen cliente para ellos, lo suficiente como para respetarme el sigilo por lealtad. En algunos de nuestros furtivos arribos por agua dulce a la isla de Santa Lucía, logré ascender al volcán Qualibou –la mismísima boca del Infierno para los arahuacos– descubriendo paredes peladas de caliza de las cuales raspé la cal viva necesaria, así como recogí salitres y nitratos sulfurosos para mi nueva chifladura.

      Los meses por venir serían un largo y extenuante ejercicio de paciencia. Una y otra vez intenté las mezclas más fortuitas, cada cual más inefectiva. El malhumor de no obtener nada explotaba contra cualquier pobre subalterno o aldeano, por la falta más insignificante. Tuve que aumentar mi consumo de opio para superar mi creciente frustración, vilmente nutrida fracaso tras fracaso. El agua me llevaba la delantera y consumía burlona toda mezcla que depositaba sobre ella. Con mi mente saturada y en punto muerto, preferí hacer un alto y dedicarme, sin resolver aún la primera incógnita, al problema pendiente de la aplicación. ¿Cómo crear un dispositivo que permitiera contener a la bestia y liberarla en la dirección deseada? La segunda ilustración del libro me dio la clave. El cilindro grande a todas luces contenía la mezcla explosiva, cuya fórmula, ¡ay!, me seguía siendo esquiva. El cilindro menor, colocado sobre su padre, sin lugar a dudas debía de contener el agua. El ducto que los unía en su parte posterior igualmente tendría que contar con alguna especie de llave o paso obstruible para mantener separadas ambas sustancias, hasta el momento en que su mortífero abrazo se hiciese necesario.

      Una vez unidas, el contacto con el agua encendería el sodio del salitre, cuya flama a su vez habría de prender violentamente la mezcla de compuestos inflamables, mientras las resinas separaban el fuego del resto del agua. Solo el sodio mantenía encendidos y en celo ambos compuestos. La violenta expansión del líquido, producto de la permuta en fuego, enviaría el compuesto inflamado a través de la estrecha boca del cilindro, previamente apuntado hacia el objetivo a rostizar. Los cilindros debían de estar hechos en cobre o quizás bronce, para soportar el embate del encendido. Pero igual hubiera dado que estuviesen hechos en madera o granito. Una vez liberada, la jauría solo tendría ojos para buscar el agua. Y en cuanto al hierro, hubiera sido demasiado pesado para maniobrar los cilindros en la cima medieval de una muralla abordada, o en el vientre de una galera bajo asedio. Pero de fijo debían de formar parte de algún soporte o forro adicional en la parte posterior de la estructura, a fin de evitar que la bestia se escapase por fisuras no deseadas. Después de todo, la idea era freír al enemigo sin abrasarse uno mismo en el proceso.

      Absurdamente, comencé a construir pequeños dispositivos de tal naturaleza en vidrio y latón, llenándolos con mezclas estériles a las cuales les agregaba agua mediante un gotero, a través de una ranura que dejaba en la parte superior y posterior de los mismos. Pero solo el agua, la muy maldita, se comportaba desdeñosa y predeciblemente hostil, chafándolo todo. Más de una vez, en los arrebatos de ira propiciados por mi incompetencia, destruí preciados alambiques y valioso instrumental que invariablemente tenía que reponer antes de mi siguiente cónclave. Tales embates, de más está decir, cesaron al acumularse la cuenta por su constante reposición.

      Caí abatido y con el desánimo llegaron las fiebres, a tal punto que mi exasperado superior no dudó en concederme unos días para que descansase. Y con las fiebres llegaron las pesadillas en la sacristía y en la alcoba de mi infancia, alternadas con estúpidas y viciosas ensoñaciones de diablos cocinando almas condenadas en el Infierno, empleando sin consentimiento mis toscos cilindros como lanzallamas. Sonriente

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