La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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al fiero aprendiz de brujo, cuya iniciación se consumaba esa noche y que la víctima –cuya fiereza debía beber a través de la sangre para ser debidamente investido por los nigromantes de su pueblo– era yo.

      Solo que no estaba dispuesto yo a vender mi caldo tan a la barata. Crucé el mosquete horizontalmente sobre mi cabeza y el machete sacó chispas al pegar violentamente contra el metal del cañón, dislocándome una de las muñecas en el impacto. El ímpetu con que se me abalanzó me hizo dar de topes contra el costado de la goleta justo en el momento en que esta dio otro fuerte latigazo en nuestra dirección. Atacante y atacado nos precipitamos fuera de la cubierta y caímos en uno de nuestros botes de desembarco, que habían dejado, tercamente, listos para descender a tierra al clarear el día. Dañado por el ataque, ya solo pendía de un aparejo en llamas que cedió al caer los dos cuerpos sobre él.

      Al proyectarnos al vacío fuera de cubierta, giramos sobre nosotros mismos y mi atacante me sirvió de colchón al caer de primero sobre el maderamen del queche, rompiéndose el cuello en el acto con un seco chasquido. Dimos con el bote en el agua y casi de inmediato, la goleta chocó violentamente contra nosotros; la fuerza de la colisión volcó el bote, lanzándome al agua y cubriéndome este al quedar flotando con la quilla arriba. Ascendí a respirar el aire sofocante de la bolsa que se había hecho en la concavidad del bote, vientre asfixiante que en ese momento se me antojó cálidamente maternal.

      Fue una fortuna, pues al verme caer fuera del barco, arreció desde el mismo y desde las piraguas cercanas una lluvia de disparos sobre el casco volcado, que me sirvió de escudo, si bien algunos proyectiles lo atravesaron, salpicando el agua en torno mío. El oleaje comenzó a alejar el bote del pecio moribundo, que seguía agitándose atado a su ancla superviviente, como un cíclope enloquecido de dolor que lucha por ser libre. Cubierto por el casco, los captores me dieron por muerto y se dedicaron a rematar a los últimos infelices con vida que quedaban, a fin de hacerse con el cargamento lo más rápido posible. Desde lejos oí los gritos y los disparos finales. Bien sabía que no habría prisioneros, pero no tenía derecho a lamentarme. Tampoco yo solía hacerlos.

      Me así con desesperación al cableado interno del bote, sintiendo una fuerte corriente que impulsaba a este y a mí con él. El jolgorio de los vencedores y el crepitar del barco en llamas se me fueron antojando más lejanos, a la vez que despertaba el dolor de las heridas acumuladas en mi cuerpo, temporalmente arrebatado a su afiebramiento. Ignoro cuanto tiempo pasé en esa condición. Sentí que me empezaba a faltar el aire en mi seco refugio y las fuerzas no me daban para mantenerme agarrado y pataleando. Pero temía sumergirme y salir del refugio para ser limpiamente acribillado o degollado por las piraguas que imaginaba allí afuera, acechándome. Empecé a advertir un contragolpe en la marea y el agua en que me movía se tornó más densa y arenosa. ¡Me acercaba a la playa!

      Con la punta de los pies por momentos tanteaba un fondo irregular, a veces filoso, a veces arenisco. Pronto podría encallar y entré en pánico al intuir que quedaría atrapado dentro de ese sarcófago flotante, ahogándome o sofocándome. Con el último acopio de fuerzas y de valor, aspiré de una bocanada el poco aire que me quedaba y me sumergí, buscando emerger en la oscuridad junto al casco. Logré hacerlo, pero al tratar de asirme a una de sus cableados laterales, mi mano dislocada se enredó dolorosamente a ella y quedé atado al maderamen, hasta sentir cómo este reventaba con las olas sobre una playa de arena uniforme. Descompuesto de dolor, logré liberar mi martirizada mano, terminando de desmontármela en el trance final pues intenté ganar la playa, a la vez que el casco volcado empezaba ya su vaivén con la succión de la contramarea, haciendo lo propio por arrastrarme hacia la traicionera espuma de aguas más profundas.

      Siempre imaginé en los relatos de los náufragos, a esos pobres diablos dar valientemente pasos erráticos dentro de la playa, para desplomarse arena adentro con dignidad. No fue mi caso. Repté y me arrastré de la manera más innoble posible, jadeando con la boca abierta y tragándome al por mayor arena y agua salada. No recuerdo más. Tras vomitar violentamente, la negrura de la inconsciencia ahogó mi recuerdo, con el telón de fondo de las últimas detonaciones en el pobre barco agonizante.

      Es irónico pensar cuantas veces damos por cumplido nuestro acto y nos dirigimos a ese camerino que es el lecho de muerte, para quitarnos la máscara y contar las monedas que el público en su benevolencia, nos ha arrojado sobre el escenario. Difícilmente nos detenemos a pensar en la probabilidad de tener que volver al entablado, pero la concurrencia suele demandar caprichosamente nuestra reaparición. En mi caso, el escenario estaba a la espera desde hacía años y solo faltaba el comediante en jefe, el macabro bufón, para dar inicio a la desdichada puesta en escena. Treinta y cinco azarosos años después de mi muerte en efigie, las olas sangrantes de un mar en llamas me depositaban devotamente en las pías arenas de la playa por la cual huí de niño…

Parte tercera

      I

       Nuestra Señora de los Infiernos

      —Mamita, ¿puedo ir a jugar con las tinieblas?

      —Está bien m’hijito, pero vuelva antes de que oscurezca…

      Era ella y estaba allí… Y se me antojó dulcemente tierna y consoladoramente hermosa, a pesar de su traje negro y mortuorio, tan similar al que usase en vida como homenaje a mi nacimiento, desmesuradamente largo y arrastrándose por el suelo en infinitud de jirones desgarrados; sus facciones hundidas y mortecinas, cubiertas por un velo mortuorio ominoso y traslúcido; la piel de sus manos fantasmalmente blanca, tallada en el mismo mármol del que están hechos los palacios y los templos de ultratumba.

      Era ella y me abrazaba llorando dulcemente sobre mi rostro, las lágrimas más sublimes y deleitosamente añoradas, mientras repetía una y otra vez: “¡Volviste, volviste, sos vos al fin, volviste para cuidarnos a todos, qué bendición de Dios, estás vivo!” Y no me percaté en ese momento que esa voz débil, mustia y afeminada, acariciando mis oídos con sus lágrimas, en nada se parecía a la voz de mi madre, yerma como la de toda persona ayuna de tentaciones. Pero ya nada de eso importaba; lo único en ese momento era que la tenía solo para mí, lazo decrépito tendido alrededor de mi cuello y de mi corazón. Pero de repente ya no era yo Santiago de Sandoval, náufrago míseramente abandonado en una playa engañosamente desconocida, sino Santiago Apóstol, santo patrono que a caballo volvía de la tumba para pisotear en nombre de la cristiandad a todos los infieles y los herejes, tal y como lo contemplase absorto de niño en la imagen de la capilla tutelar en la iglesia de mi tío. Pero caía entonces en la cuenta de que la cabalgadura no era para mí, infante de marina como era a pesar de mis yerros y desaciertos militares. Y súbitamente ya no era yo amo de una montura encabritada arrojándose a pecho descubierto contra las briosas cimitarras sarracenas, sino el despiadado y eficaz guerrero de alta mar que solía ser, abordando sable en mano la cubierta enemiga para decapitar cabezas a granel, inmune a las súplicas de piedad que osaban interponerme.

      Pero no tuve tiempo de solazarme en el miedo del enemigo, pues ya mi brazo nervudo tumbaba con feroces golpes no de su sable sino de su machete, la densa floresta que osaba cerrarme el paso, en vez de podar testas al sol. Y era Ogún, el fiero y resuelto dios de piel oscura, que cincelaba la selva a su antojo para hacerse una inmensa corona de hojas y flores con las cuales ceñir sus sienes y proclamar su señorío sobre todo lo indómito y lo salvaje. Y he aquí que ya no era yo el dios africano, sino un numinoso emperador indígena en una suntuosa anda tejida con palmas, en la cual iba sentado como amo del mundo, ataviado con un espléndido penacho de flores y palmas, cetro altivo en mano, llevado por múltiples brazos sin rostro que no alcanzaba yo a discernir, mientras un fuerte látigo restallaba sobre sus adoloridas espaldas. Y súbitamente la luz del sol se derramó sobre mi cabeza y un espléndido cielo azul desplegó sus alas frente a mis ojos atónitos. Y mis manos se fueron cubriendo de plumas y mis piernas se fueron uniendo en una sola extremidad y mi lengua comenzó a silbar en sagradas lenguas herméticas al oído humano; y era ya un dios encarnado, la serpiente emplumada que

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