La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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que Antonio dejó abandonada la carga de cacao que debía traer y la cual fue el objeto de su viaje. Tampoco trajo mercancías muy importantes que debía de entregar a los cofrades. Y eso no es lo peor de todo. Con una crueldad en él desconocida –dijo sonriendo a medias, como si viese en ello una tímida demostración de hombría–, trajo a punta de látigo a los esclavos que terminaron reventando, con su inmensa anda a cuestas, territorio arriba hasta llegar a Cartago. La mayoría quedaron tirados en el camino, moribundos de enfermedad y agonizantes de cansancio; buenos y valiosos esclavos, por los cuales las cofradías habían pagado sus valiosos maravedíes. Fueron los sirvientes y algunos indios hurtados al cura doctrinero de Tucurrique quienes terminaron cargando el anda a su entrada a Cartago. El inocente de Antonio, ¡bueno, se le perdona por conocer todos lo que sabemos de él!, se adelantó y entró bailando regocijado y fuera de sí, en paños menores, con los ojos desorbitados y risa de lunático. Se hizo un vestido de palmas y una corona de flores y proclamó, como si fuese pregón del Rey, que usted había resucitado y había vuelto para protegerlo a él y a todos nosotros. ¡Absolutamente todo Cartago salió en tropel a ver su llegada! Era día de feria y de oír misa, la ciudad estaba desusadamente poblada en domingo y para enojo del cura rector y de fray Anselmo, fue una llegada de dios pagano en toda la regla. Hubo que atender a viejas desmayadas y a beatas tiesas de pánico, mordiendo sus rosarios y sus rebozos. Juan Manuel, el morenito que usted acaba de tumbar en pago a sus cuidados, subió a la torre de la iglesia sin autorización ni conocimiento del cura y como gran gracia, el muy tunante tocó las campanas a rebato, hasta que lo hicieron bajado a cinchazos de la torre. Causó terror y conmoción, no lo crea. Y tardamos en reaccionar, lo acepto avergonzado. Estaba yo en inspección de rutina en los Laboríos cuando me llamaron a toda prisa. Nuestro señor Gobernador se encontraba a medio camino desde Cot, vigilando las reducciones en las montañas al norte de Cartago. Sabiamente, nuestro guardián del convento paró en seco la manifestación y ordenó que a usted se le trajera acá y se le colocase en esta celda, la más confiable de Cartago, hasta que las autoridades viniesen. Luego reconvino severamente a Antonio, quien junto con sus cobrizos logró la autorización de fray Anselmo para que se le diera cuido por parte de ellos, con el apoyo de uno de los hermanos más jóvenes. No lo dude. Tiene usted un gran pulso para oler la oportunidad de un público cautivo, don Santiago. Debo reconocerle eso.

      —Yo… yo… ¿qué le puedo decir, don Joaquín? Yo…

      —Mejor no diga nada aún, don Santiago… Tendrá tiempo de sobra para dar las explicaciones del caso.– Y en este punto, con un evidente gesto de indignación, se puso a caminar por el reducido espacio del cuarto de un lado a otro, con tono iracundo y enfatizando cada una de sus palabras a la vez que tronaba sus dados, mientras el Gobernador asentía con la mirada perdida en el suelo:

      —El caso es que usted, don Santiago, ya se hizo una imagen de auténtico resucitado entre estas buenas gentes. Es una leyenda viviente. Lo que falta por definir es si para bien o para mal. En suma, don Santiago, tenemos a un reaparecido de quien todos murmuran y a quien todos quieren conocer en este valle. Es probable que su fama ya haya llegado más allá del Valle del Guarco y cruzado el Ochomogo, hasta los valles occidentales.

      —¿Qué fue de mi familia? –pregunté con un hilo de voz. Temía hasta los huesos espetar la pregunta maldita, pero se trataban de futuros peones en el ajedrez que iba a ser disputado y de cuyo aborrecido tablero no podía ya desligarme. Obviamente, mis parientes serían los primeros en estar molestos, infamados por un vergonzoso engaño que, difícilmente, se podía defender como una infantil tomadura de pelo; a lo sumo, un desesperado acto de amor materno, que se desvanecía tan pronto yo hubiera alcanzado la edad legal para tomar conciencia del embuste y venir a esta tierra a poner las cosas en orden ante Dios y ante los hombres. Treinta y cinco años en que habían sido tratados como bobos, obligados a llevar un luto absurdo e innecesario que los haría objeto del escarnio local. Mestanza no pareció inmutarse por la pregunta.

      —Está viendo toda la familia que le queda, don Santiago –dijo mientras señaló con su cabeza a Antonio, que sumiso me sonreía retorciéndose las manos ansiosamente–. Poco después de su muerte –y enfatizó esta última palabra haciendo la señal de comillas con sus elocuentes manos–, su madre murió también. Ignoro hasta qué punto lo sepa, don Santiago, pero ella se quitó la vida… –y pareció detenerse un momento incómodo–, murió por su propia mano… Lo siento si es el peor momento para mencionarlo… Su abuela falleció también al poco tiempo, ya anciana e incapaz de reconocer a nada ni a nadie. La fortuna de su abuelo fue heredada por partes iguales, entre sus tres tíos y sus cuatros tías. Don José, el mayor de sus tíos, tomó su parte y se fue para Nicaragua. Nunca se avino a este lugar ni a su gente. Murió hace dos años. Su tío Alonso falleció sin descendencia poco antes del cambio de siglo, por causa de una enfermedad larga y dolorosa. Su tía Mariana, la madre de Antonio, enviudó de su tío Gaspar, quien tengo entendido rechazó siempre a Antonio por su poca virilidad. Dos años después de la muerte suya –y volvió a hacer las mismas comillas con sus manos mientras sonreía burlonamente–, un potro lo arrastró del estribo por el suelo, muriendo de las heridas a los pocos días. Tómelo si quiere como revancha divina, no se sienta mal. Créame que Antonio ya lo hizo. Pues bien, doña Mariana se casó con un meridano ricachón y la condición que puso el hidalgo fue: nada de hijos. Doña Mariana dejó a Antonio al cuidado de fray Anselmo, aquí presente. Lo que lleva del siglo es lo que no sabemos nada de ella. Doña Nicolasa y doña Juana nunca se casaron. Murieron sin descendencia, igual que su tío Antonio, ignoro sinceramente si es algo de familia, lo siento…

      —Mis primos, los primos de mi madre y mis tíos… ¿Qué ha sido de ellos?

      —La provincia ha conocido un éxodo sin precedentes desde que usted se fue, perdón, digo, murió, bueno, en fin, ¡como quiera verlo! La prosperidad que trajo el cacao y el camino de mulas en la época de su abuelo se ha ido perdiendo. Capitanes de empresa como él ya prácticamente no quedan en Cartago. Sus primos tomaron lo que en tercera instancia pudieron obtener del legado de su abuelo a través de sus propios padres y se fueron lejos de aquí, la mayoría mujeres con matrimonios promisorios arreglados, los otros jugadores irredentos huyendo de las deudas. A Guatemala se fueron los de ínfulas más aristocráticas. Los más emprendedores y sin miedo a empezar de cero se fueron para Tierra Firme. Pero todos, sin excepción, cortaron amarras con esta tierra.

      Respiré tranquilo, ninguno se fue para la costa hondureña. Si el norte era para los aristócratas y el sur para los ambiciosos, el centro era para los descastados de rostro deforme como yo. Estaba solo en la empresa, pues. Por lo pronto, tranquilidad. Nada de incómodos testigos en Río Tinto ni de parientes despechados y vengativos en Cartago. Mestanza continuó:

      —Antonio quedó a cargo del Convento y vive en una de las casas que su madre le legó antes de irse. Para todos los efectos, don Santiago, está solo. Usted decide si para bien o para mal. En este caso…

      —Por ahora creo que ha sido suficiente, don Joaquín, muchas gracias –sentenció don Lorenzo cautamente. Y añadió reclinándose hacia mí–: Don Santiago, el punto y la intención de esta primera plática, salvo el de ponerlo un poco al día, es el siguiente: Usted desapareció de Cartago en 1674, en medio de un grave escándalo por violación colectiva, en el cual salió afectada no solo la familia de un oidor obispal, sino también el obispo mismo. No quiero pensar en cuánto terminó lastimado Su Eminencia por el atroz agravio infringido a su amigo, el padre de la niña, así como a la doncella en cuestión. Y no quiero pensar en cuánto contribuyó ese dolor a enviar a Su Excelencia a la tumba acá en Cartago. A usted se le dio por muerto y enterrado. Se alegó que lo llevaron engañado para hacerlo parecer el único culpable. El expediente quedó abierto, solo fue cerrado por su muerte postiza. Es probable que haya prescrito, pero no seré yo quien lo decida. Para ello habrá una sesión extraordinaria del Cabildo que dictamine lo admisible, o no, de reabrir dicha causa. Como comprenderá don Santiago, la justicia española no tiene mucha experiencia con prófugos resucitados de la muerte. Pero después de todo, eso es una anécdota menor. El verdadero punto de duda, el problema mayor, mi problema mayor como gobernante de

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