La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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de luengos años, se le ocurriese inquirir en La Habana sobre mi coartada, mis superiores –de seguro embarrados hasta la coronilla en la transacción–, defenderían a capa y espada la veracidad de la fraudulenta evidencia, la cual también los eximía de todo mal.

      Todos los cómplices y testigos habían muerto. Las francachelas se justificarían lastimosa y compungidamente como un error militar de gente traumatizada por una aterradora travesía y que en mi enfermedad no tuve la fuerza para impedir. Nada que temer pues por ese lado. Me quedaba solo una tarea pendiente: vencer la desconfianza que les inspiraba. Debía demostrarles que era confiable. De nada valía argumentar que había sido un manso gatito. Las marcas en mi piel demostraban que el minino sabía arañar. Tenía que vender la idea de que el retorno al hogar era un acto de voluntad divina, que me había marcado profundamente. Y en este punto, ganada la confianza de mis compatriotas, tenía que demostrarles que yo era un hombre útil para la provincia. Debía haber algo que ellos necesitasen y que yo pudiera proveer. Debía otear la más mínima oportunidad de desplegar el toldo y mostrarles mis truculentas mercancías.

      Me faltaba solo la estrategia. ¿Cómo inspirarles confianza? Ante todo, debía ser paciente, debía demostrar que era un carnero predecible y razonablemente arrepentido. ¿Y por dónde empezar? Fácil: por mi obsecuente primo. Antonio me veneraba con una devoción henchida por lo que lo que él no dudaba en llamar un milagro. Sospeché que sus criados, empezando por el cholo Manuel, no le irían a la zaga. El franciscano rector desconfiaba completamente de mi estampa, bastaba verlo en su mirada. Y no lo culpo. Para él yo era una lacra de mar, ante quien los mercaderes del templo no eran más que inocentes párvulos jugando a la rayuela. Pero advertí el fuerte vínculo entre él y mi primo, digno de padre e hijo. Debía ganarlo por allí; ya Antonio cabildeaba a mi favor, saltaba a la vista. No estaba de más también el intentar hacer migas con los religiosos del Convento, los cuales debían de conocer y apreciar a Antonio. Cuando le tocase el hombro al fraile en jefe, ya tendría una muy buen aura entre sus acólitos. Apostaría a lo seguro.

      Granda era un hombre lento y flemático, seguro de su autoridad de Gobernador pero quizás no tanto de su fuerza para hacerla valer. Adivinaba extramuros de este convento, una fuerte aversión de mis paisanos al mandato del achacoso gobernante. Por ello, debía ser simplemente deferente, respetuoso y no crearle complicaciones. Mención aparte era Joaquín de Mestanza. Se adivinaba a leguas un hombre práctico, metódico hasta la pared de enfrente, inexorablemente eficaz y ante todo, un inteligente militar profesional en ciernes, no en declive como Granda. Era mi aliado natural en potencia, alguien ambicioso y escrupuloso a quien la vida de molicie en la mediocre aldea debía de hacérsele harto insufrible. Era menester ganarme su confianza como colega, pues percibía en él al intelecto capaz de decidir para donde mover los engranajes de la provincia.

      Y en cuanto al pueblo llano, ¿qué hacer? Por lo pronto, ya era yo una leyenda fuera de los ladrillos del convento. Intuía que la guardia a la entrada no solo era para prevenir mi huida, cosa insensata dado mi deplorable estado y mi desconocimiento de las posibilidades del terreno, sino también para espantar fisgones. Debía demostrarles que el resucitado, efectivamente, había vuelto, pero para bien, sumisamente convencido de que el designio divino me había traído para empezar de cero y limpiar mis culpas. Una tenue claridad se coló por las rendijas del postigo en la ventana, indicándome que había gastado toda la noche preparando la puesta en escena. Respiré tranquilo. Tenía cavada la trinchera y podía darme el lujo de esperar la embestida. Y en cuanto a mis alucinaciones, no eran más que los diablos del pasado hablando a través de la fiebre, alimentados con la mortal supresión del opio. Ni por la mente se me ocurrió pensar en las sombrías premoniciones de unas oscuras montañas que habían despertado en angustia al sentir la llegada del fuego que había precedido a la formación del mundo, el advenimiento de la serpiente emplumada.

      IV

       Usekara

      Debo reconocerlo. Juzgué muy mal al cholo Juan Manuel de primera entrada. A pesar de su adormilado descuido conmigo en su primera noche de brega, ningún emperador o resucitado fue asistido en la forma en que Juan Manuel me sirvió en los días venideros. A su particular manera, niño grande e ingenuo como también lo era mi primo, daba rienda suelta con cortés y admirable candor a su lengua, en un español jaspeado por las vetas de la jerga materna, respondiendo imprudente a cada una de mis cándidas preguntas sin medir el efecto o las consecuencias de lo parloteado. Nativo de las montañas y en desarraigo desde muchos años atrás, había crecido en la reducción de Cot, amancebado sin tomar en cuenta clan o casta, velando por el sustento de su mujer y sus dos pequeñas mellizas. Por él terminé de ponerme al tanto de las vicisitudes de mi pueblo en la treintena de años acaecida desde mi partida.

      Gracias al cholo me enteré que don Lorenzo Antonio de Granda y Balbín era un solterón contumaz al borde de la indigencia, sin más arraigo a la provincia que su salario, el cual, tradicionalmente, se lo atrasaba la Real Caja de Granada. Por ello debía siempre ser socorrido por sus influyentes amigos de Guatemala, entre los cuales contaba a concejales y comerciantes de no poca importancia. Pletórico de conflictos con mis inconvivibles paisanos, la enfermedad se cebaba en su cuerpo, empezando por devorar su habla, tal y como una boa deglute lentamente a su presa.

      Don Joaquín de Mestanza era de otra pasta. Vigoroso y resuelto, encarnaba la fuerza que al anciano Gobernador le faltaba por momentos. Moralista e intransigente con el vicio y la vagancia, perseguía sin denuedo a trasnochadores, jugadores y mujeriegos, atando a los infractores al cepo y a las transgresoras a sus piedras de moler, haciendo funcionar en suma el día a día de la capital, en lo que esto fuera posible. Si bien el cholo no supo explicarme el porqué del nervioso retorcer de dados en su mano, logré averiguar que era un apasionado dibujante y cartografista en sus ratos libres, cuyos mapas y bosquejos de caminos, tierras y comarcas remotas de la provincia eran muy cotizados en Guatemala, para fines administrativos y de ornamento. Sí me adelantó Juan Manuel algo que debía tener muy en cuenta para con el Teniente de Gobernador: si restregaba dos dados en la mano, estaba de malas pulgas y era mejor andarle de lejos. Cuando llevase un solo dado o ninguno, que era lo más atípico, podía acercarme a él sin temor. Definitivamente, era el muro de contención que debía ganar para mi causa. En cuanto a sus subalternos, don José de Casasola y Córdoba y don José Mier de Cevallos, eran estos buenos y honrados militares de la Península, a cargo de la defensa y la administración marcial en nombre del Gobernador. Más allá de eso, poco que decir salvo que como todos buscaban el alivio económico o el ascenso castrense que les pudiera asegurar su futuro, a una edad en la que las buenas oportunidades iban siendo engullidas por los más jóvenes y de buena cuna, comprados los títulos y los puestos aunque fuese a punta de carretones de cacao.

      Y por último estaba mi severo fray Anselmo de Noguera y Moragues. Catalán de origen, había hecho su noviciado en el convento valenciano de la Corona de Cristo, donde obtuvo las órdenes como franciscano recoleto. Contumaz admirador de la cultura gala y el idioma francés, el cual hablaba a la perfección por sus constantes viajes a los monasterios franciscanos a ambos lados de los Pirineos, también había sido por años guardián adjunto en el convento de San Miguel de Escornalbou y responsable de la difusión de la orden minorita. Dicha afinidad, impensable durante el reino del Hechizado, tomaba carta de ciudadanía con el ascenso del Borbón, de quien era súbdito devotísimo y acérrimo partidario del centralismo que pregonaba, en detrimento de los fueros que tan celosamente defendían sus paisanos catalanes. Al igual que Mestanza, era un austero defensor del orden y el estatuto, del código y del precepto; veía en el despotismo borbónico la forma de salvaguardar a los mismos de la plétora de autonomías que hacían de la Península un frágil mosaico de nacionalidades sin alma común, sin músculo para defender la fe católica, que era, a sus ojos, la principal razón de ser del Imperio.

      Tras múltiples choques con sus hermanos y compatriotas por tan peligrosas ideas, en un momento en que ni por asomo se presagiaba la llegada de un francés al trono ibérico, llegó el vehemente y severo religioso a la conclusión de que nada hacía en su patria y se dejó convencer por un grupo de frailes,

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