La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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catalanas y por su afán de colaborar con la evangelización de las Indias Occidentales, –en un momento en que la misma se le escapaba de los dedos a la Orden– sus superiores le encargaron el pequeño pero espléndido crucifijo que orlaba su pecho, con la consigna de legarlo a quien escogiese para continuar con la dirección de la obra misionera, cuando llegase el momento. Solo así se explicaba esa joya en la pechera del austero varón, hombre probo y severo de un frugal y altruista despotismo, que aplicaba a partes iguales en su faena como superior del Convento de Cartago y responsable de la evangelización en la cerril Talamanca.

      Convencido como estaba de conocer la verdad absoluta y de su autoridad para tomar a los demás de la mano sin pedir permiso y llevarles por la senda de la verdadera religión –fueran peninsulares, criollos, indios o mulatos–, representaba yo ante sus ojos la epítome de todo lo que más profundamente aborrecía. Un totalitario del espíritu, un padre benevolentemente déspota, pero capaz de morir de hambre con tal de alimentar al último indio de sus reducciones; el nuevo y entusiasta aire que él y los suyos le habían insuflado a la provincia en su obligación ante la Corona de ganar a Talamanca para el evangelio, le daban al solemne religioso mil títulos para hacer valer su opinión en la pequeña sociedad de mi tierra. Los hechos hablaban por sí mismos. Tres grandes misiones florecían en Talamanca, San José de Cabécar, San José Urinama y Chirripó, sin contar con la sólida reducción de Boruca, sobre el Mar del Sur y que pronto se reforzaría con nuevos indios bautizados provenientes de la cordillera y las tierras caribeñas al norte de ella. Sin lugar a dudas, él y Mestanza serían los dos aparejos del yugo que terminaría por aplastarme si no sabía anticipar sus movimientos con sagacidad.

      Y tuve, por último, el jocoso deleite de conocer a dos cholos más, íntimos de Juan Manuel y servidores también de Antonio y del Convento. Gil Castro Baldizón, de un extraordinario parecido con Juan Manuel y su concuño del alma, que tenía, igualmente, a su parentela en la reducción de Cot, pero pasaba la mayor parte del año en Cartago, difícilmente por exceso de afecto hacia su mujer, con la que no tenía hijos. Rasgaba el español con dejos de su jerigonza nativa, pero era igual de servicial, sumiso y creyencero. El otro era Emiliano Abranza, moreno bajo y grueso, de bigotes ralos que le sobresalían sobre la comisura de los labios y cuatro pelos ensortijados en la barbilla por toda pilosidad. Andaba siempre con un pañolete anudado a la cabeza y sobre este un enorme sombrero de paja, para protegerse del despiadado sol en los labrantíos que rodeaban a la reducción de Cot. A diferencia de los otros dos, era un hombre de familia en extremo casero, diestro en el manejo de varias de las lenguas indígenas, pero renuente a acompañar a los franciscanos en sus labores de misionaje, prefiriendo romperse el lomo sobre la pala y el azadón de madera. Taciturno, lúcido y circunspecto, daba la apariencia de una envidiable serenidad que en mucho me habría de servir en los agrestes recovecos de Talamanca.

      Por lo demás, mi tierra seguía siendo el mismo mundillo de dimes y diretes que recordaba. Únicas armas posibles contra el tedio de un paraje en lo que nada cambia, en el que las hojas del calendario se atascaban junto a las ruedas de los carretones de los maldicientes campesinos, en el fango de los incontables lodazales que los dilatados meses de lluvia dejaban a su paso por las plazas y callejas del villorrio. Y en cuanto al cholo Juan Manuel, más que servicial era sumamente entretenido. Creía devotamente y a pie juntillas que portaba yo mágicos poderes que tarde o temprano derramaría. A pesar de todas las reconvenciones en contra, insistía en llamarme usekara y a su manera fue el más fervoroso creyente de mi rango, el ungido por las montañas para transmitirme la iniciación secreta en aquella celda del agrietado convento recoleto, bajo las barbas mismas del Yahvé y sus celadores de hábito café oscuro. Cuando regresaba bostezando de los oficios religiosos, invariablemente volvía a la carga predicándome y machacándome la misteriosa condecoración, infantil forma de rebelarse ante el dogma de sus amos.

      Una noche en especial, fría y lúgubre como hálito de mal agüero, Juan Manuel, Gil Castro y Emiliano se quedaron a acompañarme, este último por lo tarde que era para volver a su reducción de Cot. Con una vela para los cuatro y hablando en voz queda, no me contuve la curiosidad y empecé con una burlona amonestación a la pleitesía que me rendían Juan Manuel y su cuñado.

      —¡Usekara, usekara, usekara! Juan Manuel, ¡te van a quemar vivo si te siguen oyendo diciéndome así! Ve que ellos ya tienen experiencia con eso de hacer fogatas… ¿Por qué me dicen así? ¿Qué cascos es un usekara?

      Juan Manuel me respondió animoso:

      —¡Usekara, patroncito, usekara! El usekara usa bastón y piedras mágicas. Eso le falta a usté, pero apenas tata cura se descuide, se las consigo, no se preocupe. El usekara se va a la montaña, a lo más cerrado de la selva, a un lugar hondo y oscuro y canta todo el día las canciones sagradas, las siwas’, y ayuna y se hace las marcas sagradas en la piel y a veces tiene que sufrir mucho. Y cuando Sibú considera que el usekara ya no está sucio y está listo, viene el espíritu de Sibú como un gran rayo con un gran fuego y se mete en él y le da fuerza y el usekara es ya un usekara y se hace Sibú. Y se vuelve como Sibú y tiene grandes poderes, que matarían a cualquier otro que no sea el usekara y puede tomar la forma de animal que quiera, danta, saíno, tigre, culebra, pero en especial tigre y culebra. Cuando va a la guerra, es un tigre. Cuando tiene que luchar contra los malos o castigar a los que pecan, prefiere la culebra.

      —¡Lento, lento! Sigo sin entender… ¿Qué es un usekara? ¿Y quién rayos es Sibú?

      —Usekara, Sibú es Dios, es el que mandó a hacer todo –terció en mi auxilio Gil Castro Baldizón–. Los bribris, los cabécares, éramos como semillas, nos trajo como semilla, de allá debajo de donde nace el sol, donde la gran culebra cuida la casa de Sibú…

      —¡Sí, sí, vinimos como semillas! –interrumpió entusiasmado Juan Manuel–. ¡Sibú trajo cuatro grupos de semillas, las ditsö́, y buscó un lugar justo debajo del sol, donde hubieran cuatro ríos! Trajo las semillas a Surayom, debajo del sol, antes de que este se moviera sobre las montañas…

      —De cada semilla hizo un clan, sacó cuatro clanes, los wak. Y también hizo cuatro tipos de magos: los usekaras, los isogros que son cantores y conocen todas las historias de nuestra gente, los blus que son los que gobiernan, y los awás, que son los que curan y ahuyentan al bukurú y a los malos espíritus, los bi y los ña. Luego hizo a los yerias, que son los guerreros y los que cazan, pa’ luego terminar haciendo a los kerpas, los que sembramos la tierra, hacemos cestas y vasijas, pescamos y tenemos hijos…

      —Y luego hizo que el sol se moviera y amaneció por primera vez. Y al lugar donde amaneció por primera vez lo llamó Surayom…

      —¿Surayom? ¿Y es dónde rayos queda?

      —Nadie lo sabe, usekara –sentenció con gravedad Juan Manuel–. Solo Sibú y los usekaras lo saben… Mi abuelo decía que estaba en el centro del mundo, allá en lo más alto de los picos. Pero aunque nuestros ojos fueran sanos y tuviéramos a Surayom en frente, no lo podríamos ver, porque solo Sibú y los usekaras lo pueden ver…

      —¡Dicen que es el lugar más hermoso de las montañas, donde nació el mundo! –terció entusiasta Gil Castro, al punto de que tuve que pedir que bajase la voz–. Allí habían cuatro ríos y Sibú lo escogió porque era el lugar más lindo pa’ sembrar las semillas y donde por primera vez vio salir el sol… Y con los cuatro puñados de semillas, sacó cuatro clanes y cuatro magos de cada puñado de semillas. Y de allí nos hizo a los bribris y a los cabécares. Nosotros no nacimos en nuestras tierras. Nacimos de Surayom y mi abuelo, que era un gran isogro, decía que cuando las cosas se pusieran feas, a según y conforme el mundo se volviera más y más viejo, lleno de canas y de arrugas, volveríamos todos a Surayom pa’ empezar de nuevo…

      —¡Sí! Y con las semillas Sibú nos hizo a todos nosotros, bribris y cabécares, y hizo a los magos y a los guerreros y también hizo a los clanes y los rituales y los cantos, porque solo cantando se puede hablar

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