La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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de Indias y de allí viajar sin desvíos a Veracruz, donde nuestro Virrey en persona lo recibiría. Se trataba de una entrega especial que no podía fallar. Sé que no es el momento para inquirirle al respecto, pues su estado de salud apenas se está recuperando y no deseo viciar la investigación por venir con preguntas prematuras y sin las garantías de ley, don Santiago. Pero no puedo evitar cuestionarme qué estaba haciendo usted en Matina, a cientos de leguas náuticas de Veracruz, su verdadero destino. Más aún, –y se puso lentamente en pie, como para emular lastimeramente a Mestanza en el impacto de sus palabras–, ¿por qué acercarse a esta tierra, don Santiago, a esta tierra en la cual se le cerró un proceso criminal, únicamente, porque usted estaba oficialmente muerto y abandonado a los zopilotes en Matina?

      Realmente, no sabía qué responder. El dedo del Gobernador había entrado de lleno en la llaga y rebuscaba dolorosamente la carne pútrida de mi conciencia, sin contemplaciones de ningún tipo. Pero no iba yo a delatarme fácilmente, aunque no tuviese en el momento ni el más mísero conato de estrategia con el cual escudarme. No se entra en batalla sin un plan, no se asiste prolijamente a una emboscada cuando se sabe necesario defenderse de fuerzas infinitamente mayores que las propias. No era el momento oportuno de afrontar un nuevo combate naval; por ello no dudé en lucirme hilvanando, o mejor debería decir deshilachando, algunas ideas tartamudeadas inconexamente.

      —Yo… verá… les explicaré… todo es confuso… pero le juro, pero le juro… que el barco…

      El truco dio resultado. Más por ahorrarle al Gobernador el penoso espectáculo de mi balbuceo, Mestanza cerró los ojos meneando despectivo su cabeza y posando quedamente la mano en el hombro de su jefe, le dijo con voz suave:

      —Su Excelencia, este pobre diablo está lejos de poder armar una idea coherente. No es momento aún de someterlo a interrogatorio y la verdad sea dicha, hay tiempo por delante. No está en posición de escaparse y lo vigilaremos día y noche. Pondré guardias para ello. Que sigan Antonio y los suyos cuidándolo bajo el ojo de fray Anselmo, si el padre guardián lo tiene a bien.

      El religioso asintió con su cabeza. Y volviéndose hacia mí, sentenció Mestanza con mirada adusta:

      —Queda usted a resguardo de los frailes franciscanos en este honorable Convento. Esta es la celda más segura de Cartago, aunque no lo parezca. La puerta siempre estará custodiada por un guardia, así que excursiones imprevistas fuera del itinerario no serán bien recibidas y se castigarán severamente. Le recomiendo que coopere, don Santiago. Es una situación incómoda para usted y para nosotros. En tanto usted nos ayude a establecer la verdad de los hechos, tanto mejor para todos. Le daremos la caridad cristiana que manda el Evangelio, pero salvo la gracia de Dios, todo tiene un límite. No abuse de ella.

      Lorenzo se colocó de nuevo el tricornio, metiéndose bajo el mismo con los dedos temblorosos los escasos cabellos de su frente, para culminar diciendo:

      —Tiene razón, don Joaquín... Disculpe mi premura, don Santiago, pero no me gusta lidiar con la incertidumbre. Me complica mis responsabilidades. Y ya tengo muchas por acá. Puedo pensar que tengo que lidiar tanto con un pobre diablo, como con un malhechor. El tiempo y usted mismo me dirán cuál de los dos es en verdad. Por lo pronto, descanse y recupérese. Toda Cartago está muy alterada con su llegada. Justo es calmar las aguas primero. Quedará a cargo de su primo Antonio y de sus criados. Ahora, los dejaremos solos, creo que tendrán mucho de qué hablar.

      Y sonriendo se despidió paternalmente de mi primo, para luego deferente despedirse de mí con la misma respetuosa inclinación de cabeza, saludo que devolví con un leve movimiento de la mía. Sin más palabra, sus colaboradores hicieron lo mismo y salieron. El superior de los frailes se esperó para salir de último y despidiéndome con una mirada llena de desconfianza, se inclinó levemente antes de cerrar la puerta. Si mi granuja clarividencia no me fallaba, podía jurar que el Gobernador le estaría indicando afuera a su segundo que no me perdieran palabra de la conversación con mi primo y su criado, mismos a los que interrogarían religiosamente día con día para sacarles hasta el último gránulo de parloteo con mi persona. Con el religioso no había duda, me toleraba porque no tenía otra opción, pero a leguas se notaba que no iba a cruzar palabra conmigo. Me di cuenta que debía crear un ambiente de tierna duda razonable para quien esto narra. Era pues tiempo de darle un tono lacrimoso a nuestro reencuentro. Antonio se acercó ansioso y expectante a mí, siempre restregándose nerviosamente las manos, un gesto que no habría de abandonar nunca, hasta su cruel y dolorosa muerte en las montañas. Aunque cueste creerlo, no pude evitar llenarme de un sentimiento de nostalgia. Después de todo, era una dulce ternura incondicional que mi manso cachorrillo no escatimaría en prodigarme hasta el último de sus días. Antonio volvió a llenar el cuenco de sus ojos con lágrimas, mientras se inclinaba a mi lado y tomaba débilmente mis manos.

      —¡Viniste! ¡Volviste! ¡Yo sabía que no estabas muerto, me lo repitieron muchas veces pero yo no les creí! Tampoco les creí a los que te acusaron. Yo sabía que eras inocente, tampoco les creí cuando tía murió y nos prohibieron volver a mencionar tu nombre. Me llegaron a embarrar chile picante en la boca, pero aun así me negué. Le quitaron el habla a mi mamá y ella también me la quitó a mí, pero yo me negué a seguir creyendo. Y el nombre tuyo lo repetí una y otra vez, hasta que se cansaron y me lo quitaron todo. Fray Anselmo me recogió y me defendió y se peleó con ellos cuando me lo quisieron quitar y no darme nada. Mamá tenía una deuda con la Cofradía y no podía irse de Cartago hasta pagarla. Fray Anselmo la obligó a dejarme mi parte de la herencia, a fin de perdonarla y que se fuera. Desde entonces estoy con ellos, estoy con ellos y son mi familia. No te preocupés por nada, Santiago. Ellos son mi familia y te van a cuidar y te van a defender, porque yo les dije a todos que vos siempre me defendías y que eras así porque tenías que defenderte, porque yo sabía que te habían hecho cosas muy malas, muy malas… ¡Volviste, volviste primito, y estás vivo! ¡Y ya nunca te vas a ir!

      Y diciendo esto se volvió a arrojar sobre mí con los brazos alrededor de mi cuello, llorando, mientras yo lo escuchaba estupefacto. Tenía que entrar en escena, algo debía hacer para reforzar mi posición. Traté de calmarlo lo mejor que pude para poner orden en su calamitoso discurso. Aún con dificultad para hilar palabra, intenté ponerme al día con todo lo acontecido en mi pueblo en esos treinta y cinco años de muerte fraudulenta, sonsacándole todos los hechos posteriores a mi huida, la imagen que había llegado a dejar en la gente y el legado con el cual lidiaría en adelante –justo es reconocerlo– de cara no solo al pueblucho sino también a la justicia local. No les cansaré ahora con su largo y detallado galimatías, en los que por momentos me costó inclusive notar sus pausas para poder respirar. Pero por lo pronto, no me costó comprender que en ese cuerpo frágil y delgado de hombre hecho a medias, habitaba el mismo niño que era para la época en que yo fui obligado a abandonar mi propia infancia por interpósita mano.

      Mi muerte había sido el inicio del Infierno para él. Como bien lo dejara ver el Teniente de Gobernador, mi tío nunca lo aceptó por su carácter esmirriado y por lo lento de su hombría, desdén que su sumisa esposa hizo propio, educada como estaba en la tradición de verlo todo a través del prisma masculino. Ese rechazo por parte de los suyos fue tomar nota para los mocetones de mi aldea de que toda exacción con el pobre Antonio era oficialmente permitida. Privado de su fiero y cruel defensor, con quien el chicuelo se daba el lujo de pavonearse, se inició un largo y despiadado ajuste de cuentas que no finalizó a medias sino hasta la llegada de una nueva generación de franciscanos recoletos a Cartago a finales de siglo, entre ellos el propio fray Anselmo de Noguera y los mártires de Talamanca –fray Pablo de Rebullida y fray Antonio de Zamora– quienes le tomaron profundo cariño y lo introdujeron en las actividades de la iglesia y de las poderosas cofradías de Cartago. Muy especialmente fray Anselmo lo llegaría a ver como a un hijo propio, siendo su ángel guardián contra los abusos de la gente de mi tierra. Amparado su hijo por el guardián del convento y sus carismáticos acólitos, mi tío tuvo que refrenarse en sus abusos, limitándose a hacer reír a los demás con pesadas bromas a costa del pobre Antonio, costumbre que no cesó hasta que, en justa

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