La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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está Juan Manuel, ya está! ¡Está enfermo, está asustado, no está en él, no sabe quién es! ¡Pero yo sí, no le hagás caso! ¡Pronto! Avisale a tata cura. Decile que Santiago ya se despertó, que ya pueden venir, que llame a los otros. ¡Santiago ya se despertó!

      Mi nombre antiguo y blasfemo se clavó como una daga en el corazón. Mis oídos, acostumbrados por años al Nicolás Salgado en estas tierras, escupieron las palabras recibidas como quien vierte al suelo el contenido de un veneno. ¡No podía ser! ¡No debía ser! Mientras unos pasos llorosos y apresurados salían de la habitación, la otra sombra se acercó lentamente hacia mí para estallar en sollozos e hincarse a mi lado, abrazando con fuerza mi maltrecho cuello, besando una y otra vez mi sucio cuero cabelludo, mientras yo descendía en un pozo de terror, en una fría fosa de espanto, preso de una horrible intuición.

      —¡Volviste, primito, volviste! ¡Sos vos al fin, volviste para cuidarnos a todos! ¡Qué bendición de Dios, estás vivo, primito! ¡Ya nunca más nos vas a dejar! ¡Ahora sí que nos vas a cuidar a todos!

      Sofocándome, tomé los flácidos y diminutos brazos que me rodeaban, dejando escapar estupefacto un nombre olvidado durante muchos años en algún oscuro y polvoriento rincón del alma: “A… An… ¿Antonio?” ¡Era él! ¡Mi mustio y frágil primo Antonio! ¿Habría muerto yo acaso y venía él a mi encuentro? ¿Es que acaso era ese el Infierno que me esperaba tras el silencioso umbral de la muerte? ¡Antonio! El impotente testigo de mis tempranas palizas de la infancia, al que protegí con ferocidad y saña una vez que las armas y las cicatrices me enseñaron el idioma que mejor entienden los hombres. Allí estaba, eterna alegoría de lo exiguo, débil y vulnerable a la más mínima ráfaga de viento, tal y como lo había engastado en mis recuerdos.

      Al oír su nombre en mis labios, terminó de estallar en llanto abrazándome convulsivamente, repitiendo una y otra vez las frases que les acabo de narrar. No era un sueño, no había muerto. ¡Estaba de vuelta en mi pueblo, en mi aldea, junto a mi primo enclenque! ¿Cómo era esto posible? ¿Qué clase de broma miserable era esta? ¡Y me había delatado ante sus ojos, mucho antes de que el verdadero interrogatorio iniciase! El manso corderito había llegado por sus propias pezuñas a poner el cuello en el cepo. ¡Estaba de vuelta justo donde mi pasado me había dejado treinta y cinco años atrás! Y al reconocer con su nombre a mi primo, tontamente ajusticié al Nicolás Salgado que, como salvoconducto, me había protegido donde quiera que fuese, interponiendo una sólida muralla entre mi vida y las consecuencias de mis actos pretéritos. Estaba allí y era de nuevo Santiago de Sandoval y Ocampo, con un vasto expediente abierto ante la justicia y con la incómoda situación de explicar por qué me encontraba vivo y respirando en vez de yacer ceniciento y polvoroso en algún perdido manglar de Matina.

      Estaba cogido por sorpresa. Y las sorpresas apenas comenzaban. Unos pasos fuertes se oyeron por el pasillo, hasta llegar a la puerta que se abrió chirriando, aquejada de ese reuma color azafrán que suele amargar los últimos años del hierro. Secándose las lágrimas, Antonio se incorporó para retroceder sumiso a una de las esquinas del cuarto. Fue así como entraron a la habitación cinco sujetos, a todas luces prohombres descollantes de mi pueblo. El mayor de ellos, definitivamente el de rango principal, ingresó de primero saludando caballerosamente con un calmo asentimiento de cabeza. Podría tener unos sesenta años pero aparentaba muchos más, existencia llevada y traída por los agobios del deber y la falta de buena fortuna. De piel blanca pero reseca, los carrillos hundidos por la temprana pérdida de los molares y los ojos desteñidamente claros, su pelo ceniciento mostraba grandes entradas en la frente, cayendo hacia atrás para trenzarse en un raído lazo hecho del mismo material y tonalidad que su descolorida gabardina. Encorvado y enjuto, la nuez de su garganta se movía de arriba abajo, como si toda la energía de su magro cuerpo se consumiese en tal fin, al margen de su boca en perpetuo temblor.

      Tres hombres formales lo seguían, junto a un religioso de edad madura y mirada adusta. El que entró después del anciano era de mi misma estatura pero más fornido, ojos cafés y una barba corta en la que ya entreveraban abundantes canas. El cabello, del mismo tono, lo peinaba hacia atrás mostrando también sobre su frente unas entradas incipientes. La mirada diligente de su rostro dejaba entrever una gran resolución y un inexorable sentido de lo práctico. En mangas de camisa y con un ajado chaleco color café, la contrariedad de su faz parecía indicar que había sido precipitadamente sacado de su agobiada mesa de trabajo. En su mano izquierda restregaba reiteradamente unos pequeños objetos, los cuales tras mucho esfuerzo y con gran curiosidad y extrañeza pude distinguir como dos percudidos y viejos dados de envite.

      Los dos hombres detrás de él parecían más jóvenes; eran altos y delgados, de tez aceitunada, cubiertos con raídos gabanes y con la descuidada cabellera peinada hacia atrás, trenzada a la manera de una cola de caballo a la altura de la base del cuello. Todos traían sombreros tricornios que se descubrieron al entrar y uno de ellos cubría, adicionalmente, su cabeza con una pañoleta descolorida. Detrás de ellos y de pie a la entrada quedó el religioso, hombre de unos sesenta y cinco o más años, vestido con el hábito café oscuro de los franciscanos recoletos, el célebre cordón blanco a la cintura, el proverbial rosario al costado y adornando su pecho, un pequeño pero valioso crucifijo de oro. Me pregunté entonces por qué un fraile mendicante se permitía un lujo tal a contrapelo de lo prescrito por su orden y en una aldea célebre por su pobreza. Bajo de estatura, delgado pero enhiesto, su rostro barbicano remataba en unos ojos del mismo color que su hábito, enmarcando una mirada recia y severa mezclada con una profunda resignación, no supe a qué en ese momento.

      El más anciano de los hombres procedió a tomar asiento, mientras el segundo se sentaba a su lado. Empezó a hablar con una voz farfullante y obstruida, la cual omitiré remedar para no agobiarles. Lento y reflexivo, ponderaba con su voz gangosa las palabras antes de proferirlas, cerrando los ojos cuando el esfuerzo de coordinar su lengua y la nuez de su garganta le consumía más fuerzas de lo habitual.

      —Mi nombre es Lorenzo Antonio de Granda y Balbín, y soy el gobernador de esta provincia de Costa Rica, por gracia de Dios Nuestro Señor y de Nuestra Católica Majestad. El caballero a mi izquierda es don Joaquín de Mestanza, mi teniente de gobernador, hombre de toda mi confianza, mano derecha mía y segundo al mando en el manejo de la provincia. Los caballeros de pie a mis espaldas son el teniente José Mier de Cevallos y el capitán José de Casasola, a cargo ambos de la defensa militar de la provincia –dijo mientras los señalaba vagamente con su descarnada mano–. Y el reverendo padre fray Anselmo de Noguera y Moragues es el guardián del Convento de Nuestro Señor San Francisco, del cual goza usted hospitalidad. –E hizo aquí una pausa para paladear bien las palabras, antes de continuar–. De parte del pueblo de Cartago le damos la más cordial bienvenida a su tierra natal, don Santiago de Sandoval y Ocampo. Aunque déjeme decirle que usted mismo se encargó muy bien de anunciar su llegada por todo lo alto. Hubiera sido muy difícil, por no decir imposible, no darse cuenta de su arribo. Definitivamente, don Santiago, a usted le gusta ser el centro de atención…

      Quedé inmóvil como la piedra. Aún me negaba a creer que en verdad estuviese allí. Sabía que me había delatado con Antonio. Pero cosa distinta y bien grave era oír mi verdadero nombre en boca de la máxima autoridad de la tierra en la que me esperaban culpas por purgar. Trastabillé monosilábicamente estupefacto, sabiéndome atrapado y desguarnecido.

      —Su Señoría, mi nombre… yo… yo… yo no…

      Alzando lentamente la mano, con los ojos cerrados en un acto de firme conmiseración, el Gobernador no me dejó continuar, interrumpiéndome suavemente:

      —No creo que jugar al desmemoriado le reporte beneficio alguno en este momento, señor don Santiago. Para los que aún lo recuerdan en Cartago, su cicatriz ha hablado elocuentemente por usted. Quizás se deba a las condiciones dramáticas de su retorno, ¡qué diré!, de su resurrección en este pueblo, don Santiago, lo cual quiero creer, probablemente, le tenga mal que bien muy confundidas sus ideas, señor mío.

      Por

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