La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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de un marido intratable pero a medias de su hijo enclenque, mi tía –cuyo carácter de aristócrata de segunda categoría tampoco se avino con la mediocridad de la alta sociedad cartaginesa– no tardó en ligar a un refinado terrateniente de Guatemala que debía volver a Mérida para recibir el mayorazgo y quien sediento de mi tía –cincuentona de muy buen ver pues lo esmirriado el pobre Antonio lo heredó de su padre–, no dudó en casarla con él e irse de la paupérrima provincia, ya que el tipo no aceptaba a Antonio, algo en lo que los dos confluían. Intuyendo que se avecinaba un despojo con todas las de la ley y que la parte del patrimonio que le tocaría a Antonio como nieto de José de Sandoval terminaría dilapidado en la lejana Mérida, tierra de mis ancestros, sabiamente fray Anselmo frenó ante el tribunal eclesiástico la salida de mi tía con el fortuito expediente de tener altas deudas con la Cofradía de los Ángeles, al no pagarle su parte por alquiler de cacaotales en Matina. Viendo en peligro su vanidoso conato de nobleza, mi tía accedió y el fraile logró la condonación de la deuda, cosa fácil dada la solvencia de la Cofradía, a cambio de que la Mariana le heredase a Antonio con la Cofradía como albacea.

      A regañadientes y a sabiendas de que nunca abandonaría este agujero de otra forma, mi tía partió de caravana en la madrugada, para no despedirse de Antonio, que ya para entonces era el monaguillo predilecto de los franciscanos en las ceremonias del Convento. Administrando sabiamente el patrimonio de mi primo, fray Anselmo lo metió como capital a su nombre en la Cofradía y le dio el interés mensualmente. Con ello logró también consignarle una pequeña casa en los arrabales de Cartago, además de obtener que le dieran y renovaran año a año el contrato de canotaje sobre el río Reventado, para todas las recuas de mulas que traían y llevaban mercancías entre Cartago y Matina. Y como si fuera poco, heroicamente le fue entrenando –cosa ardua dada la insípida mollera de mi primo– para el cobro de tributos en las plantaciones del Caribe, asignándole para todos los veranillos de San Juan, a medio año, el recoger la cosecha de cacao en Matina y traer encargos de contrabando cuando los señorones de Cartago así se lo pedían. Justo en ese menester logró otear la llegada de zambos mosquitos a la costa, ver el conato de combate y, posteriormente, encontrarme tirado en la playa.

      Todo lo demás fue tal y como lo narró Mestanza: extasiado por mi encuentro, Antonio supo identificarme a primera vista por el enorme tasajo que desfiguraba el lado izquierdo de mi rostro. Los sirvientes esgrimieron sus dudas, pero la exacción del casco delantero, los documentos de identidad y el diario de viaje no dejaban dudas. Completamente transformado y fuera de sí, Antonio ordenó construir una enorme anda con palmas y flores y me atavió como un suntuoso emperador indígena, pues según sus palabras, no permitiría que me viesen llegar como náufrago, ni mucho menos como prófugo de la ley. Olvidando recoger el cacao por el cual se le había encargado el viaje y dejando las mercancías solicitadas en el abandono, no tuvo mi pobre muchacho, a quien aún lloro tras todos estos años, más mente que mantenerme con vida y lograr una triunfal entrada para mi desfalleciente majestad, en la desvencijada tierra de nuestros mayores.

      La venida fue un tortuoso calvario de más de dos semanas, ascendiendo hacia las tierras altas del centro de mi país. Pronto la brusca privación del opio, más mi debilitamiento extremo, se manifestaron en atroces convulsiones que obligaban a detener la caravana para esparcir mi vómito por el suelo. A punta de infusiones, frutas, cataplasmas y sahumerios con nopal, requerido en las iglesias por la falta de incienso, Antonio logró mantenerme con un hilo de vida atado a su corazón, hasta que mi salud mejoró un poco al respirar el aire fresco del altiplano, pasado el cañón de Turrialba. Para mi asombro, mi primo no dudó en reventar a látigo –con una crueldad inaudita en él y, probablemente, alimentada por la desesperación de no saber qué hacer para evitar que yo muriese en el camino– a valiosos esclavos que terminaron abandonados, carcomidos por el paludismo y la fatiga de cargarme a través del fragoso camino de Matina.

      De más está el decir que los ostentosos de Cartago, avergonzados por el decadente espectáculo de mi intrusión a la capital, ardían en deseos de triturarlo por la pérdida de la mercancía y de sus inapreciables morenos, el más ansiado símbolo de abolengo en esta tierra. Providencial como siempre, fray Anselmo fue el único que se interpuso entre su señorial ira y la enjuta humanidad de mi primo. Con el candor propio de quien nunca ha salido de los linderos de la infancia, Antonio me narró conmovido como me había abrazado, llorando una y otra vez a lo largo del trayecto, agradeciéndome el haber vuelto y pidiéndome a voz en cuello que no muriera, cuando me despedazaba la ausencia del opio.

      Pero vuelvo a mi familia. Mis tíos se devoraron unos a otros como coyotes en sequía cuando la repartición del legado familiar salió a relucir. La casona de mis abuelos, a escasas dos cuadras de la Plaza Mayor, fue el principal motivo de pleito entre el primogénito que juraba su herencia en exclusividad y los hermanos restantes que la querían para sí. Harto de un interminable litigio que minaba en papel sellado el patrimonio heredado, mi tío redujo a metálico toda su fortuna e intempestivamente se fue a vivir a Nicaragua. Su despedida no pudo ser más cruel: mandó a demoler la casona en la misma madrugada en la que se largó para siempre del pueblo maldito. Por lo visto, el arte de la fuga nocturna era la orla del blasón familiar. Los escasos primos que no huyeron de esta tierra se fueron obedientes con sus padres o se desperdigaron por los valles occidentales, con el propósito de no ser encontrados nunca más por las autoridades para fines de sermón o de impuestos. Podía reconocer en las palabras del único pariente que me quedaba la terrible sangría de almas en pena que mi provincia había experimentado durante mis años de embuste y de estadía en el Averno. Muchos encopetados se habían arruinado por la fea posición geográfica del país, el desorden de la guerra en Europa y las restricciones mercantiles que ahogaban en infinitud de impuestos toda iniciativa comercial, encontrándose mis paisanos entre la disyuntiva de ser leales al Imperio y empobrecerse o sobrevivir y prosperar al margen de la ley.

      Tal era la angustia del momento, con el cacao como uno de los pocos oxígenos para la famélica sangre de la provincia, fruto precioso del cual mi primo los había privado, así como la suerte me había privado de mi amado opio. Pero eso ya no importaba, me dijo con una sonrisa que solo la inconsciencia puede propiciar. Estaba con ellos para protegerlos. Mi infortunado Antonio, a pesar del lamentable estado en que me encontró y me trajo en brazos a Cartago, me seguía considerando alguien por encima de los mortales, alguien con poder para repartir la vida y la muerte a granel. A fe de Dios que dispensaría ese poder en los sombrías entrañas del reino de Ará… Sonriente y lacrimoso, hizo un gesto a su espigado cholo, callado y sumiso con la mirada al suelo, quien se le acercó reverente. Tomándolo de la mano, Antonio me volteó a ver emocionado.

      —Él se llama Juan Manuel, es uno de mis criados. Él te va a cuidar en estos días mientras yo vuelvo.

      A mi gesto de extrañeza, no dudó en responder con un dejo nostálgico.

      —Tengo que volver a Matina, tengo que recoger el cacao y las cosas que se me quedaron tiradas…

      No dudé en reprenderlo débilmente. Era tiempo de volver al rol de hermano mayor. Necesitaba aliados, vinieran de donde vinieran. Y la gruñona ternura que le propiciaban los próceres de mi pueblo tenía que ser ganada para mi causa.

      —Antonio... Ya huele a que estamos en temporada de lluvias... Probablemente, los zambos se alzaron con todo, o los negros lo recogieron y lo mercaron con ellos… Irás… irás para que te digan que no queda nada. Y, probablemente, te me enfermes o te pase algo malo en el camino…

      —¡Tengo que volver! ¡Tata cura me dice que vaya! Voy a ir bien protegido, pero tengo que ir. Tengo que traer toda la mercancía y el cacao que no se vendió. De eso vive el Convento. Con eso comen en la Cofradía. No puedo perderlo. Pero eso no importa. Vas a ver que ahorita vuelvo. Si encuentro más cosas tuyas, sin falta te las traigo. Juan Manuel te va a cuidar todo este tiempo. Ya le dije –y me divirtió su pueril intento de parecer severo– que no te tiene que dejar solo, ni de noche ni de día. Él te va a cuidar y cuando ya estés bien, vamos a salir a caminar, ¡a caminar, Santiago! A caminar por los mismos potreros, por

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