La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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de ellos. Y vos estás aquí con nosotros. Dios quería que volvieras, Dios no quería que estuvieras fuera. Fueron muy malos, Santiago, ¡muy malos! Te llevaron a la fuerza, sin decir nada, te obligaron a mentir y te engañaron, engañaron a mi tía, a mi mamá, a abuelita, ¡a todos! Yo ya le dije a tata cura que vos no sos malo, nos defendías, te defendías y me defendías. Siempre nos trataron mal. ¿Qué querían que hicieras? Y vos estabas siempre con los soldados. Y eso que pasó no fue tu culpa. La misma gente esa lo dijo en el juicio. Vos intentaste defenderla. Pero fueron esos otros malnacidos. Fueron ellos y los balearon y no pudieron decir nada. Diosito hizo justicia. Vas a ver, todo va a salir bien. Yo se lo digo mucho a tata cura todo el tiempo. Vos sos inocente, sos bueno y vas a ver que él te va a defender, te va a ayudar, como me defendió a mí. Lo ves y se enoja rápidamente, siempre se pasa regañándome, pero es por mi bien. Él es mi papá, como vos mi hermano. ¡Al fin Diosito me dio toda mi familia completa!

      Y le brotaban abundosas las lágrimas. Tuve un no bienvenido acceso de piedad. Muy a mi pesar, me acongojaba el que volviese a Matina con el fragor de las lluvias y los zambos en lontananza. Debo aceptarlo, nuevamente me preocupaba por él. Aún hoy en día lo hago, cuando sé que ya no necesita nada de mí. Es la blandura de la senectud, supongo. Pero no dejo de reprocharme cómo lo arrancaron cruelmente de entre los vivos frente a mis ojos impotentes y yo no pude hacer nada para evitarlo. Dulce, tierno y roto muñeco de trapo mío, al alejarse de mi vida me enseñó que en el hueco que yo portaba al pecho, había estado alguna vez un corazón latiente, como el de todos los mortales… Pero en fin, intenté cambiar el giro de la conversación y con voz débil me dirigí a su criado, un cholo pelo pincho que ortigaba de solo verlo, con las greñas por los hombros y relucientes a punta de grasa. Siempre sumiso y viendo al enladrillado, enmarcaba todas sus palabras con una fina voz de llovizna.

      —¿Juan Manuel te llamas?

      —Juan Manuel, Juan Manuel Aguirra, usekara…

      —¿Juan Manuel Aguirra Usekara? –pregunté extrañado.

      —No, su mercé. Yo me llamo Juan Manuel Aguirra. Su mercé es el usekara…

      —¿Usekara?

      —Usekara, su mercé –repitió con un leve asentimiento de cabeza, siempre atornillado de los ojos al piso.

      —¡Usekara, primito! –sonrió Antonio–. Juan Manuel sabe que sos muy fuerte, yo le conté. Él cree que sos un gran hombre y me dijo que tenés muchos poderes. Que él los ha visto en la montaña y que sabe reconocerlos…

      Pero abandonando su sonrisa, se volvió con severidad de juguete hacia su criado:

      —Ya sabés que tata cura te prohibió hablar de esas cosas. Nos va a regañar y ve que te sentenció con mandarte a Tucurrique, lejos de acá, si seguías con esas tonteras. Ya te bautizaste, ya estás con Nuestro Señor, ya no tenés que hablar de esas cosas del Diablo. ¡Así que no hablés más de esas babosadas!– Y volviéndose hacia mí, incómodo en esa nueva posición de tener que dar órdenes, concluyó:

      —Hay que descansar primito, estás muy débil y no quiero que te me muerás ahora que Jesús y la Virgencita te trajeron con nosotros. ¡Dios no lo quiera! Vas a ver, ¡vamos a ser una familia!– Y enternecido me abrazó dándome la señal de la cruz para despedirme con un beso en la frente, pidiéndome que le deseara un muy buen viaje.

      III

       Duda razonable

      Si la misión de Juan Manuel era cuidarme, Antonio hubiera debido partir angustiado para Matina. Esa noche se hizo un puño en el suelo vuelto hacia la pared y más temprano que tarde empezó a roncar como un bendito, ajeno a lo que pudiera yo necesitar de él. No lo culpo; de igual forma no hubiera podido conciliar el sueño. Aún no digería este duro golpe del destino. ¡Treinta y cinco años después volvía exactamente al muladar del cual había salido! ¿Era esto una broma, un gigantesco, descomunal y estúpido sinsentido? ¿Había sufrido acaso el colmo de la mala suerte, el más colosal despiste que la fortuna había perpetrado desde que el mundo es mundo? ¿O acaso una mano invisible realmente me ceñía la cintura y me estaba llevando hacia donde no quería ir? Enfurecido y asustado comencé a lloriquear quedamente, maldiciendo y renegando de mi suerte, de mi estúpida mala suerte, golpeando con los puños de mis adoloridas manos el suelo del cual solo una estera me separaba. Un flato inofensivo por parte del cholo Juan Manuel me hizo recapacitar y detenerme en seco. Respiré entrecortadamente, mientras me obligaba con voz de capitán a ponerme en mi lugar y a pensar con claridad, tratando a mi miedo como se trata a un grumete díscolo e incompetente.

      Me enjugué las lágrimas y empecé a cavilar febrilmente mi plan. Lo primero que urgía era mi situación legal. Por lo pronto era un tipo altamente sospechoso, lleno de cicatrices y tatuajes, que fue dado por muerto en medio de un crimen en un inapetente pero jamás pacífico villorrio de enésima categoría. Y para peores, había entregado estúpidamente a manos enemigas un valioso cargamento de mineral, ansiosamente esperado por las autoridades del Virrey de Nueva España. Cuando hilasen todos esos cabos sueltos, razoné asustado, no tendrían muchas objeciones para cargarme de cadenas y mandarme a Guatemala para mi crucifixión. Tenía que serenarme, no debía pelear en tantos frentes a la vez. Respiré hondo e intenté escrutar las palabras del Gobernador. Granda me daba una pista. Primero quería resolver las circunstancias de mi huida. Pronto hasta los tribunales eclesiásticos en León y Granada querrían saber de mí. Y eso Granda no podía permitírselo. Ninguna autoridad con poder endeble puede darse el lujo de que le alboroten el gallinero, menos por un asunto ya caduco. Le daría un digno cierre a mi caso y pasaría al asunto de por qué había llegado a las costas del país por la ruta de la pólvora, dejando tras de mí los restos en llamas de un buque destruido, con un importante encargo imperial limpiamente hurtado y más de cincuenta marinos flotando en trocitos alrededor del pecio.

      Pero tenía un buen guión a mi favor. Mestanza y Antonio me lo confirmaban. Intenté salvar a la niña, me agredieron, preso de la angustia las creí muertas a ella y a su nodriza, pues a pesar del uniforme y el mosquete, seguía siendo un zonzo petimetre de catorce años. Aterrado busqué ayuda pero no encontré a mi madre. Gumersindo, el criado de confianza que era íntimo de los delincuentes, aumentó mi angustia: Probablemente, se asustó por la eventualidad de verse descubierto y aprovechando mi confianza en él, me sugirió escapar por Matina, llevándome con la aviesa intención de fugarse y ajusticiarme en la playa. Allí unos bucaneros nos atraparían, matándolo a él por pobretón pero llevándome como joven rehén a la Mosquitia, no sin dejar mi ropa esparcida y ensangrentada por los brutales rigores de la captura.

      Interceptados por zambos mosquitos en un campamento en la playa, lograría huir con algunos sobrevivientes que me llevaron a Río Tinto. No me importaba gran cosa lo que pudieran averiguar de mi vida allí. Río Tinto era un gran hoyo anárquico en el mapa del Imperio, más preocupado este de defenderse en Europa que de amamantar a sus crías caribeñas. Tanto hubiera podido decir que administraba un lupanar como que había erigido una ermita para catequizar indios. Todo hubiera sido igualmente falso y todo hubiera sido igualmente difícil de desacreditar. El mismo Francisco vivía al margen de la ley y en cuanto a Nicolás Salgado, ni un solo documento fue emitido para probar mi identidad. Podía inventar a placer allí. Abandonado solo a mis recursos, me haría infante de marina y me iría a Cuba para hacer carrera defendiendo al Católico Imperio de las ratas que lo asediaban, con la permanente añoranza de volver a mi tierra a la menor oportunidad.

      A la vuelta de los años, se me confiaría la secreta misión de acompañar como capitán de guerra un importante cargamento de azogue venido de España, desde Cartagena de Indias hasta Nueva España. Y en este punto, el diario hablaba por sí solo. Las evidencias del sabotaje en el sistema de timón desaparecieron al volar la carlinga con el primer disparo de la cañonera. Solo tenían el casco frontal y los papeles, y ellos eran

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