La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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interpretado en mi torpe balbuceo. Tornando, lentamente, sus ojos hacia el hombre a su derecha, el Gobernador Granda y Balbín expresó solícito:

      —Don Joaquín, si fuera tan amable…

      Con mirada severa, censurando lo que consideraba una burda actuación, don Joaquín de Mestanza se inclinó hacia adelante con su vista fija en mí, mostrando su desaprobación en cada palabra que expresaba al crujir de los dados en la mano.

      —Su llegada ha sido todo un acontecimiento para este aburrido lugar. ¡Pero qué digo, don Santiago! No podría yo hablar de llegada en el caso suyo. Para los humildes moradores de la capital, ¡usted, literalmente, volvió de la tumba! Estas buenas gentes lo hacían muerto y enterrado desde hace treinta y cinco años. Su muerte y el desbande de su familia han estado en las tertulias familiares durante todo este tiempo. ¡Y de repente hace usted una entrada triunfal en Cartago, como si nunca hubiera partido de este mundo!

      —¿Qué pasó conmigo? ¿Cómo llegué a este lugar? –pregunté logrando articular al fin palabra. A pesar de su muro de desconfianza y aversión, debía yo generar simpatía y misericordia a como fuera posible. Todo podía esperar, todo menos eso…

      —Bien, comenzaremos desde el principio. ¿No tiene usted, realmente, ninguna idea de cómo llegó aquí? Mucho le agradecería si me pudiera ahorrar el desgastarnos en detalles innecesarios.

      Imploré con la mirada el más feroz y contumaz de los olvidos. Volteando los ojos hacia el cielo con un evidente gesto de fastidio, Mestanza respiró hondo y continuó:

      —Su barco fue emboscado por los zambos mosquitos en Matina. En lo que va del año esos truhanes han venido depredando en los cacaotales, quemando ranchos, llevándose la mercancía y los esclavos. Hace dos meses hicieron su última incursión. Pero logramos anticipar el golpe, nos esmeramos en los preparativos y pudimos emboscarlos. Sus capitanes portaban casacas rojas, venían con la bendición inglesa. Les destrozamos sus piraguas y acabamos con todos, salvo tres de esos miserables que lograron escapársenos a través de la jungla. Por el testimonio de tres pobres diablos presos de ellos que a su vez lograron huir, nos enteramos que los sobrevivientes llegaron a la Mosquitia con las noticias del desastre y furibundos juraron vengarse. Desde entonces, han hostigado constantemente la costa. Hemos venido esperando una gran arremetida por parte de esas alimañas, la cual esperábamos sería a más tardar para fines de este verano, pero ya las lluvias están a la vuelta de la esquina y no han desembarcado en masa. Es más que probable que los tengamos acá con la entrada del verano, a inicios del próximo año. Inclusive no me extrañaría que ya anden pandillas de zambos por la parte de la Talamanca que da al Caribe, haciendo correrías entre las tribus de la zona. Pues bien, don Santiago, sucede y resulta que ya todos saben por estos lares que no deben fondear desguarnecidos en Matina. Todos salvo usted y su barco, que se dedicaron a tirar anclas y armar una enorme alharaca en medio de la oscurana, despertando a media cristiandad, zambos incluidos, desde aquí hasta el Virreinato del Perú.

      En este punto, el Gobernador terció en la narración:

      —Su primo Antonio tiene a cargo la administración de los cacaotales de la Cofradía de los Ángeles y debe siempre ir para recoger la cosecha, tanto en julio como en Navidad. A pesar del peligro y de las prevenciones, insistió en ir a Matina para lograr la cosecha de San Juan, pues la cofradía está intervenida por el Obispo de Nicaragua y debe poner en orden sus cuentas. El muy desobediente intentó llegar a la costa para recoger sal y pescado, pero los negros les advirtieron que los zambos habían estado merodeando en tres piraguas, custodiados por una pequeña cañonera inglesa, remolcada a golpe de remo en las aguas bajas...

      Ante el ritmo vacilante del Gobernador y disimulando a duras penas su exasperación e impaciencia, Joaquín de Mestanza retomó en seco la palabra:

      —Dos noches acamparon los zambos en la playa, apagando sus hogueras para hacerse invisibles y evitarse una segunda emboscada. Antonio y su comitiva de sirvientes y esclavos esperaron jungla adentro con la esperanza de que se retiraran pronto, como suelen hacerlo cuando no tienen botín. Pues bien, recogieron la cosecha y se ocultaron. Justo en la segunda noche, el barco suyo aparcó en la rada de la playa. Los zambos la avistaron y cuando ustedes izaron el pendón naval español, esa caterva de pillos decidió que eran ustedes una presa viable. Con antorchas avisaron a la cañonera inglesa, que esperaba mar adentro y la remolcaron con botes y remos hasta distancia de tiro. De un solo disparo inutilizaron la defensa y la movilidad de su barco, mientras las piraguas ocultas, que ya habían sido echadas al mar, los atacaron. Usted llegó malherido a la playa con los restos de un bote, por lo cual quiero pensar que en vez de desertar defendió su barco contra esos villanos. Los zambos saquearon el navío y felizmente se llevaron el azogue. Con ese valioso botín se dieron por satisfechos y se largaron una vez desmantelado el barco antes de que se hundiera. Deduzco que lo hicieron prontamente por el temor de que su embarcación no estuviera sola y otros veleros españoles aparecieran… Antonio y sus vigías observaron ocultos la asonada, pero no salieron a la playa hasta que amaneció y pudieron constatar que las piraguas se habían ido.

      —¿Pero cómo sabe que me llamo Santiago? ¿Cómo llegué hasta acá? –insistí balbuceando. Mi disciplina militar se trenzaba a mordiscos con mi pavor.

      —Sucede, don Santiago, que entre los destrozos del barco que llegaron a la playa estaba el casco frontal de su nave. Los zambos lo abandonaron con la certeza de que se hundiría totalmente, pero hay que reconocer que la goleta fue bien construida. Las anclas lo mantuvieron fijo en su posición hasta que el maderamen cedió y el oleaje lo fue triturando contra la playa. La porción posterior fue completamente destrozada; es decir, lo que el fuego no consumió. Pero la parte frontal del casco sobrevivió casi intacta y encalló en la playa, una vez que el oleaje la desprendió del maderamen que estaba unido a las anclas. En ella pudo nuestra gente recuperar la valija de la metrópoli, la bitácora con el itinerario del viaje y la razón de ser del mismo, así como los papeles de identificación y los salvoconductos de la marinería–. Hizo una pausa para tomar aire y continuó, en un tono aún más severo–. Al rayar el día nuestra gente salió a la playa para revisar lo que quedó del ataque. El mar devolvió los cuerpos enteros o a medias de su tripulación, los cuales fueron sepultados cristianamente. Había una gran cantidad de peces y tortugas muertas, producto del envenenamiento por el azogue que se derramó en el agua por culpa de la emboscada. Más muerto que vivo, usted era lo único que respiraba en esa playa. Y Antonio –dijo señalando a mi primo, que lo contemplaba sumiso mientras asentía dócilmente a cada palabra de la narración de Mestanza–, lo supo reconocer en el acto, por ese aire de familia quizás, pero ante todo por la gran cicatriz que marca todo el lado izquierdo de su rostro, don Santiago. Los sirvientes no saben leer, Antonio no sabe leer pero trajo todos los documentos, en los cuales pudimos constatar su identidad y su posición en el embarque, señor Sandoval.– E inclinándose aún más hacia mí, me miró con ojos ya indignados, para luego continuar en abierto tono de reproche.

      —El resto es difícil de creer y más difícil de contar, don Santiago. Para Antonio, usted fue arrojado desde el cielo. Tiene un impecable recuerdo suyo, lo ve como el ángel guardián de su infancia. Preparó una gigantesca anda de palmas y flores, con techo protegido, a la manera de los emperadores paganos de los cobrizos. Le hizo a usted una gran corona, lo amarró para que no se cayera y desde Matina, ¡desde Matina, a más de veinte leguas de viaje por la peor jungla que pueda usted hallar en esta parte de las Indias Occidentales!, lo trajo hasta acá, en andas, deteniéndose apenas para pasar la noche y cuando los embates del viaje lo hicieron perder la esperanza de que usted sobreviviera a la travesía... Antonio nos contó que usted vomitó y convulsionó, constantemente, a lo largo del viaje.

      Maldije ruidosamente en mi interior el impertinente estornudo de dignidad que me hizo estampar mi verdadero nombre en la bitácora de la goleta. Y en cuanto a las convulsiones, no eran ni más ni menos que el producto de la falta de opio, el cual había dejado de consumir abruptamente. Pero volví pronto a la

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