La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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se retorció en un doloroso espasmo, convulsionando fuera de todo control y sosiego, para así precipitarme al suelo y verter violentamente el contenido de mis entrañas sobre la tierra nutricia. Y fue entonces que resurgí de la dolorosa emulsión de mi vientre, joven serpiente emplumada henchida de fuego que, concebida en la pureza de las entrañas de su progenitora, nuevamente ascendía imparable hacia el cielo proclamando su imperio sobre todas las cosas moldeadas con la luz del sol, fuego innombrable fraguado al inicio del tiempo.

      Y ya no era yo la tétrica serpiente del culto de mis mayores, injustamente condenada a que la insensata descendencia de la mujer la pisotease por siempre en la cabeza. Era no dios hecho hombre, sino dios danzante en baile de mascarada alrededor de la hoguera, jugando a ser hombre que se convierte en serpiente. Y traía conmigo para enseñar a los mortales el secreto del maíz y del cacao, del aparejo y de la labranza, del fuego y del pedernal, del sacrificio humano y del arte de medir la vereda del tiempo, escrutando la permanente huida de los astros a través del dorso de la noche. Pero me abstuve de instruirles en el arte de la rueda, temeroso de que profanaran con ella sagrados sellos nocturnos. Y por mis venas corría el fuego solar y traía vida en abundancia para enseñar e instruir a las pobres criaturas extraviadas de este mundo de sombras, sin afán de expatriar a ningún alma de ningún paraíso, tal y como lo hiciese la insulsa serpiente que, a su peculiar manera, mis mayores veneraban devotamente.

      Y entonces mi madre me abrazó contra su pecho y me rogó desesperada que no fuera a morir, porque Dios me había mandado para protegerles y me besaba el rostro y me arropaba y nuevamente era yo un dios emperador serpiente, reptando en andas sobre una silla de manos suntuosamente ataviada. Y crucé unas montañas indiscernibles y bajé por sus laderas hasta el valle que pueblan los que se creen vivos. Y todos salían de sus casas para contemplarme aterrados y la muchedumbre se congregaba ante mi presencia para luego retroceder ateridos de pavor. Y se invocaban conjuros contra las posibles desgracias que mi llegada presagiaba y las viejas beatas se desmayaban al verme y mi madre desfiló en frente mío danzando y brincando, proclamando feliz que el hijo pródigo por fin había retornado para gloria y salvación de todos los hombres.

      Manos sin rostro entraron en el vientre en el cual yacía para tomarme fuera de allí y ser dado a luz y en vez de gemir como todo buen recién nacido que sabe el destierro que le espera, me negué violentamente y escupí, mordí, maldije y blasfemé. Y llorando mi madre me imploraba que me tranquilizara, pues para los que aman al Señor todas las cosas son para bien, pero eran tantas las manos y tanta mi debilidad de niño en brazos, que terminé expatriado de mi vientre materno para ser confinado a este mundo. Y de repente sentí como múltiples manos me tocaban por todo mi cuerpo para cerciorarse de que yo realmente existía y acariciaban mi cicatriz para atestiguar lo insensato de mi linaje. Y ante semejante agravio, empecé a alejar los dedos que me asediaban a punta de golpes erráticos y miré hacia la luz que yacía sobre mí y mi madre descendió desde lo alto sonriendo a través de su velo mortuorio, acercándose a mi rostro para decirme que no temiese y le bajaron suaves lágrimas que cayeron deliciosamente tibias sobre mi rostro, mientras repetía una y otra vez qué bendición divina era el que yo estuviese de vuelta.

      Y dulcemente sonreí y acaricié su rostro lánguido y le dije cuán hermosa se veía envuelta en ese luto renegrido y ese velo que dejaba entrever vaporosamente una boca desencajada y de carrillos hundidos, virgen luctuosa de dientes desenfilados. Y en la dulzura del éxtasis no dudé en llamarla mi dulce Virgen de los Infiernos una y otra vez. Y desprendiéndome del grato lazo de sus descarnados brazos, suavemente me fui hundiendo en un túnel oscuro, al final del cual me esperaba henchido de luz un reseco trozo de suelo enladrillado. Y ella me miraba mientras yo caía lentamente y me sonreía y me decía adiós con las manos. Y tuve certeza en ese momento, como siempre lo había presagiado, de que era yo concebido de mujer que no había conocido hombre y que por lo tanto mi concepción era oscura, pero no por eso menos virginal. Y como todo hijo de virgen, no era mi padre conocido por ser tal una criatura fuera de este mundo. Y que por ser dios hecho hombre estaba yo destinado a grandes y terribles empresas, a purificar este mundo decrépito con el hálito del fuego sagrado, sierpe milenaria cuya aparición era vaticinio de hechos inescrutables y temibles por suceder.

      Y entonces comprendí que mi encarnación en el crótalo divino estaba predestinada desde el inicio de los tiempos para romper el orden de las cosas, arrastrando conmigo a todas las criaturas en una primitiva danza de cáustico fuego sin nombre, con el único fin de contemplar una tierra nueva y un cielo nuevo, poblado de dioses nuevos y nuevos penitentes, iluminado por el fulgor de hogueras desconocidas. Y fue entonces cuando vislumbré que mi aparición era un presagio espeluznante y que había venido para poner a hijo contra padre, a esposo contra esposa y a hermano contra hermana. Y caminé por un sombrío sendero en la montaña oscura y vi que entre los oscuros entresijos de los árboles se retorcían figuras lastimeras y blanquecinas mesándose los cabellos, implorándome que huyese de allí cuanto antes. Deidad no deseada, abono maldito para toda la eternidad.

      Y se quejaban y se lamentaban con llantos amargos y de repente bajé nuevamente de la montaña y volví a ver en el valle un pueblo de vivos que salían atónitos a contemplar una vez más mi llegada y comprendí que a pesar de su miseria, eran todos ellos mis súbditos. Y las entidades blanquecinas se dispersaron a través de los tenebrosos ramajes y bordeando el pueblo de los vivos, al cual les era vedado ingresar, se refugiaron en las altas y umbrosas montañas que se erguían tras el valle de luz, madres altivas de todo lo oscuro que puede haber en este mundo. Y desde allá el viento doliente me traía sus susurros escalofriantes y sus borrosas caras transidas de angustia, rogándome que no entrara en ellas, pues solo les llevaría la simiente del dolor y la perdición eternos. Y acechaban al pueblo en el valle y envidiaban a los que se creían vivos desde los oscuros cercados de sus ramajes, llevando a sus crías malditas y carentes de alma en los brazos, consolándoles con la leche infame que manaba de sus ubres flácidamente blasfemas, al no contar con el agua piadosa de la pileta bautismal para calmar su sed antigua e innombrable.

      Y no dudé en decirme mientras acariciaba el rostro de mi madre a la distancia, que mi concepción inmaculada, por impía que fuese, era mía y solo mía y ello me situaba más allá del alcance de los mortales y de las criaturas innombrables. Y dulcemente arrebatado por esos felices pensamientos, fui llevado suavemente por manos gentiles e invisibles, que delicadamente me colocaron sobre el piso enladrillado al fondo del túnel. Y contemplando devoto a mi progenitora y redentora, me desvanecí lentamente en un grato éxtasis, invocando a mi madre sobrenatural, a mi dulce Señora de la Impía Concepción, a Nuestra Señora de los Infiernos.

      II

       Lázaro de baratija

      —¿Ves? ¡Es él! ¡Te lo dije! ¡Es él! ¡Y no me lo creían! ¡Vas a ver, Juan Manuel, vas a ver! ¡Va a defendernos a todos, como me defendió a mí! Nadie nos va a poner más la mano encima. ¡Nunca más!

      —¡Usekara, patroncito! ¡Es un usekara! ¡Vea las marcas, véale las marcas! ¡Es un usekara! Los animales, el viento, la lluvia, el fuego… ¡Sí, el fuego! ¡Le hacen caso, patroncito!

      Un dedo arpegió el contorno de las cicatrices en mi pecho y en mi rostro, mientras repetía extraños sortilegios en la lengua de los naturales, prohibida de hablar en Cartago. Mis ojos nubosos perfilaron dos siluetas desdibujadas junto a mí. Instintivamente, agarré la mano que delineaba mis cicatrices y la trituré dolorosamente con mis garras que aún eran de hierro. Lanzando un grito de dolor la silueta perdió el equilibrio y cayó hacia mí, lo cual aproveché para lanzarlo hacia atrás con el mismo brazo con que lo tenía aferrado, desplomándose con estruendo sobre sus espaldas.

      La otra silueta retrocedió asustada, implorando que me tranquilizara en un español débil y apocado, el cual tenía años de no escuchar salvo en mis malos sueños. Intenté incorporarme trabajosamente, pero mareado por la debilidad caí nuevamente sobre mi lecho, en un patético derroche de indefensión.

      —¡Me lastimó,

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