La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

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La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén Sulayom

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      Esa misma noche los cinco facinerosos se dieron a la fuga. Rápidamente se les daría caza, ejecutándoseles sumarísimamente al intentar oponer un estúpido conato de resistencia. Llegué a la casona familiar y desperté a mi madre, contándole todo de un tirón, manifestándole un clamor de ayuda que contrastaba con la frialdad de nuestra relación en los últimos años. Tenía sólidas esperanzas de defensa en mi balanza: en caso de que aún viviese, la víctima podría identificarme como un fallido defensor. Aunque por otra parte, ¿cómo probar que no había formado parte del plan conspiratorio?

      Mi madre solo acertó a mirarme fija y profundamente. En ese preciso momento se dio cuenta de que todas las ilusiones para conmigo, llegaban a su final. No sería ya sacerdote y una limpia carrera militar, para las andrajosas posibilidades de la provincia, quedaba también en el suampo del olvido. Mi prometedora inteligencia era solamente una escuálida baza que en nada inclinaba la suerte a mi favor.

      Gumersindo, criado de confianza de mi madre y conocedor de aquellos truhanes, se encargó de sacarme esa noche, hechas las primeras y furtivas curas de emergencia, hacia los cacaotales de la familia en Matina. Era tiempo de cobrarles a los contrabandistas del Caribe las miradas para otro lado que mi abuelo dirigió cuando llegaban a ejercer el comercio ilícito, en el linde de sus plantaciones con el mar. Se les pagaría en dinero contante y sonante para sacarme de Costa Rica y llevarme por mar hasta Río Tinto en Honduras, donde uno de los hermanastros de mi madre vivía al borde de la ley, dedicado al comercio y a la inspección militar en nombre de la Corona.

      Llevaba yo una carta para el capataz, en la cual se explicaba la naturaleza de la desesperada acción y los pasos a seguir. La vara de alcalde de mi abuelo sería parte del pago por mi salvamento. Lo que desconocía es que, oculta en las bolsas de buenos reales de plata, ya escasos en el sur del Reino, iba otra carta sellada para el jefe de la plantación y cuyo contenido solo averiguaría muchos años después, cuando el destino me lanzase de nuevo a las mismas playas por donde huí.

      Gumersindo fue asesinado por orden de mi madre, cosa nada difícil para el capataz, que ya le tenía animadversión por descender ambos de pueblos africanos rivales. Se cuidó de mantener a buen recaudo mi ropa sucia y llena de sangre, como evidencia convincente. La versión oficial sería que había sido raptado por el esclavo de confianza de la casa, en connivencia con los autores del atentado contra la niña, a fin de deshacerse de un inoportuno visitante en el momento del crimen y llevándome, aprovechando mi debilidad y la confianza en el servidor, hacia la lejanía de Matina, donde fue muerto por zambos mosquitos y encontrado por servidores del cacaotal, que conocían las únicas salidas al Caribe. Mi cuerpo nunca fue descubierto, pero se concluyó que fue ultrajado y desaparecido por los mismos miserables que ajusticiaron al traidor de Gumersindo, cuando este quiso usarme como prenda para comprar para él y para los cómplices que nunca llegaron, el escape por mar.

      Oficialmente, había muerto para todos. Yo iba a bordo de una balandra holandesa cargada de cacao, cuando la comitiva de Monseñor Fray Alonso Bravo de Laguna hizo su entrada triunfal en Cartago, en el año del Señor de 1674. Meses después el obispo fallecería en esa misma ciudad. Su reposo final sería custodiado por una pequeña tumba, cuna eterna de un blanco ángel cuya venida al mundo no logré evitar y cuyo bautizo mortal haría la niña ultrajada en el fango doliente de una vetusta acequia.

      No volví a ver a mi madre. Tiempo después de mi funeral en ausencia, se quitaría la vida…

Parte segunda

      I

       Río Tinto

      Mi abuelo nunca quiso llevarme a conocer el mar, por más súplicas truculentas que le hiciera. Era uno de sus muchos temas esquivos, al igual que la hermanable cicatriz legada por mi tío, marca que nunca accedió a enseñarnos pese a los más impertinentes ruegos de la nietada. No fue sino en Río Tinto donde mi alma hizo sus esponsales con el océano. En la perdida uniformidad de su espuma, saboreé la paz de una libertad que las montañas asfixiantes de mi tierra me negaban. El abismo de mi espíritu comenzó a llenarse con la dulzura salobre de sus ondas. Había descubierto mi segunda gran pasión. Tiempo tendría de sobra para unirla en devotas nupcias con mi amor por las armas.

      Francisco de Sandoval Golfín, hijo del primer matrimonio de mi abuelo y trotamundos devoto, residía en Río Tinto dedicado a los más floridos negocios que un litoral fuera de la ley puede permitir, toda vez que por decreto legal tenía el encargo de defenderlo militarmente en nombre de los Austrias hispánicos. Eso le permitía el doble y ventajoso juego de poner la ley y poner la trampa, eliminando la competencia que se le tornaba especialmente molesta para sus múltiples y agitadas transacciones. Con escaso arraigo en Costa Rica, había comprado el título de alférez mayor de Cartago por cinco mil pesos extraídos a la dote de su mujer, pero tal inversión devino en sangría por el estado perpetuamente famélico de la Caja Real de mi tierra. Igualmente, la Caja de Granada le había ganado sus tributos como encomendero de Diriá, a los que tuvo que renunciar por la fuerza. El escaso afecto que tanto sinsabor le hizo tomar a su tierra paterna, más la poca simpatía que profesaba a mi abuelo –su propia madre sin duda debió haber mediado a tal fin– hizo que se arraigara en Honduras, tierra de su progenitora.

      No obstante, en sus breves estancias en Cartago había entablado cierta relación afectiva, en lo que tal fuera posible, con mi madre. Unidos por un carácter poco expresivo, su tendencia a excluirse del resto de los mortales los hizo hablantes de un lenguaje propio, manteniendo dicho vínculo con una esporádica y lacónica correspondencia. Era el candidato a encubridor por excelencia. Acostumbrado a los retruécanos al margen de la ley, pronto entendió lo que se le pedía, quedando incluida en el juego su devota y sumisa mujer. Ya no era yo Santiago Matías de Sandoval y Ocampo, sino Nicolás Salgado, hijo único y sin arraigo, ahijado huérfano de su esposa, a quien el voto ante la pila de mi bautismo le obligaba a asumirme como vástago propio.

      La vida en Río Tinto era tumultuosa y precaria. Nunca se sabía qué traería el mañana, suponiendo que hubiese alguno tras el horizonte. Solía creer a pies juntillas que, únicamente, en mi solar el Imperio se caía a jirones. Me equivocaba; también allá la autoridad española crecía caprichosamente para luego reventar y desaparecer como las burbujas de jabón, cediendo por turnos su puesto a caciques indígenas, contrabandistas suecos e ingleses, zambos mulatos y cuando la guerra en Europa atizaba, perros de mar de la peor progenie posible. Durante mis primeras semanas de estadía, temí que me descubriesen por el acento o por mi ignorancia de las costumbres locales. Temor vano. En aquella tierra de hombres deformes era yo un desfigurado más, desprovisto de pretérito. Podía darme el lujo de empezar de nuevo, sobre el polvo afectivo de mi presuntuosa familia.

      El hermanastro de mi madre gozaba de pingües ganancias en los negocios de madera y pesquerías, adicionando tratos suculentos con contrabandistas rivales del Imperio como el rufián de Pitt, inglés carcomido de viruelas que se daba el lujo de hablar un desvergonzado español, mucho mejor que el de la mayoría de mis paisanos. Al igual que con los gobernadores de mi comarca, la paga estatal se atrasaba constantemente y debía ser cubierta por otras Cajas Reales. Pero a diferencia de sus colegas, no era Francisco de aquellos que se acuclillan a labrar mansamente la tierra para redondear sus ingresos. Sin ninguno de los escrúpulos que sujetaban a los más conservadores de mis parientes cartagineses, los negocios turbios con toda la plétora imaginable de truhanes eran una fuente más apetecible de dividendos extra.

      Sus espléndidos contactos políticos y comerciales, algunos confesables y otros no, le permitieron a Francisco de Sandoval el que se le encomendara la inspección y valoración del castillo de Santa Bárbara en Trujillo, a fin de determinar la viabilidad de su reconstrucción tras años de abandono. Mi temprano conocimiento de las armas y de los rudimentos castrenses lo decidieron a nombrarme su capitán militar en dicha inspección. Pronto pasé a formar parte de la gente que imponía el orden en esa tierra lozanamente anárquica. El azul del

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