Mar caníbal. Uriel Quesada

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Mar caníbal - Uriel Quesada Sulayom

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para probar que habían dejado de ser niños. Sabía, por ejemplo, de la mítica Tencha, la vieja madama de un prostíbulo legendario localizado al norte de la ciudad, donde antes hubo terrenos baldíos. Nuevos barrios habían ido creciendo alrededor del prostíbulo donde generaciones de muchachos afirmaban haber debutado como hombres. Chalito sabía también de otras putas, las conocía porque ellas llegaban a comprar al mercado y él las había tenido ahí mismo, a su lado, escogiendo verduras y frutas como otra persona cualquiera, regateando precios y quejándose del frío, del costo de la vida y del gobierno. Su abuela, no Ada –ella jamás hablaría de esos asuntos– le había enseñado a identificarlas: mujeres muy pintorrequeadas, de blusa apretada y falditas a la altura del muslo, de mirada cochina y cierta forma de caminar. Mujeres fumadoras, recostadas a la puerta de hotelillos de mala muerte justo frente a la estación del ferrocarril. Mujeres como esperando a alguien en una esquina, abordando a los transeúntes con una confianza como si se conocieran de toda la vida. Mujeres malas, malísimas, a las que no había que acercarse. Mujeres que sin embargo hacían compras como las señoras decentes del barrio, y asistían también a la misa de tropa.

      Chalo también conocía a esas otras mujeres que ni su abuela se atrevía a mencionar. Algunas parecían estrellas de cine, así de altas y glamorosas, con los peinados muy bien hechos, firmes, el rostro muy empolvado, los vestidos de última moda pegaditos al cuerpo, piernas fuertes, gruesas, moldeadas por medias hasta arriba. Los chiquillos malos de la escuela le habían dicho que no eran mujeres realmente, pues allí donde debían tener la chochita les colgaba un rabo como a todos ellos. ¿Pero cómo las distinguían? La forma fácil era verlas entrar a ciertos establecimientos de los que se murmuraba eran antros de lo más oscuro y perdido. Chalo, por su parte, creía haber desarrollado una especial habilidad para identificarlas, pues en alguna parte de toda esa perfección que exhibían al mundo había un detalle diferente, tal vez unos hombros un poquito más anchos, o el cuello robusto, o los pies demasiado grandes, o simplemente eran muy perfectas, demasiado en comparación con otras mujeres. Y entonces él podía explicarles a sus amigos de los dos tipos de mujeres y ellos le creían, incluso cuando en la calle se atrevía a señalar a alguna y decir: “Esa parece, pero no lo es”. Y los otros chiquillos se maravillaban tomando por cierta la afirmación de Chalito sin cuestionarlo, nada más le pedían una pista para poder ellos mismos cultivar ese don de descubrir quién era quién, y no dejarse engañar si la vida les daba una oportunidad.

      En ese mundo de descubrimientos había territorios que solamente se compartían en muy pequeños grupos. Algunos eran juegos, como sacarse la verga en clase para provocar a la profesora –¿se dará cuenta?, ¿se atreverá a hacer algo en caso de enterarse? –, o las primeras competiciones –¿quién la tiene más grande? ¿quién suelta más de aquello que sueltan los hombres?–, o las revistas porno, sucias y manoseadas, conseguidas con maña por los de más edad. Chalito había pasado con éxito algunas pruebas, como aguantar encerrado en los escusados del colegio todo el recreo largo a pesar del olor a orina, excremento y semen que le hacía doblarse en arcadas. Al salir no solamente pretendía no sentir náuseas sino que salpicaba el relato del tormento con comentarios graciosos. Retaba a sus amigos a describir lo que se hallaba escrito y dibujado en las paredes de los servicios sanitarios: ¿Quién encuentra el gallito inglés más grande? ¿Dónde hay un corazón con la leyenda “Dennis y Ana”? ¿Y otro con “XX y el profesor de música”? ¿En cuál escusado dice: “Aquí hasta el más valiente se caga”? Gracias a los conocimientos de Chalito, el grupo de chiquillos inventaba juegos, como escoger una víctima para encerrarla en los baños hasta que acertara el número correcto de dibujos de penes o memorizara algunos mensajes obscenos garabateados en la pared.

      Pero aún había espacios más íntimos, de los que no se hablaba sino con quienes pudieran guardar secretos sin flaquear nunca, minúsculas cofradías de debutantes reunidos donde nadie los viera para explorar las nuevas demandas del cuerpo. Chalo sabía, por ejemplo, que esas revistas de mujeres de pechos enormes, no conmovían a sus compinches del grupo secreto… Cuestión de tiempo, tal vez, pero ¿quién puede decirlo? En otras situaciones, usualmente supuestas reuniones de estudio, encerrados a cal y canto para evitar la intrusión de los adultos, él y sus amigos se habían dedicado a explorar y a explorarse, a intentar reproducir otros juegos, algo que alguien vio o escuchó de los adultos y que estaba excluido de lo que se conocía en círculos más grandes. Y aunque todo fuera tan confuso, de perfiles tan poco definidos, el poder de los secretos unía a esos chiquillos y los invitaba a seguir reuniéndose y a buscar y a buscarse y a dar el siguiente paso.

      No más alejarse unos pasos rumbo a la playa, Tobías volteó para ver si Gema lo estaba vigilando. A esa distancia, sin embargo, era difícil distinguir si la vieja seguía pendiente de sus pasos o si, como cabía esperarlo, ya había mudado su atención a otra cosa, tal vez joder a Ventura como acostumbraba hacerlo desde que Tobías tenía memoria, desde los juegos de infancia usualmente interrumpidos por los llamados de Gema –siempre vieja, siempre con cara de estar a punto de ser víctima de una desgracia– para obligar a Ventura a volver a la casa y no mezclarse con la negrada de Hawksbill, no fuera a parecerse a ellos, no fuera a sufrir algún tipo de vejación por acercarse tanto a la pobreza, no fuera a aparecer alguien reclamando lazos de familia supuestamente olvidados por todos, alguien que se presentara como hermano de Ventura o incluso como su madre.

      Muchos en Hawksbill soñaban la escena con malicia, incluso Tobías, quien nunca conoció a la otra familia de Ventura y cuya historia no era más que un monstruo desfigurado por la memoria. Había escuchado muchas versiones, pero para él la única cercana a la verdad era la de su tía. No solamente era cuestión de confianza, sino que el relato lo transportaba siempre a una de esas tardes de lluvia inmisericorde, propicias para intimar y desnudar el espíritu como no se haría en otras circunstancias:

      “Hubo un tiempo en que el mar parecía escupir desconocidos a estas playas. Algunos venían por la fama de los manatíes y las tortugas, aunque los últimos de esos animales los habían matado ya mucho tiempo atrás. Un hombre muy bello, con unos brazos que parecían madera de redondos y duros, labios así de grandes, la piel negrísima y brillante, hizo una choza, se fue y volvió a los días con muchos hijos, la mujer preñada. ‘Ando buscando el norte –les contaba a todos con un acento muy curioso–, voy por la costa siempre hacia arriba, sé que voy a encontrar algún día un paraíso lleno de fruta, de pescado y tortugas’. Su mujer casi no hablaba, sus hijos eran como todos los chiquillos: juguetones y traviesos. Pero en este pueblo, Tobías, muy pocos se quedan, sobre todo si vienen pensando en las tortugas y los manatíes, pues esperan encontrar riquezas que nadie tiene. Hawksbill es un lugar para oír las olas, sembrar, dedicarse a la pesca, oír llover. ¿Me entiende? Pues apareció este señor diciendo que venía bordeando la costa desde Panamá. ‘El norte, busco el norte’. Nadie le creyó, aunque ninguno de nosotros tampoco pudo decirle que era un mentiroso. Pero era cuestión de pensar las cosas como son: cerca del mar no hay solamente arena blanca, también hay enormes obstáculos como piedras, precipicios, agua furiosa. Pero el hombre decía: ‘Ando buscando el norte’. Después mostraba unos pies duros, marcados por tan largas caminatas. A la mujer nunca le oí el cuento del norte, ni del paraíso lleno de tortugas, pescado y frutas. Hablaba nada más de haber dejado todo, menos a sus hijos, y de seguir a su hombre de pueblo en pueblo. No parecía feliz, pero tenía esa paz de las personas resignadas.

      “Aquí se le ayudó al nuevo pescador a hacer su canoa de un tronco enorme, dejado por el mar en la playa. Él mismo lo pintó y le puso Ventura. La mujer, que estaba a punto de dar a luz, le dijo: ‘Es el nombre de nuestro hijo. Si no lo borra de su barca, algo malo pasará. No se deben confundir barco y crío’. Pero él no hizo caso. Entonces vino la desgracia: primero nació una niña en lugar del varón que ellos deseaban, y le pusieron el nombre escrito en el barco, Ventura, como si a pesar de todo ella no tuviera que ser como Dios lo quiso, sino como sus papás lo soñaron. Luego ocurrió una de esas tragedias que este pueblo siempre recuerda. El pescador se quedó una tarde un poco lejos de la costa. Una tormenta se fue juntando rápidamente y se lo tragó. La lluvia era como la de hoy, Tobías, así de cerrada. Su canoa fue devuelta vacía a la playa a la mañana siguiente. La viuda ordenó que la llevaran hasta su

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