Mar caníbal. Uriel Quesada

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Mar caníbal - Uriel Quesada Sulayom

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de comer porque la viuda, como afligida por un gran peso, permanecía echada en la hamaca todo el día, diciendo cosas raras. Les repetía a sus visitas que el hombre no se había ahogado, sino que otra vez se había echado a andar buscando el norte. Y mientras tanto ahí estaba la chiquita, sin atención de ningún tipo, llorando de hambre. La gente del pueblo estaba furiosa. Alguien incluso le prendió fuego a la canoa, seguro de que la mujer iba a reaccionar. No pasó nada.

      “Para entonces se sabía que el hombre blanco del cacaotal quería un hijo. Su mujer, doña Gema, estaba seca. En esa señora nunca ha crecido nada. Don Gregorio no era amigo de nadie, solo del chino del abastecedor y a él le contó su deseo de un hijo. Don Gregorio apenas se juntaba con la gente de Hawksbill. Sentía rabia si no le hablábamos en español, no le gustaba nuestra comida, se creía mejor que nosotros… todavía lo cree, aunque algunas veces ha tenido que ser humilde, bajar la cabeza y pedir favores. Pasó así cuando su primera esposa agonizaba, y a falta de compañía y consuelo llamó a las yerberas.

      “También fue humilde cuando supo la desgracia de la viuda. Trajo dinero, comida, una ropa vieja de Gema y de su otra mujer, la muerta. Me lo dio todo, pero no se fue. Habló como nunca, hizo preguntas y finalmente se atrevió: ‘¿Qué hará la mujer con los chiquitos?’. Yo le dije, sorprendida: ‘¿Cómo saber don Gregorio? No puede volver a su pueblo, dicen, porque ya no tiene nada allí’. Después habló de otras cosas, de lo bien que le iba con el cacao, y que ya era hora de tener chiquitos. Yo entendí y le dije: ‘Oí que la viuda tomará camino hacia el norte, a buscar otro lugar donde quedarse…’. Gregorio Malverde tomó un poco de aire, se le quebró la voz de miedo y orgullo y dijo: ‘Pídale que me venda un niño’.

      “Al principio aquello me sonó horrible, contrario a las leyes de Dios. Pero era tanta la miseria, el dolor y la locura de la mujer, que se lo pregunté de todas maneras. Ella no contestó. Se puso a recoger sus poquísimas cosas, como si mi pregunta hubiera sido el anuncio de una gran amenaza. Finalmente dijo: ‘Cada uno de mis chiquitos me conoce y yo los conozco a todos, solo me podré separar de ellos cuando la desgracia sea muy grande, pero ella… –señaló a la bebé–, ella sabe de mí únicamente por el hambre, y yo no quiero que pase necesidad. Ofrézcasela, désela a cambio de lo que sea’.

      “Mandé a llamar a don Gregorio. Definimos un precio y de madrugada yo misma le entregué a Ventura. Con la plata y los otros chiquillos, creo que a pie, la mujer se fue esa misma mañana sin despedirse de nadie…”.

      Desde entonces, de cuando en cuando a Tobías le quemaba un poco la envidia, pues cuando su tía terminó de contarle la historia le hizo una pregunta urgente, nunca respondida a satisfacción:

      —¿Y a mí me vendieron también? ¿Usted me compró, tía?

      Ella no hizo sino reírse, qué tonto chiquillo, y lo cubrió de besos, sin comprender que el niño quizás se sentía reflejado en la pequeña Ventura, pero de una forma incompleta y gris, pues él mismo nunca se había sentido huérfano sino hijo de su tía, y carecía de recuerdos de esas personas llamadas padres: ni una fotografía, ni algo que hubieran amado, ninguna herencia, nada. Nadie en Hawksbill se había atrevido jamás a contarle su propia historia, o simplemente no había otra cosa más allá de unas vagas referencias, de alguien muerto muy joven, alguien que también se fue, y de esa mujer sin hombre pero con sobrinos, siempre madre, siempre tía, trabajando las horas para que al menos hubiera un plato de comida en la mesa.

      Ventura tenía leyenda, pero prefería ignorarla. Tobías estaba ansioso de tener una, pero nada en el pueblo le daba pie para inventársela. Ella era como un personaje de cuento: vendida de niña, destinada a buscar su origen. ¿Pero Ventura quería saberlo? Si ni siquiera se reconocía como alguien más de Hawksbill. Si ni siquiera la casa de los Malverde era, en verdad, parte del pueblo aunque hubiera estado allí imponente, soberbia, desde antes de todo recuerdo. Era, por así decirlo, una extensión de otros lugares, sobre todo de la ciudad de Cartago, donde hubo en el pasado teatros con funciones de ópera y zarzuela, tiendas muy exclusivas y clubes donde la gente bien se reunía a jugar a los naipes y a repartirse el mundo.

      Ventura, hasta donde recordaba Tobías, creció convencida de pertenecer a esa realidad fuera de la aldea, como si un accidente la hubiera puesto en Hawksbill y como si no hubiera contradicción alguna, nada que preguntarse con respecto a sí misma y a los viejos que la criaban. De chiquilla presumía de tener familia en la ciudad, gente que vivía en caserones magníficos. Volvía de viajes esporádicos a Cartago con bolsitos de cabritilla, con unos guantes largos que seguramente la mataban de calor, con vestidos que al sentarse se abrían igual que clavelones para dejar ver unos chingos supuestamente de las más delicadas telas, con sombreros, con unos zapatitos de charol rápidamente arruinados por el barro de Hawksbill. La ciudad no era como esta aldea, ni como Puerto Limón, jamás. Ahí frecuentemente llegaban diversiones fabulosas: el circo, la feria, los toreros mexicanos… Para los hombres había fútbol todos los domingos; las muchachas se iban después de la iglesia al quiosco de la música para escuchar los valses y minués de la banda municipal. Luego se almorzaba, se tomaba un siesta y a la matiné. Y después, ya ustedes saben, un cono de fresa y al parque a conocer muchachos, una va adelante con sus amigas y unos pasitos más atrás vienen mis hermanas y mi mamá cuidándonos…

      Sin embargo, ni Tobías ni los otros jóvenes del pueblo recordaban a ninguna muchacha de la edad de Ventura que hubiera venido a visitarla de esas ciudades maravillosas. ¿Y las hermanas de Ventura? Siempre tan blancas, tan viejas y asustadas, deseando irse no más llegar. Todo el tiempo vestidas con esos trapos pasados de moda, cerrados casi hasta el cuello para protegerse del sol, los mosquitos, el calor… Si Ventura tenía la costumbre de pasearse por las calles, casi no lo hacía en Hawksbill. No se le veía mucho en el pueblo, ni siquiera cuando llegaban los pastores o los curas a salvar almas y a visitar a las familias principales. Casi nunca asistía a las funciones de cine, si bien no podía hablarse de un teatro en Hawksbill, pues aquello donde el chino Tsai proyectaba las aventuras de los luchadores mexicanos o los romances de los baladistas argentinos no era otra cosa que un galerón con bancas despachadoras. A Gema tampoco se le veía con Ventura. Más bien se murmuraba que padecía una jaqueca inclemente, incansable, su compañera de todo el día y la noche, un dolor que había acabado por volverla loca. Para Tobías, Ventura siempre estaba hablando de otra persona, no de la chiquilla que había crecido en el mismo pueblo que él. Esa otra Ventura los miraba a todos por encima del hombro, como si ella no fuera parte de igual abandono, del olvido desde donde la gente de Hawksbill concebía el mundo. Lo que durante algún tiempo fue admiración por todas las maravillas de afuera se fue convirtiendo poco a poco en un sentimiento sin nombre, algo extraño pero doloroso fundado en el momento en que la bebé había sido vendida por su madre a los Malverde. Y él pensaba de sí mismo que no tenía mayor valor hasta que empezó a sentir las urgencias de la adolescencia, y hasta que una mochilera danesa se lo llevó como por casualidad para que le enseñara los animales de la zona, y lo sedujo y lo disfrutó y finalmente le dio dinero como pago por sus servicios y el silencio. Entonces comprendió el valor de su cuerpo, y vio en aquel dinero la posibilidad de alcanzar los parques, los teatros, los clubes sociales donde la gente de Cartago se reunía a pasarla bien. Y después no quiso eso sino ir más allá, a las ciudades desconocidas donde todo era enorme y perfecto, limpio y eficiente, precisamente esos lugares de donde venían huyendo sus clientes, esos hombres y mujeres que se habían marchado en busca del origen mismo, quienes creían hallarlo en la falta de caminos, en la ausencia de todo lo material, en la rutina fuera de la rutina de sus vidas, en ese mar que les causaba tanto miedo y, finalmente, como si hubieran llegado a lo más puro y esencial, en los músculos sólidos de Tobías, en su piel áspera y tersa a la vez. Después de ese momento estaban listos para regresar a sus realidades. Se iban caminando al río, tomaban la canoa hasta donde paraba el tren, luego varios aviones y terminaban de nuevo entre masas de concreto y vidrio, presos de los apuros del tiempo, los compromisos, los plazos; terminaban otra vez como personas productivas, eficientes. Al tiempo recibían una carta de ese muchacho, escrita con una caligrafía cuidadosa, hecha con calma. La mayoría de los nuevos iluminados atesoraban esas

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