Modernidades, legitimidad y sentido en América Latina. Indagaciones sobre la obra de Gustavo Ortiz. Oscar Pacheco
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cualquier intento de comprensión histórica solo es posible a partir de ese “lugar originario”: el movimiento y la praxis del pueblo. La tarea consiste en auscultar dónde está el pueblo, cómo se mueve, cómo actúa y en su acción, se autoproyecta… Por rechazar o ignorar lo antes dicho, la historiografía liberal enmascaró la historia del país; la literatura de izquierda se diluyó en teorizaciones abstractas; el nacionalismo católico se aproximó parcialmente en un esfuerzo revisionista, pero sin captar el núcleo, que es el pueblo (Ortiz, 1972: 47).
Ni el liberalismo ni el marxismo parecen interpretar al pueblo “desde el pueblo mismo”. Para Ortiz, ¿lo será el peronismo y su revisionismo histórico? Por las fuentes utilizadas la respuesta parece ser afirmativa aunque no lo expresa taxativamente.
2.2. b. Hermenéutica histórica revisionista
Luego de estas consideraciones Ortiz pone manos a la obra. Ahora viene la reconstrucción histórica que parte del lugar ocupado por España en el proceso de transformación que supone el paso del feudalismo al “orden burgués capitalista”. Pasa revista al descubrimiento, la decadencia de España, la revolución cultural del Renacimiento y la imposibilidad de España de desplegar con decisión un capitalismo industrial. Sin embargo, todo ello es comprender la historia latinoamericana solo desde “una perspectiva europea” (Ortiz, 1972: 56). Habrá que dilucidar cuál fue la “contradicción principal en los países dependientes”. Se criticará la interpretación del etapismo marxista que afirma la necesidad de contar con un proletariado fuerte –inexistente en las colonias periféricas– como condición de posibilidad para la revolución. Si bien no es tratado explícitamente, la hermenéutica de Ortiz sobre el pasado histórico se asienta sobre la suposición de un conflicto entre diversas filosofías de la historia. Para nuestra lectura, la interpretación del tiempo y la necesidad de controlarlo supone proyectos ideológico-políticos con pretensión de asir la historia, de hacerla o, al menos, intervenirla. En fin, supone restarle importancia a los dispositivos que maniobran sobre la subjetividad. En aquellas lecturas el peso del sujeto-pueblo está sobredimensionado. Dicho de otra forma: el sujeto era el pueblo, no la historia. Suponer lo contrario era dejar el camino allanado para el “azar” y la “incertidumbre” que, las más de las veces, fueron mejor aprovechados por las burguesías y oligarquías.
La filosofía de la historia marxista tropieza bruscamente con la historia latinoamericana. (25) Esto parece afirmar Ortiz. Y ese tropiezo es también “desubicación histórica” o ideológica. Por eso señala las limitaciones del análisis marxista para un contexto dependiente periférico. Hay en Marx una imposibilidad para pensar la historia desde un contexto dependiente. ¿Por qué? Porque la plusvalía no es solo una carga de los proletarios de los “países centrales”; porque la revolución socialista no supone siempre un proletariado poderoso y un proceso de profunda industrialización; porque en los países dependientes la lucha principal es contra el imperialismo; porque en este contexto la noción de clase está determinada por lo político, antes que lo económico; por ello afirma:
Los teóricos de Izquierda que repiten en bloque a C. Marx, fracasan pues en el análisis de la historia latinoamericana. Sin desembarazarse de la óptica europea, universalizan el esquema marxista, agravado por un economicismo innato. Para nosotros, por el contrario, la contradicción principal de los países latinoamericanos es el de metrópolis-colonias y se sintetiza en la categoría de “dependencia” (Ortiz, 1972: 63).
Así expone su interpretación de la historia nacional; como la lucha entre “las minorías nativas representantes del capitalismo internacional” y “el pueblo”. Qué sea “el pueblo” hay que rastrearlo en la historia y supone responder a la pregunta por “el ser nacional”. Esta noción, afirma, “es rechazada instintivamente” por el “liberalismo conservador” y por la “izquierda extranjerizante”. La tercera posición que se supone en la distinción ortiziana huele a peronismo y cristianismo, un matrimonio complejo y que más de las veces fue caldo de cultivo para profundas ambigüedades políticas. Tampoco se salva el nacionalismo burgués que entiende al ser nacional con “brumoso contenido metafísico” de carácter reaccionario.
El ser nacional se expresa en la cultura nacional y su sujeto, afirma Ortiz, es el grupo de “hombres que lucharon por afirmarse en el ser-nación”; por eso su definición de cultura nacional: “expresión de la conciencia nacional, antiimperialista y antioligárquica, que son las dos concreciones unitariamente dadas del despojo y la dependencia” (Ortiz, 1972: 64-65). Y decir cultura nacional es decir cultura latinoamericana.
A partir de estos aprestos, Ortiz emprende la tarea de escudriñar en la historia la formación de ese “ser nacional” que supone:
retroceder a España y al hecho de la conquista, calar en las culturas indígenas y en el período hispano, vadear el más cercano de la caída del Imperio Español en América con el ascenso del dominio Anglosajón hasta llegar a 1872 año en que José Hernández compuso el Martín Fierro (Ortiz, 1972: 65).
Para ello tratará de la “fusión del espíritu español y del espíritu indígena”, allí culmina afirmando:
simbólico y a la vez poético es todo el sistema mental del aborigen. Frente a la lógica, el realismo y el sentido antropocéntrico de la cultura de occidente, el indio erige su mundo de afinidades misteriosas. Son precisamente esos símbolos cuyas claves se han roto para nosotros y cuyas sutilezas religiosas solo podrán interpretar pequeños grupos de iniciados (Ortiz, 1972: 74).
Las tesis indianistas y/o indigenistas seguramente señalarían a estas expresiones como producto del racismo enquistado en el pensamiento progresista/reformista que pretende lucidez crítica. Las “claves” se han roto. Habría una imposibilidad de llegar al núcleo profundo de los “símbolos” y las “sutilizas religiosas” ¿Imposibilidad? ¿Miopía? ¿Tal vez desinterés epistemológico?
Ortiz prosigue con su interpretación de la historia americana; ahora en los siglos XVII y XVIII y la formación de la conciencia política criolla que abonará los “brotes revolucionarios”. Apoyándose en los estudios del ensayista Mariano Picón Salas (26) interpreta la historia americana como el progreso de una conciencia entendida también como un despertar mestizo. Si bien es producto de una dialéctica histórica, lo mestizo se entendería como síntesis superadora donde confluye un “destino común hispanoamericano”. Esta lectura devela un presupuesto integracionista de lo indio, una sensibilidad blanca productora de negaciones por medio de la mestización nacional-popular. (27)
Su interpretación de la historia Argentina viene de la mano de las lecturas de Ciro Lafont, Rodolfo Puiggrós, Milcíades Peña, José Hernández Arregui, José María Rosa entre los más destacados y citados. No puede faltar en el análisis el tratamiento de la antinomia cultura popular - cultura ilustrada. El análisis, como hemos visto anteriormente, se asienta en la perspectiva dependentista. Ortiz habla de “nuevas determinaciones” en el concepto de “dependencia estructural”. La ambigüedad reside en las categorías desarrollo-subdesarrollo en tanto “versiones coloniales del neocapitalismo” (Ortiz, 1972: 92). Se recurre a los estudios de André Gunder Frank y sus tesis sobre la dependencia estructural de América latina: a) el subdesarrollo latinoamericano es consecuencia del desarrollo capitalista; b) los países periféricos alcanzan mayor desarrollo industrial capitalista clásico “cuando y allí donde sus lazos con las metrópolis son más débiles” (Ortiz, 1972: 93). Semejante reconstrucción tiene por objeto determinar quién es el sujeto de la cultura nacional