Dios no va conmigo. Holly Ordway
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XIII. La luz de la lámpara invisible
Prólogo a la edición española
Hace más de trescientos cincuenta años que el científico y matemático francés Blaise Pascal reflexionaba sobre la conducta de ciertos amigos suyos —al parecer bastante libertinos— y afirmaba algo que no deja de ser cierto por poco original que resulte: la vida humana se caracteriza por la ausencia de certezas; solo tenemos una: la muerte. Y no parece que esto haya cambiado desde entonces. Además, Pascal se lamentaba de una reacción ante este hecho que parecía ser bastante común en la sociedad en la que él vivía: mirar para otro lado, hacer como si la muerte no existiese o como si fuese algo que le sucede a los demás; tratar de ocupar el mayor número de horas del día con la mayor cantidad de preocupaciones, tareas o distracciones cotidianas de manera que no nos quede un instante de silencio interior para plantearnos la pregunta que, dadas las certezas que tenemos, se convierte de forma automática en la cuestión con mayúsculas: ¿qué hay después de la muerte?
Este interrogante se puede formular de mil maneras; desde preguntarnos por el sentido de la vida hasta plantearnos si Dios existe o qué dios es el que existe. Pascal lo formula así: «La inmortalidad del alma es algo de tan vital importancia para nosotros, nos afecta tan profundamente, que uno ha de haber perdido todo sentimiento para que no le preocupe conocer los hechos relativos a la cuestión». ¿Cómo lo expresa Holly Ordway? Podría decirse que esta obra es el testimonio de la conversión de una atea al catolicismo, porque lo es, pero no le haría justicia. Dice Peter Kreeft que la apologética cristiana actual es frágil porque su contenido suele tender a dos posibles extremos, el de una ortodoxia teológica que resulta impersonal o el de una profundidad psicológica que resulta superficial desde el punto de vista teológico. En ambos casos, y en sentido apologético, el problema de dichos testimonios es que van dirigidos a los convencidos, no a los escépticos, ni a quienes tienen dudas, ni a quienes se han detenido a plantearse si su vida tiene sentido. En mi opinión, el testimonio de Ordway goza de esa inusual virtud —la de apelar a convencidos y a escépticos— por múltiples razones, muchas de las cuales quedan expuestas de manera evidente en el prefacio de la propia autora.
Esta no es la historia de una chica que tuvo un sueño, que vio la luz y al día siguiente se levantó de la cama cantando alabanzas al Señor tan renovada como quien sale de las aguas del Jordán. Tampoco es el relato de una joven conversa que nos cuenta sus vivencias para justificar su fe y llenarse de razones, en su opinión apabullantes, para que creamos en Dios. Esta es la historia de una académica, una intelectual sin influencias religiosas evidentes de ninguna clase, que llega a ese momento de silencio interior en su vida sin que medie ninguna situación especialmente traumática y se plantea ese interrogante con mayúsculas del que hablaba Pascal. Y se lo va a plantear en los términos que le son propios en ese momento, que no son los de la fe, sino los de un ateo o un escéptico, pero un ateo o un escéptico intelectualmente honesto: decide buscar la verdad, sea cual sea, por incómoda o desagradable que esta le resulte, y seguirla allá donde esta verdad lo lleve. A Pascal no le cabría en la cabeza que a alguien que se considerase honesto intelectualmente, por escéptico que fuera, no le interesara la búsqueda de la verdad en los términos en que la plantea Ordway: sin presuponer la fe.
Decía que Pascal se rebela ante la indiferencia de quienes deciden vivir sin buscar respuestas en cuanto al fin último de la vida. Para él, la clave no estriba en creer o no creer, sino en buscar o no buscar. Y Ordway decide iniciar una intensa búsqueda y reflexión que la conduce a una exploración racional de la fe con el objeto de discernir si esta se debe a la crédula simpleza de la gente o si, por el contrario, goza de unos cimientos de lo más sólidos.
Decir que tan solo es la historia de una búsqueda sería también quedarse corto. Es el relato de lo que Ordway encuentra en esa búsqueda —o quizá sea más preciso hablar de lo que viene a su encuentro—: el sentido de unos términos, como Dios y Jesús, que, como ella dice, eran hasta entonces unos significantes abstractos; y este sentido es algo práctico y palpable: ha tenido y tiene ahora un efecto progresivo de transformación en su vida real.
Y esa transformación sigue su curso, no es un viaje finiquitado. Ordway se sube a lomos de un caballo del que no espera que la derribe un rayo como a san Pablo, sino que coge las riendas con firmeza, decidida a llegar hasta el final sea cual sea, tarde lo que tarde, y va cubriendo etapas; y conforme supera una colina tras otra, va aceptando con plena honestidad y de manera consecuente la verdad que allí se encuentra.
Lewis y Tolkien, entre otros, desempeñan un papel protagonista tanto en la búsqueda de Ordway como en el relato de la autora: son las herramientas que más a mano tiene una profesora de Literatura Inglesa que ha crecido leyéndolos, y no duda en auparse a sus sólidos y anchos hombros. De ahí que, al traducir y disfrutar de esta