Dios no va conmigo. Holly Ordway
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Me di cuenta de que las respuestas a estas preguntas se encontraban en la obra de la gracia, que se había iniciado en un punto de mi vida muy anterior a lo que en un principio yo había percibido. Era necesario hablar más sobre las primeras etapas de mi viaje.
A medida que me fui involucrando cada vez más en la apologética, reconocí también la importancia de la imaginación como catalizador y como pilar de mi exploración racional de la fe. Fue la imaginación lo que hizo que los conceptos cristianos tuvieran sentido para mí. Hasta que unos términos como Dios y Jesús tuvieron pleno sentido —literalmente, se llenaron—, en lugar de ser unos significantes abstractos, las discusiones sobre religión no fueron más que juegos intelectuales sin una verdadera importancia en el mundo real.
Con demasiada frecuencia en la apologética actual, los cristianos tienen la tentación de buscar el argumento mágico, la frase precisa que decir en el momento justo para que la otra persona reconozca «¡me he estado equivocando de plano, todo el tiempo!, ¡traedme una Biblia!». O peor, los apologetas pueden tratar los argumentos como si fueran una llave de kungfu retórico que sirve para derrotar o aplastar al ateo. En otras ocasiones, los cristianos presionan a la gente para que se percate de la existencia de Dios y reconozca su propia condición pecaminosa, y, cuando el escéptico se resiste, se apresuran a declarar tal hecho como la prueba de su dureza de corazón. Se nos olvida que el cristiano y el no creyente a menudo carecen de un significado compartido de términos como Dios y pecado. Con demasiada frecuencia entablamos un diálogo de sordos justo con las personas a las que tratamos de ayudar.
Tenemos que ser conscientes de la manera en que se relacionan la razón y la imaginación y advertir también el modo en que se forcejea con el sentido y este se forma a largo plazo. Sin tal entendimiento, es fácil que los apologetas se frustren en aquellas situaciones en que el hecho de plantear un argumento atractivo, de refutar de manera decisiva una objeción o de ofrecer un trasfondo bíblico no conduzca a una conversión inmediata. Un deseo bienintencionado de compartir la verdad se puede convertir en impaciencia arrogante: «¿Es que no ves lo equivocado que estás? Tus objeciones no son válidas. ¡Deja ya de dar la nota y conviértete de una vez!».
Si, en efecto, pretendemos comunicar hoy en día el evangelio a algo más que un minúsculo porcentaje de la gente y ayudar a los cristianos a mantener una relación robusta, duradera y transformadora con Cristo, tenemos que dedicarnos a ello a largo plazo, con la capacidad de utilizar enfoques tanto racionales como imaginativos al respecto de la creencia y la práctica.
De manera que empecé a pensar en cómo había hablado sobre mi viaje hacia la fe, qué había incluido, qué había dejado fuera, qué me había limitado a apuntar sin más. Me di cuenta de que aquellos breves meses de intensa búsqueda y reflexión en los que reconsideré mi ateísmo no habían supuesto un gran cambio como punto de inflexión. Cuando me encontraba con argumentos e indicios a favor del cristianismo, mi razón era por fin capaz de alinearse con mi imaginación, la cual, como la aguja de una brújula, había señalado trémula hacia el verdadero norte durante muchos años.
Con la oportunidad de ofrecer una versión más completa de mi conversión al cristianismo llegó también la oportunidad de contar también cómo se había seguido desarrollando mi historia. Por la gracia de Dios, mi historia ha sido la de amar a Dios de un modo más pleno y más profundo de manera gradual y la de continuar por la senda de su verdad allá donde esta condujese, que ha resultado ser la Iglesia católica.
Se diría que esperar lo inesperado es una manera útil de afrontar la vida cristiana. Cuando escribí la primera versión del libro, era episcopaliana y también era una profesora titular de Literatura Inglesa en el sur de California que se estaba sacando un título de Apologética en una universidad protestante; mientras escribo esto, soy católica y la directora de un máster de Apologética Cultural en la Houston Baptist University de Texas. Todo esto no sale de uno sin más…
Pues bien, este libro mira tanto hacia delante como hacia atrás desde ese primer fotograma de mi viaje que se ofrecía en Not God’s Type. Hacia delante, para cruzar el Tíber y ser recibida en plena comunión con la Iglesia católica, y hacia atrás, para remontarme a las raíces más profundas tanto de mi ateísmo como de mi fe.
I
Una derrota gloriosa
Me pareció ver un árbol, el más maravilloso,
elevado en la altura, y envuelto en luz,
la cruz más brillante. Aquella almenara
refulgía en oro. Joyas
desperdigadas brillaban a sus pies; y
otras cinco fijas sobre los brazos.
El sueño de la cruz
Me dispongo ahora a acometer algo que podría parecer una tarea sencilla: recordar cómo fue que me alejé del ateísmo y me adentré en la fe cristiana.
Sin embargo, contar esta historia no es tan sencillo.
Cuando le di el sí a Cristo pensé que había llegado al final de mi camino, pero me encontré con que simplemente había coronado la colina más cercana. El camino, al parecer, seguía y seguía, y no tardé en percatarme de que la vida cristiana no iba a ser fácil.
Era emocionante aprender más sobre teología y sobre doctrina —ya ves, soy académica—, pero resultaba mucho más complicado integrar aquellos conocimientos nuevos en mi vida diaria. Tenía que aprender a rezar y a formar parte de una comunidad integrada por esa gente rara y un tanto intimidatoria de los llamados cristianos. Tenía que reconsiderar mi postura como feminista liberal; gran parte de lo que creía hasta entonces había resultado ser falso, fundamentado como estaba en una manera incompleta y distorsionada de entender lo que significa ser humano (y sexo femenino). Tenía que descubrir cómo ser un testigo cristiano en un entorno hostil, como profesora de literatura en una escuela universitaria secular.
Y tenía que aprender a verme a mí misma de un modo nuevo. Hasta entonces me había considerado una persona razonablemente agradable y buena, pero entonces entendí que aun en mis mejores momentos me quedaba muy lejos de la perfección de Dios, fuente de toda bondad. Sin embargo, la Iglesia decía que mi Padre celestial me ama de forma plena y sin reservas. A la luz de aquel amor inmerecido, me formé el deseo de una relación más fuerte y más profunda con mi Salvador, y también el deseo de recibir su ayuda con el fin de convertirme en aquello para lo cual él me había creado.
Tal vez la parte más difícil y la más transformadora de mi nueva vida era la de encontrarme por primera vez —y después de forma repetida— al pie de la cruz; allí fue donde descubrí la realidad de la gracia.
En la época en que me hice cristiana, se diría que de cara al exterior guardaba la compostura, pero estaba herida por dentro al acabar de salir de una relación larga y desastrosa, una relación en la que me había visto inmersa de mala manera —tal y como enseña la Iglesia, aunque yo no lo sabía en aquel momento— y que había finalizado de un modo doloroso.
¿Podría llegar a alcanzarme la gracia de Dios y sanar las heridas ocultas en mi corazón? Yo no sabía lo suficiente como plantearme siquiera la pregunta; seguía estando demasiado anestesiada como para saber que necesitaba ayuda de una forma tan desesperada.