Dios no va conmigo. Holly Ordway
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La cruz, hablando en plata, es donde toda la m—— se acaba. Toda ella. Son tantas las formas en que un ser humano puede hacer daño a otro, tantas las crueldades mezquinas, los abusos de poder, las palabras denigrantes; sentí la acumulación de la miseria mundana, gota a gota, hasta temer que me ahogaría, e incluso empecé a desear que ocurriese. Los cortes de la soledad, la traición, la ansiedad y la depresión son profundos, y no siempre dejan marcas externas. Todo el sufrimiento, sin embargo, se carga sobre la cruz y halla su lugar en las marcas de los clavos en las manos y en los pies de Cristo, en la lanzada en su costado: cinco preciosas heridas que él luce ahora y lucirá para siempre en su cuerpo resucitado y glorificado.
«Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros». No se trata de una gracia demasiado exquisita y espiritual como para que yo la capte, sino cuerpo y sangre, pan y vino, entregados por mí; conmueven, transforman, renuevan mi mente, mi cuerpo y mi alma. No de golpe, sino lentamente, como la llegada de la primavera en la Nueva Inglaterra de mi niñez: un día se chapotea en la nieve que se funde en el suelo; otro día aparece un trazo verdoso en las yemas de las ramas desnudas del invierno; otro día, un petirrojo se pasea por el césped con sus ojos brillantes, y el invierno ha pasado. El verano se hará realidad.
Este relato no pretende tener una precisión fotográfica. No soy capaz de representar con exactitud cómo fueron las cosas, porque la palabras no dan para más y, en cualquier caso, ya no soy la persona que era entonces. Aunque estoy lo suficientemente próxima como para recordar gran parte de lo que sentí y pensé, los cambios que he sufrido han sido verdaderos cambios.
Lo que es más importante, el sentido de mi viaje hacia la fe se ha desplegado más todavía conforme ha ido pasando el tiempo. He llegado a percibir aspectos de mis experiencias de los que no me había percatado y de los que, desde luego, no me podía haber percatado en su momento. He empezado a reconocer la forma en que la gracia ha estado influyendo en mi imaginación durante muchos años sin que yo me dé cuenta, igual que un río que fluye soterrado, profundo, bajo la superficie de un desierto, hasta que un día, para gran asombro del cansado viajero, borbotea hacia la superficie con unas aguas claras, dulces y frescas.
Pues bien, este es el relato de una gloriosa derrota, una renuncia a mi adorada independencia, renuncia que no buscaba, pero necesitaba de manera desesperada: una rendición incondicional en la que fui traída de la muerte a la vida, de un intento por vivir sin Dios a ser conducida plenamente hasta su cuerpo, la Iglesia. Y después de haber conocido a Cristo como mi Señor soberano, esto es también un boceto de cómo llegué después a amarlo como mi Salvador.
Por último, esta no es esencialmente la historia de lo que hice gracias a haber sido lo bastante lista, sino la historia de aquello que fue hecho en mí y por mí gracias a haber sido lo bastante débil. Es un relato de la obra de Dios, la historia de la gracia que actúa en y a través de los seres humanos, pero que siempre parte de él y lleva de regreso a él. Y es la historia de cómo me llevaron de vuelta al hogar.
II
La selva oscura
En medio del camino de la vida
errante me encontré por selva oscura,
en que la recta vía era perdida
¡Ay, que decir lo que era, es cosa dura,
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
que en la mente renueva la pavura!
¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!
Dante, La divina comedia: el infierno
La palabra ateo viene del griego a theos; literalmente, ‘sin Dios’.
Así me hubiera descrito yo a los treinta y un años, casi la misma edad de Dante en la selva oscura. Era una profesora universitaria atea y me encantaba verme de esa manera. Me lo pasaba bomba no siendo creyente; era divertido considerarme superior a las masas incultas y supersticiosas y hacer comentarios maliciosos sobre los cristianos.
Pensaba que no tenía ninguna fe en absoluto. Ciertamente, a cualquiera que me hubiese preguntado le habría dicho que yo no buscaba a Dios, y era una afirmación cierta tal y como yo la entendía entonces. Estaba buscando algo —un fin, un sentido, una satisfacción—, pero, dado que entonces no creía que Dios existiese, no se me ocurrió (ni, desde luego, se me podía ocurrir) que lo que yo buscaba se pudiera hallar en Dios.
Cuando tenía ocho o nueve años, mis padres se dieron cuenta de que veía muy mal de lejos: mis profesores me habían visto mirar a la pizarra con los ojos entrecerrados y acercarme hasta la primera fila para copiar los deberes en el cuaderno. Yo nunca me había parado a pensar en ello. Por supuesto que todo se ponía borroso cuando estaba a algo más de unos centímetros de distancia; ¿acaso no era igual para todo el mundo? Pues no, parece que no. Esa noche, para ayudarme a entenderlo, mi hermano me dio sus gafas y me pidió que me las pusiera.
Se acercaban las Navidades, y lo primero que miré fue el árbol de Navidad, engalanado con sus tiras de luces de colores. Estaba asombrada: las habituales manchas borrosas de colorines se descompusieron en destellos de bordes definidos. Alcé la vista y pude ver por primera vez los detalles de los adornos que pendían por encima de mí, la franja roja que rodeaba los bordes de la estrella de la copa del árbol.
Ahora, de adulta, me pongo un poco de los nervios si no llevo las gafas puestas constantemente, tal vez por culpa de demasiados encuentros con manchas negras de aspecto inofensivo que, vistas de cerca, resultaban ser arañas. De niña, sin embargo, aquella primera transformación de mi vista me tenía un pelín atemorizada. El mundo había perdido sus bordes difusos. Había que abarcar mucho más de lo que yo esperaba. Acabé acostumbrándome a las gafas nuevas y agradeciendo todo lo que ahora podía ver y hacer, pero, hasta que me puse las gafas de mi hermano, jamás me había imaginado siquiera que el mundo pudiese tener un aspecto tan diferente.
Así era mi vida de atea. Cuando pienso ahora en aquella vida de antes de conocer a Cristo, reconozco cuán limitada era mi vista. Necesitaba a la desesperada la presencia de Dios en mi vida, pero habría negado de plano tal necesidad sin comprenderlo.
Mi problema no se podía resolver escuchando a un predicador afirmar que Jesús me amaba y que quería salvarme. Yo no creía en Dios, para empezar, y daba por sentado que la Biblia era una colección de mitos y cuentos populares, igual que aquellas historias que había leído sobre Zeus y Thor, Cenicienta y la Bella Durmiente, solo que menos interesantes. ¿Por qué habría de molestarme en leer la Biblia, y mucho menos tomarme en serio lo que decía sobre ese tal Jesús? Desde luego que yo no creía que un Dios imaginario pudiese tener un hijo de verdad. Dado que no me creía en posesión de un alma inmortal, no me interesaba lo más mínimo su supuesto destino después de la muerte. Sin Dios, ni vida eterna, ni infierno…, no había motivo para seguir discutiendo la cuestión.
La dificultad no era una ausencia de oportunidades de oír hablar de Dios. El problema era más profundo: descansaba en mi propio concepto de lo que era la fe. Pensaba que la fe era irracional por definición, que significaba creer que cierta afirmación era verdadera sin razones de ningún tipo. Jamás se me ocurrió que pudiese haber una senda hacia la fe en Dios en la que participase la razón, o que pudiera haber pruebas de las afirmaciones del cristianismo. Pensé que había que tener fe sin más, y la propia idea de la fe me dejaba perpleja y me horrorizaba.
Aun