Dios no va conmigo. Holly Ordway

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Dios no va conmigo - Holly Ordway Instituto John Henry Newman

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que me conocían y aquellos que no. Por un solo instante, sentí una red viva de oración, fuerte y brillante, que conectaba el pasado, el presente y el futuro, lo lejano y lo cercano.

      IV

      La lámpara invisible

      Crea usted un mundo [le escribía un lector a Tolkien] en el cual parece haber por todas partes una especie de fe sin un origen aparente, como la luz de una lámpara invisible.

       Cartas de J. R. R. Tolkien

      Como atea, yo habría dicho que la fe de cualquier tipo era algo ajeno a mí, y que la fe era ajena a mí desde allá donde llegaban mis recuerdos. Nunca en mi vida había dicho una oración, nunca había asistido a una misa.

      Un recuerdo de mi primer curso en la escuela parecía representativo: el profesor nos daba palabras desde la pizarra para que los niños las deletreásemos. Yo fui precoz en leer y escribir, así que escribí confiada mi palabra: dios. Sin embargo, las alabanzas por deletrearlo correctamente se las llevó el niño bajito que estaba sentado a mi lado y había escrito Dios, y no yo. Gracias a mis libros de historias sobre mitos griegos y noruegos estaba familiarizada con muchos dioses, así que la D mayúscula me había desconcertado. No entendía que Dios pudiera ser un nombre propio.

      En cierto sentido, tuve una infancia sin religión. La Pascua significaba conejitos de chocolate; la Navidad significaba regalos. Sin embargo, aunque solo recuerdo unos pocos de los regalos que recibí con el paso de los años, sí recuerdo de forma vívida la celebración de las fiestas. Galletas de azúcar y muñecos de jengibre que nunca se hacían en otra época del año. Poner el árbol el día después de Acción de Gracias: nada de bobadas de andar esperando hasta el último momento (sí, era un árbol artificial, no tan auténtico pero menos lioso. Mientras que había familias con la tradición de salir a escoger el árbol y traerlo a casa, la de nuestra familia era «ayuda a papá a montar el árbol»).

      Por la noche, a veces me metía debajo del árbol y miraba hacia arriba entre las ramas engalanadas con minúsculas luces de colores; o me sentaba en la oscuridad y observaba cómo los colores salpicaban las paredes y el techo, emplumados con las sombras de las agujas de las ramas. Hacía que me doliese el alma con aquella belleza y con una sensación de asombro y sobrecogimiento que no era capaz de convertir en palabras.

      Mi madre rara vez ponía música en el equipo estéreo durante el resto del año, pero en el mes que precedía a las Navidades —el tiempo que la Iglesia marca como el Adviento, aunque por entonces yo no sabía nada de temporadas litúrgicas—, ponía discos navideños, y la casa se llenaba de canciones y villancicos. Noche de paz, We Three Kings, God Rest Ye Marry, Gentlemen, O Come All Ye Faithful, Silver Bells y, mi favorito, Hark! The Herald Angels Sing.

      Cuando por fin me hice cristiana, tuve que aprenderlo todo desde el padrenuestro en adelante, pero cuando celebré mis primeras Navidades como cristiana, ¡me encantó descubrir que ya me sabía muchos de los himnos de la temporada!

      Nunca había pensado en si aquellos villancicos hablaban sobre algo que había sucedido realmente. No se trataba de que creyese que fueran falsos, es que la cuestión nunca se me había ocurrido, en un sentido o en otro. Yo no sabía nada sobre Jesús, y no iba a la iglesia. Carecía de los contenidos de la fe y también de su práctica, pero aquella música formó un pequeño hueco en mi alma, como una copa que aguarda a llenarse, que por su propia forma sugería que algo debía ir allí dentro.

      Me tenía fascinada, también, el belén de mi familia. Allá que salía todos los años, sin la menor explicación en absoluto, un conjunto de figuras de madera hecho en la propia Belén. Allí estaban María, José, el Niño Jesús, los tres Magos de Oriente con sus camellos y —lo que más me gustaba— unas vacas y una docena de ovejitas con su pastor; no jugaba con ellas, pero me gustaba moverlas por ahí y colocarlas en distintas disposiciones en torno al pesebre, en el centro. Las figuras no estaban pintadas y la talla era basta, pero de algún modo eran sugerentes para la imaginación. Allí había una historia.

      Era una semilla que aguardó allí aletargada durante mucho tiempo, pero era una semilla.

      Conforme fui creciendo tuve una vida paralela en la imaginación que discurría junto a la vida exterior, visible, de experiencias en la escuela, con los amigos y la familia: me encantaba leer.

      Soy muy introvertida, con mi buena dosis de típica reserva de Nueva Inglaterra, y de niña era tímida y me inquietaba con las personas y las situaciones que eran nuevas para mí (y aún me pasa). En los libros, sin embargo, exploraba un mundo vasto, dinámico y de un interés sin fin, y mi respuesta creativa a ese mundo era escribir, hacer dibujos, montar unos conjuntos muy complicados de animales y de personas hechas de papel para representar mis propias historias imaginarias, desde la migración de los caribús hasta unos caballeros con dragones y sus batallas o unas familias de náufragos en unas islas desiertas.

      La pasión por la lectura fue el mejor regalo de mi infancia. Al echar la vista atrás me percato de lo pobres que éramos cuando yo crecí; mi padre estaba en las Fuerzas Aéreas, y los militares nunca han recibido sueldos desorbitados. Mis padres no tenían formación universitaria, ninguno de los dos, pero sí que eran unos ávidos lectores; en mi casa había libros por todas partes, y me los estuvieron leyendo con regularidad hasta que aprendí a leerlos yo sola. Todas las semanas íbamos en familia a la biblioteca, en bicicleta o en coche, y regresábamos con montones de libros.

      ¿Que qué leía? Aun resuenan en mi memoria mis títulos favoritos: El viento en los sauces; la saga de La casa de la pradera; Belleza negra; Mujercitas; los mitos griegos en una colección que se llamaba Los mitos que todo niño debería conocer; Alicia en el país de las maravillas, con ilustraciones de Tenniel; El Robinson suizo; los cuentos de Hans Christian Andersen; Las crónicas de Narnia o En los días de los gigantes, una colección de mitos noruegos en un volumen antiguo con ilustraciones.

      Después, maravilla de las maravillas, cuando tenía unos diez años, mis padres me suscribieron a la serie de TimeLife El mundo encantado. Todos los meses, o cada dos, llegaba un volumen nuevo por correo. Estos libros, encuadernados en tela de colores vivos y con imágenes llamativas y evocadoras, me abrieron la puerta al mundo del mito, el folclore y la fantasía: Hadas y elfos, El rey Arturo, Fantasmas, Hechiceros, Bestias mágicas…, me pasaba horas devorando aquellos libros que se abrieron a un mundo más amplio de imágenes literarias que disfrutaría explorando más adelante, de adulta: El Mabinogion, El Kalevala, La muerte de Arturo.

      Mucho antes de dedicar un solo pensamiento a si el cristianismo era verdad, y mucho antes de que me plantease cuestiones de fe y de práctica, mi imaginación se estaba viendo alimentada de un modo cristiano. Me deleitaba con las historias de los caballeros del rey Arturo y la búsqueda del santo grial sin saber siquiera que el grial era la copa de la última cena. No tenía la menor idea de que las Crónicas de Narnia tuviesen nada que ver con Jesús, pero las imágenes de aquellas historias se me grabaron en la memoria, tan claras y vívidas como si de verdad hubiese visto un paisaje, como si hubiera tenido un verdadero encuentro, con una relevancia muy por encima de lo que era capaz de aprehender.

      Y en algún momento de mi infancia encontré El hobbit y El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien, y eso lo cambió todo. No de golpe, ni siquiera de forma inmediata, sino de un modo lento y seguro. Como la luz de una lámpara invisible, de las obras de Tolkien estaba empezando a surgir el resplandor de la gracia de Dios, que iluminaba con una visión cristiana aquella imaginación mía en la que no había un dios.

      No recuerdo leer El señor de los anillos y El hobbit por vez

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