Dios no va conmigo. Holly Ordway

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Dios no va conmigo - Holly Ordway Instituto John Henry Newman

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ordinarios y las decepciones de la vida, así como los temores y emociones más elevados. Había lugar tanto para la esperanza como para la contrariedad, para el logro y para el fracaso. Igual que el mundo en el que yo vivía, la Tierra Media tenía unas profundidades mayores de lo que era capaz de asimilar en un momento dado. Era un mundo en el que hay oscuridad, pero también una luz verdadera, una luz que brilla en la oscuridad, y no se extingue: la luz de Galadriel y la luz de la estrella que Sam ve filtrarse a través de las nubes de Mordor, y la luz del rayo de sol que se posa sobre la cabeza coronada de flores de la maltrecha estatua del rey en el cruce de caminos.

      El señor de los anillos fue donde me encontré por primera vez con el evangelium, ‘la buena nueva’. Por entonces no sabía que mi imaginación había sido —por así decirlo— bautizada en la Tierra Media. En mi lectura de Tolkien, no obstante, arraigó algo que florecería muchos años más tarde.

      Mientras tanto, el universo ficticio que se apoderó de mi imaginación entre los diez y los trece años, aproximadamente, fue el de la saga de los Jinetes de dragones de Pern, de Anne McCaffrey, con aquellos dragones que exhalaban fuego y sus valerosos jinetes. Me encantaba la idea de tener un hermoso y enorme dragón como amigo de por vida con el que tú (y solo tú) podías hablar por telepatía. El mundo de McCaffrey apelaba a dos de los grandes anhelos que menciona Tolkien: el deseo de volar como un pájaro y el de comunicarse con los animales.

      Pern, sin embargo, era también un mundo de elegidos y no elegidos. Solo unos pocos selectos eran los elegidos como candidatos a jinete de dragón, y menos aún los seleccionados por los dragones que acababan de eclosionar. Los que protagonizaban las aventuras ya eran especiales, y su superioridad tan solo aguardaba a la espera de ser reconocida. Cuando me imaginaba a mí misma en Pern, tenía que ser yo en versión estrella de cine: atlética, enérgica, ingeniosa, con un atractivo peligroso y, o bien (a) popular, o bien (b) tan segura de mí misma como para que me diese igual la popularidad. No había lugar para mí en mi propio yo, una cría normal y corriente. Lucy Pevensie tampoco habría encajado. Tal vez ese fuera el motivo de que me viese en Narnia con una facilidad con la que no me veía en Pern.

      En mi adolescencia buscaba un mundo imaginario que me ayudase a encontrarle el sentido a la ansiedad y la incertidumbre que sentía, a punto de marcharme a la universidad y vivir sola por primera vez, enfrentada a la necesidad de estar a la altura del potencial que todo el mundo parecía ver en mí, estudiante del cuadro de honor, de sobresalientes.

      Pasé un tiempo fascinada con Harlan Ellison, cuyas historias de ciencia ficción, sombrías y cargadas de ira, expresaban algo de lo que por fin me había dado cuenta: que algo iba profundamente mal en el mundo y, de manera más concreta, que algo le pasaba a la gente. Más allá de mi propia experiencia cuando me tomaban el pelo y me apartaban (ser la chica tímida de las gafas de culo de vaso que iba adelantada un curso no era exactamente una garantía de popularidad), descubrí todo un panorama de maldad en el ser humano, desde los horrores del Holocausto hasta la caza indiscriminada de las ballenas, desde los animales domésticos abandonados y maltratados hasta la gente a la que atracaban y mataban en las calles de Nueva York. Me importaba mucho, tanto que pensaba que ojalá no me importase, porque no veía la manera en que nada de lo que yo hiciese pudiera aportar el menor bien. Aquellos iracundos gritos de Ellison contra la crueldad del mundo me ofrecieron una amarga satisfacción por una temporada, pero me cansaron. No había nada sólido debajo de tanta ira.

      Star Trek ocupó el lugar central del escenario como mi mundo imaginario preferido con su oferta de un futuro claro, brillante y audaz. El capitán Picard se convirtió en mi héroe, hombre inteligente, íntegro y decidido. La tripulación corría sus aventuras, se tomaban el pelo los unos a los otros y se mantenían unidos contra viento y marea. Incluso cuando se enfrentaban a una situación con un problema de carácter moral, encajaba en el marco de un universo ordenado y fundamentalmente seguro.

      Por ahí fuera hay todo un inagotable manantial de afición a Star Trek, y yo bebí de él a base de bien. Me leí cantidades ingentes de novelas de Star Trek de dudosa calidad, escribí relatos de fan fiction y asistí a convenciones de la saga donde la mitad de los asistentes iban disfrazados. Estaba buscando algo, y aquello se acercaba, pero… seguía sin ser satisfactorio. Continué yendo a las convenciones, pero se fueron volviendo cada vez menos interesantes. En retrospectiva, el problema era este: no te puedes comprar una pistola phaser o un tricorder; solo te puedes comprar un juguete que hace un ruido como el de la serie. No te puedes comprar un tribble como mascota; solo puedes llegar a tener una bola de pelo de mentira con un motor a pilas que ronronea. La propia existencia física de estos juguetes es un recordatorio de que Star Trek no es un mundo real.

      Yo quería el de verdad: un verdadero sentido, la aventura de verdad, una verdadera sensación de pertenencia. No sabía dónde encontrarlo… o si existía siquiera.

      V

      La pluma y la espada

      Lo he pescado con un anzuelo oculto y un sedal invisible lo bastante largo para dejar que deambule hasta los confines del mundo, y aun así traerlo de vuelta con un leve tirón del hilo.

      G. K. Chesterton, La inocencia del padre Brown

      A los diecisiete años me marché a la universidad. Había desarrollado por la religión la misma falta de curiosidad que tenía por otras actividades que no me interesaban, como el golf o el ajedrez. Aun así, igual que me podía haber convencido de que el golf tenía algunos puntos a favor como juego (el minigolf era divertido, al fin y al cabo), tampoco es que sintiese un completo antagonismo hacia la religión per se.

      En mi primer invierno universitario se me metió en la cabeza la idea de celebrar el Yule y salir una noche a arrastrar los pies por una zona boscosa y nevada junto a la residencia universitaria para encender una vela en un acto de una espiritualidad indefinida. Cogí frío, y la madre naturaleza no me concedió ninguna revelación, pero los bosques eran bonitos, así que tampoco me importó.

      La puerta seguía abierta, pero no tardaría en cerrarse.

      En la universidad absorbí la idea de que el cristianismo era un artificio histórico o una mancha en la civilización moderna, o tal vez ambas cosas. Mis clases de ciencias decían de forma implícita que los cristianos eran unos antintelectuales por los que había que sentir lástima a causa de su rechazo supersticioso del darwinismo. Mis clases de antropología presentaban a los misioneros cristianos como unos colonialistas de mentalidad estrecha que habían erradicado las expresiones auténticas de la religión nativa (no sabía muy bien qué pensar en cuanto al papel esencial que desempeñaban los sacrificios humanos en la expresión auténtica de la religión azteca). Mis clases de literatura y de historia omitían o restaban importancia a las referencias a la fe de los personajes históricos, como si sus creencias fueran del todo privadas y subjetivas.

      Recuerdo una clase de grado superior de Literatura Inglesa sobre los Cuentos de Canterbury de Chaucer. Comentamos su crítica de la corrupción y la hipocresía de la Iglesia medieval sin tener en consideración la fe que, en primera instancia, movía a la gente a peregrinar; me quedé con la impresión de que Chaucer era un humanista de mentalidad abierta, no un cristiano que de verdad creyese. Nunca reparé en que Chaucer le pedía al lector que diera gracias por todo lo valioso en el poema a «nuestro Señor Jesucristo […] de quien procede todo entendimiento y toda bondad».

      Supongo que debí de tener compañeros de clase o profesores que fueran cristianos, pero, si los tuve, jamás conocí a ninguno. Nadie hablaba en el campus sobre la fe o sobre el cristianismo. Recuerdo una chica en particular en mi residencia universitaria, en el primer semestre del primer año, que (me doy cuenta al echar la vista atrás) probablemente fuese cristiana; puso objeciones a que el personal de la residencia repartiese condones gratis y organizase reuniones

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