Dios no va conmigo. Holly Ordway
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Todas mis opiniones articuladas de manera consciente venían respaldadas por la misma premisa: no hay un Dios, no hay un sentido último más allá de nosotros mismos.
Si nuestra vida no tiene un verdadero sentido, ¿qué sentido tiene vivirla? Este problema ya lo había reconocido allá por la época del instituto. Recuerdo estar en clase de Latín en segundo año, leyendo a algunos de los poetas más filosóficamente desconsolados, y preguntarle al profesor que, si les parecía que la vida no tenía sentido, ¿por qué no se suicidaban sin más? «Muchos de ellos lo hicieron», me respondió el profesor.
Aun así, creía que era posible y deseable ser una buena persona (dejemos a un lado la cuestión de la procedencia de mi criterio de bondad). Pensaba que merecía la pena vivir la vida aunque fuera difícil. ¿Cómo podía ser de ese modo y aun así carecer de sentido?
El ateísmo conduce al autoengaño o a la desesperación cuando se vive de manera coherente. El sentido construido por uno mismo no es más que un recurso provisional: solo es real de la misma manera en que un decorado del castillo de Elsinore es un lugar real. Uno puede suspender la incredulidad mientras se está representando Hamlet, pero en algún momento habrá que salir del teatro. ¿Qué se hace cuando uno reconoce que ayudar a los demás, hacer buenas obras y amistades no constituye sino un decorado y unos trucos de luces?
Era tentador convertir el ateísmo en una causa de mayor alcance en beneficio de la humanidad. Tal vez mereciese la pena dedicar la propia vida a la creación de un mundo sin religión, placenteramente libre de las cadenas de la superstición. Esa es la imagen que John Lennon capta en Imagine, y es hermosa… mientras te esfuerces en no pensar demasiado en serio sobre ella. Tal y como lo expone Francis Spufford:
Pensemos en ese monumento al pomposo artificio estético que es Imagine: es sin duda el «pequeño poni» de las declaraciones filosóficas […]. Imagina que no hay un cielo. Imagina que no hay un infierno. Imagínate a todo el mundo viviendo la vida en… ¿Cómo? ¿Perdone? ¿Que quitemos la religión de la foto y todo el mundo se pondrá a vivir en paz de manera espontánea? No sé qué pensarás tú, pero en mi experiencia la paz no es el estado natural del ser humano a falta de otro.
Me bastaba con mirarme y con echar un vistazo a la gente que me rodeaba para reconocer la ira, los celos, la inseguridad, la envidia, el desprecio, el egoísmo, el temor y la avaricia que hundían sus profundas raíces en la tierra de ser humano. Se me antojaba que una aceptación universal del ateísmo dejaría a la gente con los mismos problemas de antes, si no peores (no desconocía que el historial de derechos humanos de los países dogmáticamente ateos, digamos, dejaba mucho que desear). Conocía la diferencia entre la imaginación y hacerse ilusiones. El ateísmo podría ser cierto, pero fingir que era una causa humanitaria no ofrecía ninguna solución a mis problemas.
¿Qué hacer?
Cuando la alternativa es sucumbir a la oscuridad, parece que merece la pena probarlo todo. En su poema La playa de Dover, Matthew Arnold se sitúa ante un mundo en el que la belleza y el sentido han resultado ser meros deseos y falsas esperanzas:
El mundo, que parece
extenderse ante nosotros como una tierra de ensueño,
tan diversa, tan bella, tan nueva,
en realidad carece de gozo, de amor, de luz,
de certeza o de alivio del dolor;
y aquí estamos como en un páramo que oscurece,
barrido por el confuso griterío del forcejeo y la huida,
donde unos ignorantes ejércitos se enfrentan en la noche
Ante esta triste visión, exclama: «¡Oh, amor, seamos sinceros / el uno con el otro!». Para alguien joven y con aspiraciones románticas, esto tiene pinta de ser una buena solución. El único problema es que cualquier pareja en la que sus miembros se apoyen únicamente el uno en el otro para su plena realización y su sentido se ahogará sin duda, como dice Shakespeare, «como dos nadadores exhaustos que se aferran el uno al otro / y traban su destreza».
En cuanto a mí, traté de mantener la oscuridad a raya buscando el sentido en actividades que consideraba que merecían la pena: la enseñanza, apreciar la literatura, ganar torneos de esgrima, escribir un libro, ahorrar e invertir dinero. Todas estas cosas era buenas en sí mismas, al menos hasta cierto punto, y no había ninguna desventaja obvia en buscar en ellas el sentido de mi vida.
Y, aun así, me dedicara a lo que me dedicase, nada me satisfacía. Quería ser una buena profesora, pero me daba la sensación de que mis alumnos no cooperaban. Quería que fuesen agradecidos y lo valorasen, pero en cambio estaban demasiado necesitados y exigían una paciencia y un autocontrol y preocupación que superaban la capacidad de lo que yo podía dar. Me sentí frustrada; rehuía mis responsabilidades y las dejaba en manos de mis colegas; me ofendía con la mala conducta de mis alumnos. Un día me sorprendí a mí misma gritando encendida de ira a unos alumnos de primer año que no querían dejar de hablar en el aula simplemente porque no les daba la gana. Con una claridad terrible, vi y desprecié a la persona en que me estaba convirtiendo, y me sentía incapaz de detener aquel cambio.
La esgrima fue mi tabla de salvación.
Competía en esgrima con sable desde la época de la facultad. De las tres armas de la esgrima (sable, espada y florete), el sable es la más dinámica y con mayor ritmo. Cuando me inicié como tiradora de esgrima, se trataba de un deporte casi exclusivamente de hombres. Es más, en la universidad formaba parte del equipo masculino de sable: no había equipo femenino. Estaba orgullosa de ser una mujer a la vanguardia de dicho deporte; me daba la sensación de haber alcanzado un logro.
Como tiradora de sable, mujer y menuda, tenía que ser valiente: mis contrincantes eran casi siempre más grandes y más fuertes que yo. Tenía que estar concentrada: las posibilidades tácticas se desarrollan a velocidad de vértigo durante una frase de armas. Y tenía que ser dura: a pesar de todo el equipamiento de protección, duele recibir el golpe de una hoja de acero flexible de un metro de longitud con gran velocidad y fuerza.
Aun cuando estaba atribulada y en pleno conflicto en el resto de mi vida, durante la esgrima podía sentirme yo misma plenamente. Aquel deporte contenía una belleza propia en el choque del acero de una perfecta parada y respuesta, en la atlética danza de avance, retirada y ofensiva. Sobre la peana de esgrima no había donde esconderse: o conseguías el toque o no lo conseguías, o vencías el combate o lo perdías. Había una claridad en las exigencias físicas y mentales de la esgrima que me permitía —allí y en ninguna otra parte— reconocer que era menos de lo que deseaba ser, y sentir que el esfuerzo por mejorar importaba… al menos durante un rato.
Sin embargo, la esgrima solo aliviaba mi lucha contra la oscuridad; no la resolvía.
La visión era cada vez más clara: si la vida realmente no tiene un sentido, entonces nuestras acciones tampoco pueden tener un sentido por sí solas.
Y así llegué de manera gradual a otra forma de gestionar la desesperación: el orgullo. Empecé a apoyarme en mi sensación de poseer fortaleza intelectual. Muy bien —me dije—, al morir, nos morimos; nada de lo que hacemos tiene un sentido último. ¡Así sea! Afrontar los hechos me podía proporcionar una cierta satisfacción