Dios no va conmigo. Holly Ordway

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Dios no va conmigo - Holly Ordway Instituto John Henry Newman

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y decidida. Miraría al abismo, y dejaría que el abismo me devolviese la mirada, y seguiría adelante.

      A su manera, esta postura era satisfactoria. Me podía sentir superior a cualquiera y, desde luego, a los cristianos, a los que veía débiles e incapaces de afrontar la verdad. Empecé a concebir la vida como una gran tragedia; nuestra pequeña vida consciente como la minúscula llama de una vela en la noche mientras la desesperación se cierne en el baile de las sombras. El grito desafiante «¡no hay un sentido!» se convirtió en el suelo firme, el lecho de roca de mi ideología. Algunos necios no eran capaces de afrontar la oscuridad, pero en lo que a mí se refería, podía paladear la idea de hallarme ante mi solitario precipicio, capaz de reconocer mi identidad como una mota carente de sentido dentro de un universo indiferente y seguir viviendo sin los artificiales consuelos de la religión.

      Se trata de un orgullo desconsolado, un orgullo solitario y, en última instancia, un orgullo alienante, pero ese orgullo proporcionaba una especie de oscuro alivio. Hay algo terriblemente seductor en sentirse superior. Una vez estás allí, resulta difícil echarse atrás. Retirarse del precipicio de la desesperación significaría que aquella gente, con cuya ridiculización tanto has disfrutado, en realidad sabía más que tú. Significaría renunciar a la embriagadora sensación de ser especial gracias a que todos los demás eran unos necios.

      Y aun así me preocupaba lo que sabía de mí misma. Notaba que ese orgullo que me mantenía era en cierto modo malsano; conectaba con el desprecio con demasiada facilidad y me predisponía al aislamiento. Sabía que era propensa a una fuerte ira, más terrible aún si cabe por el hecho de que casi nunca permitía que se me notase. Perdí una vez la compostura en una competición de esgrima y descargué mi ira en una respuesta de una décima de segundo golpeando a mi contrincante en la máscara con tal fuerza que se me partió el sable. Me aterrorizó aquella pérdida de control, así que fingí que había sucedido de manera fortuita, pero yo sabía que había sido aposta. Siempre que me asomaba al profundo foso de ira de mi corazón, sabía que las cosas no iban bien.

      Mi ateísmo me estaba corroyendo el corazón como el ácido. Cuando se produjo el 11S, me quedé realmente impactada por aquella forma salvaje de acabar con vidas inocentes, hasta que comencé a sacarme a mí misma de mi reacción emocional a base de racionalizar. ¿Qué me importaba a mí aquella gente? ¿No morían miles de personas todos los años en accidentes de carretera? ¿Por qué debía llorar la muerte de unos extraños? Funcionó: dejó de importarme. Al mismo tiempo, estaba debidamente horrorizada por mi desprecio de algo que yo sabía de manera objetiva que merecía una reacción de duelo y pena. En un momento de lucidez transitoria, reconocí mi estado como de anestesia, no de racionalidad superior.

      Por muy intelectualmente satisfecha que me declarase, por muy inexpugnable que me pareciese aquella fortaleza intelectual de ateísmo, era un lugar lóbrego donde vivir. E incluso cuanto más me enamoraba intelectualmente del ateísmo, me encontraba con que más me costaba vivir a la luz de sus conclusiones.

      De lo que no me daba cuenta entonces era de lo incoherente que yo era. No habría sido capaz de dar una explicación del origen de mi propia racionalidad, ni de mi convicción de que hubiera tales cosas como la verdad, la belleza y la bondad. Utilizaba el lenguaje de la moralidad aun cuando afirmaba que la fuente de toda moralidad no existía. Aunque me sentía cómoda siendo el árbitro último de lo que estaba bien en términos de mi propia conducta, estaba segura de que las palabras bien y mal hacían referencia a cosas reales, y que yo me debía esforzar por alcanzar el bien aun cuando no me beneficiase personalmente.

      Aunque mi credo sostuviese que no había un sentido último, me obcecaba en la creencia de que existía algo como la verdad y valoraba la verdad como un bien absoluto. Ese es precisamente el motivo de que rechazase con tanta firmeza aquello que creía que era la fe: obligarte a ti mismo a creer en algo reconfortante aunque falso. Creía que, si no había un sentido y una esperanza, entonces lo bueno y lo correcto sería afrontar esa verdad, y no tratar de ocultarse de ella. Deseaba conocer la verdad y vivir conforme a ella, fuera cual fuese.

      Aun así, aquella precisa idea que yo tenía de la verdad excluía cualquier consideración posible del cristianismo. Tal y como yo entendía la fe, era irracional por definición, y así, por definición, no podía ayudarme del único modo en que estaba dispuesta a aceptar ayuda.

      Así, cuando era una atea tan firme, no habría escuchado ni entendido —y tampoco habría podido hacerlo— los argumentos que acabarían convenciéndome. Me había encerrado en mi fortaleza y había tirado la llave.

      Pero incluso una fortaleza puede tener ventanas, y sobre ella se encuentra el cielo y sus piedras descansan sobre tierra firme…

      Primer intermedio

      Era mi tercer año como cristiana y, mientras la Iglesia atravesaba el ciclo litúrgico de la vida de Cristo, yo estaba una vez más con ganas de verlo culminar en la Semana Santa: la solemnidad y el dramatismo del trayecto por el Domingo de Ramos, el Jueves Santo, el Viernes Santo y, por fin, la gozosa Pascua, la resurrección de nuestro Señor.

      La congregación de St. Michael bytheSea contaba con un activo grupo de miembros que se encargaban de las lecturas en los servicios de la iglesia. Unos meses antes, había empezado a leer una vez a la semana en la oración vespertina. Después, poco antes de Semana Santa, uno de los lectores para los servicios de las festividades se tuvo que marchar de la ciudad de manera inesperada, y me pidieron que lo reemplazase. ¿Quién, yo? Sí, tú.

      Y así fue como me encontré el Viernes Santo en el atril ante una iglesia abarrotada. Dirigí la lectura del salmo penitencial 51 y después comencé a leer la oración de los fieles.

      Oremos por todas las naciones y pueblos de la tierra, y por quienes ostentan la autoridad entre ellos, para que con la ayuda de Dios encuentren la justicia y la verdad, y vivan en paz y concordia.

      En Viernes Santo, la iglesia era un lugar solemne. No había decoración en las paredes, ya que había quitado todos los carteles al comienzo de la Cuaresma. El altar había sido despojado de todos sus manteles. El gran crucifijo sobre el altar estaba cubierto con un velo. No sonaron las campanas durante la ceremonia, no se cantó un himno; entramos y salimos en silencio.

      Oremos por todos los que sufren y por los afligidos física o mentalmente, para que Dios en su misericordia los reconforte y los alivie, y les conceda conocer su amor y despierte en nosotros la voluntad y la paciencia para atender a sus necesidades.

      Mientras leía las oraciones en nombre de la congregación, sentí de manera muy profunda que en verdad no había un ellos y un yo en la oración, sino un nosotros.

      Oremos por todos aquellos que no han recibido el evangelio de Cristo.

      Ya había oído antes aquellas palabras, en la misa del Viernes Santo los dos años anteriores. Una vez más, me llamó poderosamente la atención que aquella no era solo una oración genérica por quienes estaban perdidos: había sido una oración por mí.

      Por aquellos que nunca han oído la palabra de salvación.

      ¿Tendría alguna idea aquella gente de St. Michael de que, en los años anteriores, al orar en aquella misma liturgia estaban rezando por mí?

      Por aquellos endurecidos por el pecado o la indiferencia; quienes viven en el desprecio o el desdén, por los enemigos de la cruz y los que persiguen a sus discípulos.

      Oí cómo me temblaba la voz al finalizar.

      Para que Dios abra sus corazones a la verdad y los conduzca a la fe y la obediencia.

      Qué

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