Dios no va conmigo. Holly Ordway

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Dios no va conmigo - Holly Ordway Instituto John Henry Newman

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visto a gente repartiendo panfletos y diciendo «¡Jesús te ama!» a los que pasaban, o mostrando en los partidos de fútbol carteles que decían «Juan 3, 16», lo cual me dejaba totalmente perpleja (creía que debía de ser algún tipo de código). Yo solo tenía conocimiento de la palabra predicador como una parte de telepredicador, lo cual yo tenía asociado a una mala imagen y a unos escándalos patéticos. No sabía nada sobre el cristianismo, ¿y por qué molestarme en aprenderlo?

      Aun así, en la universidad me topé también con el poeta que influiría en el curso de mi vida más que cualquier otro autor, salvo Tolkien: el poeta y sacerdote católico Gerard Manley Hopkins.

      Leí a Hopkins por primera vez en mi segundo año universitario, en la asignatura de Autores Británicos II, obligatoria para los alumnos especializados en literatura: sus poemas contenidos en el voluminoso y pesado Norton Anthology of English Literature, con sus hojas de papel semitransparente y sus exiguos márgenes. Me había mostrado un tanto voluble al respecto de aquella asignatura, porque mi contacto con la poesía hasta entonces se había reducido al aula, donde habíamos estudiado lo que significaban los poemas y lo que simbolizaba cada cosa, nada que ver con la inmersión natural en la historia que yo conocía y amaba como lectora de novelas en privado.

      Entra en escena el profesor Keefe. Supongo que hablamos sobre el significado de la poesía que leíamos en su clase —Keats, Browning, Shelley, Hopkins, Blake—, pero lo que recuerdo es la manera en que nos leía los poemas en voz alta. Estaba hipnotizada. No me habían leído en voz alta desde que era pequeña, y oír los poemas recitados con tanto descaro, con su énfasis y sus cambios de tono y de ritmo fue una revelación (hasta hoy, cuando leo a Robert Browning, es la voz áspera de Keefe la que oigo: «Grrr… ¡Vamos allá, aversión de mi alma! ¡Riega ya las malditas macetas!»).

      Y Keefe me hizo otro regalo, casi de un modo accidental. Recuerdo que dijo —y es muy posible que yo lo malinterpretase, pero, si lo hice, fue la equivocación perfecta—: «En realidad, nadie entiende de qué demonios habla Hopkins en El cernícalo, pero es muy bello».

      Por un lado, esto no tiene ningún sentido. Sabemos lo que quería decir Hopkins en El cernícalo porque nos ofrece un subtítulo para aclarárnoslo: «A Cristo, nuestro Señor». Sus reflexiones sobre Cristo en la imagen del ave, esa bella rapaz, se expresa en una sintaxis compleja y un lenguaje difícil y muy comprimido, pero se trata sin duda de un poema inteligible.

      Por otro lado, nada de eso importaba entonces. Lo que importaba es que había un poema que me alegraba el corazón. No lo entendía (menuda sorpresa: tenía apenas dieciocho años y no estaba habituada a la poesía), pero el profesor Keefe me dio permiso para que me encantase de todas formas. Leer y reaccionar ante la poesía sin sentirme obligada a descomponerla en unas unidades de temática y significado perfectas y ordenadas me abrió una puerta a un mundo nuevo.

      Y Hopkins tenía mucho que enseñarme.

      Al contrario que Ellison, Hopkins ofrecía una visión del mundo que tenía sentido aun cuando la vida parecía arbitraria y confusa; este mundo poseía elementos como la justicia y la misericordia aunque uno no los encontrase en su propia experiencia. El mundo de Hopkins era integral: contenía el dolor, la duda, la depresión y el temor, pero también el gozo, la belleza y el puro regocijo de haber sido encarnado.

      Hopkins cierra uno de sus poemas más desgarradores con una súplica: «Oh tú, Señor de la vida, envía la lluvia a mis raíces». ¿Se acabará la sequía?, ¿o seguirá sufriendo? Hopkins no lo sabe. Solo puede preguntar. Su confianza es más profunda que su seguridad.

      Tal vez fuese la integridad de su visión, su reconocimiento tanto de luz como de la oscuridad, lo que hizo que el eco de sus palabras resonara en mí por mucho que a esas alturas me hubiese convertido en una atea de manera consciente.

      Allá descansa la anhelada frescura, en lo profundo;

      y aunque las últimas luces se fueron por el negror de poniente

      ¡oh!, cómo eclosiona la mañana en el pardo horizonte de oriente…

      Porque el Espíritu Santo sobre la curvatura del mundo

      anida con cálido pecho y alas ¡ah! resplandecientes.

      Aquellos eslóganes de afirmación cristiana propios de las pegatinas para el coche —«No soy perfecto, ¡he recibido el perdón!», «Dios es mi copiloto»— y las representaciones artísticas kitsch que veía —un Jesús de ojos azules vestido con una túnica con pliegues (¿de poliéster?) reconfortando a algún hipster arrepentido o abrazando a unos niños adorables hasta la exageración (ninguno llorando ni distraído)— me presentaban la fe como el ondear de una especie de bandera devocional. «¡Mira, soy cristiano! ¡Conozco a Jesús!». Vale, gracias; pero no, gracias. Aquel Jesús no me parecía capaz de encargarse de nada que fuese peor que una rodilla despellejada.

      Por aquel entonces no sabía cómo decirlo, pero estaba buscando al Cristo cósmico, quien hizo todas las cosas, el Jesús resucitado y glorificado que se encuentra a la derecha del Padre.

      Las alabanzas de Hopkins a Dios superaron mi reacción alérgica a lo kitsch porque fluían de manera natural a partir de lo que él veía en el mundo. Él me permitió situarme en su lugar y mirar a través de sus ojos: pude ver que «de la grandeza de Dios el mundo está imbuido». En la visión del mundo de Hopkins, la fe no era algo mágico. No convertía la enfermedad, la separación de la familia, el trabajo agotador y el fracaso de su poesía en algo con lo que él disfrutase.

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