La perla del emperador. Daniel Guebel

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La perla del emperador - Daniel Guebel

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tu memoria!”, le gritó. Sus compañeros festejaron la broma.

      El mar se abrió al paso del cuerpo. Tepe sonrió. Hendiendo las profundidades, agradecía la ventura de ser pescador de perlas. Nunca había querido ser jefe de tropa, ni mercader que atraviesa los desiertos, ni sacerdote o jardinero. El mar era su dios; todo lo conocía sin necesidad de palabras. “Hoy tomaré el rial de oro —pensó—. Solo uno. Pasará inadvertido.”

      Con esa esperanza trabajó todo el día. Decenas de veces apareció en la superficie extendiendo sus manos cargadas de collares de abasida y anillos y cajitas de marfil incrustadas de estrellas de oro. No te fatigaré, ¡oh Perla de Labuán!, con el relato de las ínfimas peripecias de su espíritu. Al filo del anochecer los pescadores arrojaban pequeñas redes en busca de peces ciegos. Tepe comprendió que la jornada concluía sin que él se hubiese decidido a tomar el rial. ¿Qué le diría a Muti? Imaginaba el despecho pintado en el rostro de su mujer, el vendaval de reproches, la sopa fría...

      Separose del borde de la canoa. “¡Idiota! —le gritó un guardia—. ¡Ya no...!” Hablaba a la estela de espuma. Tepe descendía otra vez. A medida que se adentraba en las profundidades todo se volvía difuso. A su lado pasó una esfera de junco. Los ilis despedían un resplandor uniforme. En gesto instintivo se apartó de la fuente de claridad, mas enseguida descubrió que se trataba de un enorme pez globo que había tragado a un lámpara-azul. Era difícil, pero no imposible, que algo así ocurriera. De seguro que el pez globo había capturado al lámpara-azul mientras este dormía: en esos momentos, su luz es casi imperceptible. Ahora el pez globo nadaba en círculos de atonía. Sus branquias estaban encendidas como tenues arbolillos de bronce incandescente. Tepe se quedó quieto, aguardando su oportunidad. Había sido una imprudencia arrojarse de nuevo al agua porque la claridad iba disminuyendo, pero aún no era tiempo de lanzar las esferas de junco: Tepe sintió que había vuelto al mar a la hora de su muerte. Empezaba la presión de la sangre en las sienes, y la oscuridad le ocultaba la ubicación del barco. El pez globo volvió a pasar cerca de él. Tepe estiró la mano y lo atrapó. Tenía las pupilas dilatadas y ardía suavemente en su diestra. Tepe rió para sus adentros: “El lámpara-azul te está devorando”. Lo movió en todas direcciones. La negrura iba envolviendo el mar. “Estoy perdido —pensó—. Quedaré preso de alguna corriente.” Para aventar ese temor separó apenas los labios; una hilera de burbujas ascendió rectamente. Rápidas, sin desviarse. “Gracias sean dadas: los dioses no se ocupan hoy de mí.” Nuevamente miró en derredor.

      Fue entonces, ¡oh Perla de Labuán!, que descubrió la ostra.

      En todos sus años de pescador de perlas nunca había visto nada que se le asemejase. “Es el trono donde se sienta el Señor del Mar”, pensó. La ostra superaba los once pies de diámetro, y alcanzaba la altura de un niño de nueve años. La valva superior era de color pardo-verdoso. Gruesa, irregular, erosionada de corales negros que enmarcaban sus labios como un bozo. Sus rugosidades revelaban que era una ostra adulta. La valva inferior, debido a su menor desarrollo, tenía una consistencia débil, recorrida por súbitos reflejos opiáceos.

      —¿Una afloración del nácar? —pregunté.

      —Así es —dijo Li Chi pestañeando—. Una afloración de nácar que llegaba incluso hasta las charnelas.

      La ostra estaba adherida a unos farallones de malaquita. Por obra de su extraña naturaleza, había desarrollado instintos carnívoros: esa tendencia la llevó insensiblemente a confundirse con el medio. Aún estaba lejos de la simulación perfecta, pero lo hecho le servía para engañar a las especies torpes. Tepe observó restos de una langosta real asomando por la horrible boca de perro, y había también huesos de cría de atún. De un costado brotaba una porción de carne, una lengua vibrante de tamaño no mayor que un pañuelo; con ella la ostra atraía la atención de quelonios y márgaras. Un repliegue estremecido envolvía los ejemplares más audaces y luego los asimilaba en su seno.

      Tepe sacudió la cabeza. El aire viciado estallaba en sus pulmones. Sabía que cuando comenzase a tener visiones estaría perdido. Pero la ocasión representaba la cúspide de su oficio. Si retornaba a la superficie perdería la ubicación de la ostra. ¿Debía exigirse un esfuerzo más? Dejar la vida allí, ¿importaba?

      El pez globo boqueó en su mano, ya era un manojo de jirones de fósforo hirvientes. De su cloaca huían generaciones de huevecillos blancos que se disolvían en granos de sal. Tepe desgarró el pez moribundo y extrajo el lámpara-azul. Al contacto con la candencia su mano se encogió y tomó el color de un papiro. La sangre brotó. Tepe lanzó al lámpara-azul por el espacio abierto entre las valvas y extrajo el cuchillo perlero.

      Al sentir el cuerpo extraño la ostra juntó sus valvas. Pero el lámpara-azul se encendió como un astro; la delicada carne de la ostra no podía soportar la violencia de esa ignición y comenzó a estallar en chasquidos y chispas; ennegreciéndose, se retorcía: pétalos fibrilados de oro contra el fondo rosado. El caparazón enrojecía y luego se volvía de una transparencia acuosa hasta revelar la población de algas y las sucesivas capas de nácar. Flotando como una revelación sobrenatural, el lámpara-azul se apartó sin prisa y se mantuvo a unas pocas varas. Amparado por su fulgor, Tepe se decidió a investigar el interior de la ostra.

      La irradiación no había arrasado por completo con el manto. Capas de arborescencias enteras habían caído protegiendo a otras capas de carne; de los repliegues asomaban puntas pecioladas de irritación. Y esa especie de luz, blanca y amarilla y gris, tan dulce a sus ojos, que Tepe vio repetida como nunca antes. La ostra era un enorme cultivo de perlas. Tepe vio sus diferentes tamaños y estados de formación. Cubiertas de chorreaduras de nácar; corpúsculos de arena sumergidos en una irisada línea de baba; perlas que parecían dragones; perlas de cristalización opaca; transparentes perlas de forma perfecta en cuyo centro titilaba una artística escama oval; perlas pegadas a perlas que colgaban de una hoja de liquen petrificado. La luz del lámpara-azul creaba un engañoso tejido de destellos que rebotaban contra las superficies cóncavas de la ostra y se volvían a proyectar sobre las excrecencias de carbón. Tepe se restregaba los ojos. Durante unos instantes creyó hallarse ante el reclinatorio del Templo de Oro y apoyó la cabeza en la carne, pero el contacto helado lo disuadió. Se había topado con una superficie de temperatura lunar. Cortó lenguas de carne y se encontró con una morbosa hinchazón romboidal. Era el pulmón de la ostra. Su cuchillo efectuó una pequeña incisión, de la que escapó una tormenta de burbujas. Tepe pegó la boca contra la fisura y recibió el oxígeno con deleite: tenía sabor metálico, con un tenue regusto de cal. Exprimió el pulmón hasta extraer todo su contenido. El cambio de aire aclaró las ideas. Sabía que la ostra guardaba perlas suficientes como para asegurar su fortuna; pero entendió también que estas se exhibían de un modo tan insólitamente desenfadado que de seguro ocultaban, con esa desnudez, algo de veras valioso. El pescador hundió el cuchillo en las carnosidades, se desgarró la piel entre las mucosas y, en el sector más profundo de ese monstruo de metamorfosis, encontró lo que imaginaba.

      Era, naturalmente, la perla de las perlas. Era La Perla del Emperador.

      Li Chi calló. En el silencio oí, afuera, el rumor de los insectos. El chino sonrió mientras daba pensativas chupadas a su pipa; el rescoldo se avivó, la ceniza tomó color, y las vaharadas de humo llegaron hasta mí. Era, a fin de cuentas, un aroma grato. Contemplé los movimientos de mi visitante. Con un dedo daba leves golpecitos en el costado de la pipa, de modo de mantener pareja la superficie en combustión; la mano libre acariciaba lentamente su pecho, como ayudando al humo a bajar.

      —Cae el sol —murmuró por fin.

      —El sol cae —repetí.

      —Es tarde —dijo.

      —No para escuchar.

      Li Chi inclinó su cabeza. Luego aplicó sus labios sobre la

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