La perla del emperador. Daniel Guebel

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La perla del emperador - Daniel Guebel

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ese gesto y los techos de las chozas se hundían en el vendaval: a sus moradores los arrastraba el torbellino. El viento cavaba pozos en el río y extraía peces y los destripaba sobre los espinos. Grandes rocas rodaban de la ladera del Trengannu, sus chispas se fundían en el relámpago.

      Desde mi terraza, situada a gran altura y protegida por sólidas hileras de pinos, contemplaba el desastre sin correr peligro. El viento me llegaba libre de basura. Se adueñaba de mi cuerpo, lo moldeaba; yo perdía mis formas. Las gotas de lluvia estallaban en minúsculas tormentas. Con la boca abierta yo cedía al viento. El sari se adhería a la piel; a veces el viento me lo arrancaba; cercándome, me asfixiaba.

      Despertaba con la helada. El viento había ido a asolar el interior de la isla.

      Un día un anciano, otro chino, se llegó a mi tienda; dijo ser el mayor de la familia Chao y llamarse él mismo Chaw Mien. En un fumadero se había enterado de que yo andaba a la caza de datos sobre el paradero de Li Chi. Chaw Mien no indagó en los motivos de mi interés por aquel que llamó “el más despreciable de los seres”: fue discreto hasta el punto de no fingir sorpresa por mi discreción. Dijo en cambio que Li Chi, además de ser un comerciante inescrupuloso, había sido un insaciable devorador de la honra de las muchachas de su colectividad. Chaw Mien no quería tener secretos conmigo: a ese doble furor habían sucumbido su economía y los retoños femeninos de su familia. Pero su caso no era el único: hombres más respetables que él habían sufrido trato similar, y juraron vengarse. A mi propia seguridad, dijo Chaw Mien, convenía el que yo no demorara en transmitirle cualquier noticia que recibiese acerca de Li Chi.

      Su manera, a la vez amenazadora e insinuante, me disgustó. Su misma persona imponía la tentación de rehusarse. Pero yo no tenía motivos para no mostrarme ecuánime, así es que me tomé unos instantes antes de responder:

      —Nada en este mundo me asusta entonces, pues de Li Chi solo espero la confirmación de su muerte.

      Había supuesto que esa frase iba a bastar. Sorpresivamente, Chaw Mien rió:

      —Su muerte... cuando joven, yo mismo me entretuve en morir unas cuantas veces; es muy bueno para la salud, siempre que no ocurra de manera definitiva.

      —Creí que únicamente los malayos, y algunos hindúes, soñaban con vidas sucesivas para una misma alma —dije reprimiendo mi desdén—. Ignoraba que los chinos compartieran ese entusiasmo.

      —Claro, claro —dijo Chaw Mien—, Li Chi es hábil, La Perla de Labuán es hábil, y este pobre oriental pronto conoce que lo engañan. Por eso —siguió mientras se ponía en pie— te imploro que en su momento me informes de cualquier cosa que llegases a saber acerca de mi enemigo. ¿Cómo decirlo...? —Hizo temblar dubitativamente sus manos de uñas largas—. Estando Li Chi ausente, ¿quién podría protegerte de cualquier desafortunada consecuencia que la ciega casualidad pudiera tramar? ¿Y qué, sino la sinceridad, puede proveerte de nuevos y mejores amigos? Ahora, si me permites...

      Y cuando creí que iba a retirarse en medio de rengas ceremonias, extrajo unas pocas monedas de bronce y pretendió comprarme una estupa recordatoria de Ashoka. Le di la espalda, fingiendo no haber percibido su gesto. Humillado, Chaw Mien desapareció. ¡La estupa era una baratija, algo visiblemente indigno de compensar el peso de sus amenazas! Tampoco esa torpeza me predispuso a auxiliarlo.

      Intenté continuar con mis labores, pero la visita había arruinado mi jornada. Abandoné el despacho, bajé las cortinillas y fui a la cocina a prepararme un brebaje restaurador. Su ingestión, que en un principio cumpliera a efecto de complacer a mis clientes, había dejado ya de ser el modo con que yo exhibía mi aceptación de las costumbres locales. Insensiblemente me había acostumbrado a ese ritual. Prepararlo era una actividad agradable, para la cual yo reservaba siempre una hora del atardecer. El baile de las hierbas en la superficie del agua caliente, la difusión de su sabor; incluso los movimientos que se requerían para su preparación... todo ello me deparaba una serena sensación de intimidad.

      Vertí unas gotas de agua en la vasija de madera; de su interior se desprendió el aroma fuerte de las hierbas. Hice la primera ronda solitaria, que me supo amarga. Preparé un segundo servicio. El conducto había comenzado a calentarse, y a causa de la prisa me quemé los labios; algunas briznas de hierba habían atravesado el filtro del conducto y se depositaron en la punta de mi lengua; las escupí a un costado, arranqué un hollejo de piel que se había curvado en la quemazón, luego lamí la herida. A la presión de la lengua brotó una gota de sangre. “El interior de La Perla”, pensé. Y ese pensamiento, extrañamente, me volvió al momento de la visita de Chaw Mien. Tuve miedo. “Mi interior...” No cabía duda de que Chaw Mien se había comportado groseramente al aludir a mi indefensión. ¡Ni siquiera se había molestado en fingir la fineza que debía a mi condición de mujer! Pero yo no había atendido a ese detalle, y a mi vez lo había tratado con desprecio. En cierto modo yo misma había dado libre curso a su amenaza al no manifestar firmemente mi convicción respecto de la muerte de Li Chi. Y eso (el tono de ira apenas contenido de Chaw Mien así lo demostraba) había inducido a mi visitante a sospechar que le ocultaba algo. Ahora bien, en todo aquello había un error que yo no podía disipar, pues Chaw Mien ya se había retirado. Pero, aun de no ser así, ¿cómo habría podido transmitirle mi creencia en la muerte de Li Chi, si yo misma mantenía alguna esperanza de encontrarlo vivo? El error, entonces, aquello que ponía en peligro mi propia vida, radicaba en la inexacta comprensión de Chaw Mien, quien dio por supuesto que esa solapada y resistente esperanza que (pese a todo) yo trasuntaba, era la prueba de que sabía algunas cosas acerca de Li Chi, y que eso que sabía, era lo que me negaba a decirle.

      Tan efectiva resultó la amenaza de Chaw Mien que al día siguiente decidí no abrir la tienda y me encaminé hacia el fumadero donde Li Chi había sido visto por última vez.

      Por supuesto, pese a mis ilusiones no ignoraba que eran escasas las posibilidades de encontrarlo con vida. “De seguro —me decía—, el cadáver del fumadero es el suyo.” No obstante, el simple hecho de ponerme en movimiento resultaba más útil que el empeñarme en la continuación de mis asuntos cotidianos fingiendo desconocer que la soga de Chaw Mien iba cerrándose sobre mi cuello.

      Un rickshaw me sacudió por la zona céntrica de la ciudad. Yo había tomado la precaución de procurarme lujosas ropas de hombre y había velado mi rostro como si me estuviese dirigiendo hacia un encuentro amoroso. Cada tanto, mi estúpido porteador giraba la cabeza echándome miradas de complicidad. Por prudencia lo perdí en un fárrago de calles laterales y finalmente mandé que se detuviera en un barrio de tienduchas miserabilísimas. El malayo no lo podía creer: por más que estudiaba el lugar, sus ojos no daban con palacio alguno a la altura del destino que prometía mi atuendo, sino con pequeños cuartos sin puerta donde se amontonaban bolsas de especias, sacas de verduras y de granos. Decidí aumentar su estupor entregándole lo prometido, y ni una moneda más, y lo despedí. Cuando estuve segura de que nadie me seguía, entré en el fumadero.

      En Malasia suele ocurrir que los incendios no sean del todo casuales; cuando una propiedad se quema, el terreno (único valor persistente y estimable) vuelve a poder del Estado, y es el Estado el que decide su reasignación: no es raro entonces que los grupos cercanos a la Administración terminen haciéndose con las superficies de mayor precio y que los incendios se multipliquen. El terreno donde se erguía el Fu Tching había sido codiciado siempre porque estaba en medio de un montón de callejuelas intrincadas y porque cada construcción se ligaba por medio de puentes y pasadizos y cables que cruzaban los techos, lo que permitía que los clientes (algunos de ellos funcionarios de cierta jerarquía) pudieran huir cómodamente de las visitas de la policía inglesa. Era un lugar ideal para que la gente del humo se reuniera. Hace unos años, este fumadero había vivido sus momentos de gloria: todo el mundo sabía de su ubicación, que era secreta, y se sabía también que allí se consumía opio de altísima calidad; mediante la oblación de una suma razonable cada cliente tenía derecho a un cuarto y a una

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