La perla del emperador. Daniel Guebel

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La perla del emperador - Daniel Guebel

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un pintor local, un negro que prodigó su imaginación tortuosa en dragones de bronce y en tapices de seda de exquisita factura pero de colores contrastantes e ilustraciones violentas. Las escenas de combate llevaban a que los temperamentos, relajados de sus ataduras por el humo, no se predispusieran a la paz. Cada tanto, corría la voz de que en el Fu Tching se había armado pelea. Aumentaban los heridos y contusos y la sangre saltaba manchando los tapices. Incluso se habló de una maldición, pues el negro había muerto por obra de un puñal anónimo, imitando con arte escaso una escena de esos sus tapices afamados. Y todo ello, acumulándose, derivó en el primer impulso de la decadencia del lugar: para evitar el cierre sus propietarios debían sobornar a inspectores y policías; y cada vez los certificados de habilitación costaban más y duraban menos, y eso había redundado en que los beneficios de la atención disminuyesen. En el opio habían empezado a aparecer granos de trigo y de afrecho... En un esfuerzo desesperado, los propietarios voltearon los paneles divisorios para crear salas de consumo colectivo y los almohadones fueron reemplazados por esteras de paja donde los viciosos deliraban intranquilos en medio del sueño que les provocaba un humo impuro. En la última época, las mujeres ya no se ocupaban de encender las pipas y de secar el sudor de las frentes y de volcar en las copas el agua fresca, sino que atendían en las piezas del fondo. Indudablemente, las desgracias habían debilitado el empeño de los propietarios y entonces el sitio estaba, comercialmente, muy por debajo de sus posibilidades. Eso disgustaba a las gentes sensatas: nadie se apenó cuando una noche cualquiera el fuego arrasó con esa ruina. El episodio fue considerado como un retorno a la indispensable equidad, y como una evidencia de que también lo incidental se ajustaba a la naturaleza de las cosas. Cuando el actual propietario (un pariente cercano del ministro de Haciendas) levantó un edificio de cinco pisos, todo el mundo convino en que el establecimiento habría de gozar de un futuro venturoso.

      El Nuevo Fu Tching reunía todos los azares que constituyen la frontera última del descabellado gusto malayo: los dragones de bronce habían sido reemplazados por lucarnas de barcos antiguos, arregladas para servir de braseros; la leña chisporroteaba ensuciando el aire. Enterado del arribo de un visitante ilustre, el actual propietario se adelantó a recibirme. Para favorecer la ilusión de la continuidad había concebido la ridícula ocurrencia de exigir que lo llamasen como a su fumadero, e insistía, contra toda evidencia, en jurar que era hijo del dueño anterior.

      —Bienvenido seas al Nuevo Fu Tching —dijo inclinándose, mientras su gordura se desparramaba a expensas del ritual aparatoso—. Nuevo Fu Tching, que soy yo mismo, se alegra de que hayas elegido los pocos placeres que pueda depararte su morada.

      —Sé que aquí encontraré un producto de la mejor calidad —dije, y agregué—: A propósito, antes te llamabas Kwai Tao ¿no es cierto?

      —Seguramente en mi vida anterior —se apresuró a decir—. Pero algo me dice que en ella yo no era persona sino animal. No recuerdo con claridad, pero creo que era un animal grande.

      —Oh, sí —dije con voz grave—. Nadie duda que es un mérito ser una bestia de considerables proporciones. Ciertamente, en esta existencia has conservado algo de esa virtud. Si yo no fuera un poco alocado y amante de los imprevistos ya habría pensado en contratarte como jefe de mi guardia. De solo verte, mis enemigos desecharían de inmediato sus malos propósitos.

      Kwai Tao se sonrojó; por alguna razón, estimaba en mucho su corpulencia y se había figurado que yo hablaba en serio. Su obesa cara tonta temblaba de placer.

      —Imagino que alguien de tu categoría deseará lo mejor, algo, me atrevería a decir, exclusivo. Pero antes permíteme que te enseñe mi humilde morada.

      —Nada me agradaría más —dije.

      —Intentaremos satisfacerte, aunque de seguro no lo lograremos —musitó Kwai Tao, y me llevó a conocer las salas. En memoria del propietario anterior había conservado el modelo de sala colectiva en la cual se arracimaban los consumidores pobres. Allí no había reclinatorios, algunos fumadores ni siquiera habían obtenido una estera y reposaban malamente en el piso. La ventilación era escasa, apenas un rectángulo lateral, y el humo se condensaba en el techo. Kwai Tao dijo que estas eran horas tempranas y por eso el ambiente estaba relativamente despejado; pero al anochecer, luego de una jornada de consumo, los fumadores no alcanzaban a distinguir el rostro de sus vecinos; en ocasiones era agradable perderse en ese anonimato, y algunos lo buscaban: su antecesor había dicho más de una vez que moriría en esa bruma, como al fin ocurrió. Kwai Tao, respetuosamente, había intentado respetar las características de esta sala en recuerdo de esa originalidad.

      —Soy un hombre limitado —dijo—. Por más que lo intente no termino de comprender sus rarezas, ni puedo entender que alguien disfrute excediendo los límites. ¡Figúrate que algunos de estos desdichados extreman su vicio hasta llegar a una completa disecación, y como mueren callados, fumando, pasan días, y a veces semanas, antes de que alguien advierta que sus cuerpos están ocupando inútilmente un lugar! Creo que mi antepasado había decidido conservar esta sala por piedad y no por motivos económicos.

      —Es claro que el viejo Fu Tching poseía un genio particular —concedí.

      Conversando, habíamos llegado al segundo piso. El ambiente era limpio. En discretas vaharadas llegaba el perfume de un opio de calidad.

      —Este piso suelen frecuentarlo funcionarios de categoría —dijo en voz baja Kwai Tao—. Es mejor que no los molestemos en sus meditaciones.

      La observación me pareció inoportuna.

      —Cualquiera de ellos creería encontrarse en el séptimo cielo si yo le permitiera besar el ruedo de mi túnica —comenté.

      —¡Por supuesto! —se apresuró Kwai Tao—. Pero luego se la agarrarían conmigo. Debo decirte que a veces estos funcionarios tienen la bondad de utilizar mi fumadero como lugar de encuentro; la mayoría de ellos ni siquiera es adicta al opio, lo cual no es de lamentar, teniendo en cuenta que deben estar lúcidos a la hora de tomar sus decisiones.

      Kwai Tao fingía estar impresionado por la importancia de sus huéspedes, pero en rigor el arreglo de aquel piso distaba de reflejar su admiración. De todos modos continuamos: mi anfitrión iba en puntas de pie. Atravesamos una serie de pasillos a oscuras. Kwai Tao se disculpó diciendo que en la construcción del Nuevo Fu Tching habían tomado en cuenta el problema de los ladrones: solamente los empleados del lugar conocían los caminos; los clientes, como es lógico, solo el camino que lleva hacia la pipa.

      —Siento que hace más de una hora que recorremos tus dominios. Tu necia presunción ¿no te ha permitido sospechar mi impaciencia? —dije—. Esto es como caminar en el desierto.

      —Cuando te vi supe que nada te contentaría, salvo lo extremadamente exquisito —se disculpó Kwai Tao—. ¿Quieres descansar? Son cerca de las cinco de la tarde... ¿Gustarías de una taza de té?

      —No. Sigamos.

      Unos minutos después el corredor desembocó en una gran sala dividida por mamparas de papel laqueado al viejo estilo japonés. Eran cuartos de fumar tan pequeños que no admitían más de dos o tres personas; instalaciones precarias que hubieran podido desarmarse en un par de minutos. No obstante, Kwai Tao las denominó “Pabellones” y dijo que allí preferían pasar las noches algunos viejos adinerados y decrépitos.

      —Inclusive, algunos de ellos tocaron mi corazón hasta el punto de obtener que les permitiese arrastrar su ataúd al Pabellón que han escogido como su favorito —agregó—. Ni falta hace que mencione que la escandalosa vulgaridad de esta costumbre anularía cualquier tipo de contemplaciones en un hombre menos sensible que yo. ¡Imagínate qué ocurriría si alguien viera salir un ataúd del Nuevo Fu Tching! Inmediatamente haría correr el rumor, y mi establecimiento se convertiría

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