La perla del emperador. Daniel Guebel

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La perla del emperador - Daniel Guebel

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era un príncipe en virtud de la lejanía; en el trato, se convertía en la versión preliminar de un cortesano, salvo que la magia de su presencia pudiera multiplicar el sentimiento de la distancia. Supuse que de la pequeña obtendría la información necesaria si lograba condensar en mí los vapores de la ausencia y el terror. Endurecí el cuerpo, corté la respiración: una mosca caminó mi rostro, pero no pestañeé. La diminuta me lanzaba miradas temerosas mientras, en cuclillas, friccionaba el tubo de pasaje del humo para que este recuperara su flexibilidad. Luego limpió la cazuela donde se deposita la bola de opio. Yo asistía a la iridiscencia de su actividad; el silencio poseía una cualidad espiralada... Oscurecía. Las mamparas se adelgazaban, tornándose aéreas; si forzaba el efecto óptico, podía verlas partir hacia la sombra. Me adormecí durante unos minutos, y desperté víctima de un fuerte sentimiento de crispación. Entretanto la enviada de Kwai Tao había encendido una lámpara, y bajo el círculo de luz permanecía atenta, contemplándome.

      —No soy un príncipe —le dije, y me estiré—. Soy apenas un comerciante de frutos de mar. Me ocupo de la distribución al por mayor de especies acuáticas comestibles en las poblaciones del interior. Puedes llamarme Fan Suey. En un acceso de soberbia llegué a pensar que mi dinero me facilitaría (por una noche) el disfrute de los placeres que son propios de las clases elevadas. Pero esta situación me supera. No estoy tranquilo. Háblame, ¿quieres?

      Ese argumento había brotado de mí antes de que tuviese tiempo de estudiarlo. No obstante, comprendí que no carecía de utilidad. Si la diminuta era lo único que yo tenía a mano para hacerme de algún dato respecto de Li Chi, mejor sería que mi persona no la atemorizase. Al vulgarizarme había optado por una táctica arriesgada. A cambio de ella, ¿me brindaría la pequeña su confianza?

      Por lo pronto, levantó la lámpara hasta la altura de su rostro y me observó a través de la llama. ¿Qué pretendía ver, así? ¿Un resplandor? ¿Una disolución? Dejó la lámpara a un costado y se me aproximó. A un palmo de distancia, abrió la boca: era un círculo negro, una cavidad indistinta, enmarcada apenas por la fulgencia discreta de los dientes. No tenía lengua. Ansiosamente tomó mi diestra y escogió los dedos índice y mayor y los introdujo en esa caverna; sus deditos ayudaban a recorrer, urgían a acariciar esas húmedas superficies tiernas: la diminuta había cerrado los ojos, la tensión de sus facciones se había aliviado, y la expresión de felicidad se hizo más intensa, y en cierto modo se derramó, cuando mis dedos encontraron el borde irregular del muñón.

      El combustible de la lámpara se había evaporado y la diminuta y yo permanecimos en la oscuridad. La somnolencia se apoderó de nosotras, y después del frío, y en algún momento de la noche yo había abierto mis ropas y ella se abrazó a mi cuerpo. En el amanecer la luz me despertó; ni siquiera el filtro de las mamparas podía suavizar esa condición áspera de lo matutino. Por fortuna el ambiente estaba caldeado. En un rincón ardían dos braseros. Alguien los habría introducido mientras dormíamos. ¿Tal vez el mismo Kwai Tao? En ese caso yo había corrido el riesgo de que me descubriesen. Pero y entonces ¿qué? Venir al Nuevo Fu Tching resultó ser una tontería, aunque era lo único que razonablemente yo había podido hacer. Sobre la mesa había dos naranjas; quien dejó los braseros se había llevado la pipa de opio. A simple vista, no había lógica que explicase el intercambio. Tomé una naranja para apagar mi sed, pero al tacto descubrí el engaño. Eran reproducciones a escala natural, hechas en marfil y pintadas en detalle; junto al ombligo, en tinta negra, una firma: “Kwai Tao”. Volví a mi tienda.

      MI EXPERIENCIA EN EL NUEVO FU TCHING me indujo a tomarme las cosas con calma; al actuar con precipitación había caído muy por debajo de mi dignidad. ¡Sin duda una fiebre desconocida me había consumido, y a impulsos de ella yo había dejado de ser yo! La noche en el fumadero era parte de esa pesadilla; con fortuna, podía estimarla como su culminación. ¿Ya estaba enferma cuando había recibido la visita de Chaw Mien? ¿O mi fiebre se remontaba en el tiempo, meses y meses, hasta aquel atardecer en que Li Chi me había hecho su ofrecimiento?

      Por más esfuerzos que hice, me fue imposible precisar el momento en que los límites de la cordura habían comenzado a difuminarse. ¡Pero ese estado debía terminar! Llamé a un médico malayo, quien asignó mi perturbación a una dieta alimentaria incorrecta. “La existencia precede a la conciencia de manera lamentablemente basta —me dijo—. La conciencia es una sutilización del arquetipo de funcionamientos por antonomasia: su majestad el estómago.” El médico era endeble, un poco trémulo, había estudiado en Inglaterra, pero sus prescripciones no carecían de sensatez. ¿Sería verdad que yo me había sentido amenazada por Chaw Mien solo porque la química de mi organismo había asimilado mal alguna sustancia? ¿Sería el deseo mismo de apoderarme de La Perla del Emperador consecuencia de la combinación en mi tubo digestivo de, por ejemplo, vegetales y carnes blancas? Si la ciencia de este facultativo demostraba al cabo su exactitud, entonces estábamos en el comienzo de una era donde la gastronomía habría de reinar en el cielo de los saberes. De ella se deducirían todas las perspectivas; incluso, de quererlo, cualquiera podría elegir sus propios estados de ánimo recurriendo al espectro de lo comestible... ¡el opio mismo pasaría al olvido!

      Para mi purificación el médico recomendó la ingesta del brebaje malayo, combinado, a lo sumo, con algún pescado de río en salsa alimonada. Era un tanto patético, el médico este; en recuerdo de su universidad se hacía llamar “Cambridge”. Usaba quevedos con montura de oro, empañados; eso fue lo último que vi, cuando se iba.

      La dieta dio resultado. En una semana rebosaba de energías. Reabrí mi tienda, compré y vendí objetos de arte, obtuve ganancias y permití que una que otra vez me estafaran. En el ajetreo quemé un par de kilos, se acentuó la transparencia de mi rostro y el aura que circundaba mis pupilas; mi belleza se volvió delicadamente ultraterrena. Mis visitantes boqueaban de admiración, volvieron a arribar de lejanas latitudes. Recibí las bárbaras ofrendas de jefes de tribus del interior y las complicadas alusiones de ideogramas que ocultaban su propósito bajo capas de sentido. Terminé respondiendo de cualquier manera, pero mi triunfo social, que yo no buscara, volvía mi descortesía el fruto más sublime de aquello en lo que insensiblemente yo me había convertido: un emblema.

      La monotonía de ese éxito era bastante cansadora, pero aprendí a reponerme de él en su misma causa. Me atuve a la dieta, desdeñando cualquier otra combinación, y pronto me sentí capaz de avanzar en ese sendero ascético de la gastronomía; prescindí incluso de aderezar el pescado: mi estómago rechazaba de inmediato los relentes de ácido... el limón había terminado siendo demasiado salvaje. Aunque creciera a cierta distancia del suelo, su sistema de nutrientes era inequívocamente terrestre; en cambio, a mi espíritu lo atraía el imán de la levedad y necesitaba alimentos simples: alimentos elementales. Por el mismo motivo, una vez ahuyentada la tentación de las salsas, desconfié de los cuerpos sobre los que se depositaban. Cuando abría un pescado y extraía la trama de sus vísceras, a duras penas podía contener mi asco. Evidentemente, el doctor Cambridge me había orientado en la dirección apropiada, solo que me había dejado a mitad de camino. Era parte de la mentalidad del archipiélago, ser inconsecuente. Pero mientras contemplaba ese circuito de gelatinas tibias, bolsas de secreción y bulbos palpitantes, no podía menos que pensar que, por mínima que fuese la complejidad de esos sistemas vitales, excedían no obstante el nivel de sencillez que yo requería para alimentarme. Cambridge se traicionaba al recomendarme el pescado de río. ¿De qué forma era posible controlar lo que cualquier bestia acuática pudiese haber comido? Barro, líquenes, peces más pequeños, corpúsculos de materia descompuesta... Una enorme lista de materias repugnantes. Decidí librarme de la carne blanca, y me dispuse a subsistir a base de la bebida malaya.

      En aquella época la calidad de las hierbas con las que se preparaba esa bebida variaba de acuerdo con múltiples factores: zona de plantación, tipos de semilla, métodos de riego, condiciones meteorológicas y tueste de la hierba. La mayoría de las gentes consumían aquellas que se cosechan en el sur del archipiélago; hierbas que por lo común vienen mixturadas con abrojos y flores, y que en ocasiones incluso traen pequeños tallos triturados

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