La perla del emperador. Daniel Guebel

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La perla del emperador - Daniel Guebel

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invalorable regalo de su presencia y de sus palabras. Mi alma guardará ese gesto dondequiera que yo esté.

      Li Chi recogió la pipa, sacudió el polvo de sus vestiduras y besó en silencio el borde de mis chinelas. Luego se encaminó hacia la puerta. Desde allí habló:

      —Tal vez me equivoque, pero aún no atino a comprender. ¿Es verdad que no quieres demorarte contemplando hasta el último de los días el brillo incomparable de La Perla del Emperador?

      Me reí hasta que las campanillas de plata trenzadas en mi pelo tintinearon con argentina voz.

      —¡Ya es demasiado! —exclamé—. ¿Quieres hacerme creer en la existencia de esa maravilla?

      Li Chi suspiró:

      —¿Habrías de creer en ella si la tuvieras ante tus ojos? —dijo.

      Y antes de que pudiese contestarle se hizo uno con la sombra que crecía desde el río.

      APENAS LI CHI SE FUE, su pregunta, que había quedado flotando en el humo, comenzó a resonar en mis oídos. Por una extraña variación del ánimo, mis dudas dieron paso a una certeza absoluta respecto de la existencia de La Perla del Emperador. En los meses siguientes me tocaría pensar cada inflexión de la voz del chino y cada movimiento de sus finas manos traslúcidas mientras narraba la historia de Tepe Sarab. La reverberación de esa historia, la presencia de Li Chi y su promesa... Todo ello desplazó pronto cualquier otro motivo de interés. Abandoné mis tareas habituales. La abulia me arrastró. Dejé mi tienda a cargo de un empleado de confianza y quedé libre para ceñir mis meditaciones cotidianas a un solo tema: la resolución del interrogante que me planteara Li Chi. Es claro que hubiera querido adueñarme de La Perla del Emperador. Lo curioso era que en el momento en que me fue ofrecida yo la había rechazado porque no creí en su existencia, cuando lógico hubiera sido que, en tanto no perdía nada en ello, de esa existencia bien hubiera podido admitir (aunque más no fuera) su posibilidad. Al negarme a actuar así me había revelado como una pésima negociante. Y de eso no dejaba de arrepentirme, y tampoco podía dejar de preguntarme acerca de la razón por la que esa existencia ahora se me hacía indudable. Incesantemente me reprochaba el haber tomado el relato de Li Chi por la vana charla de un taimado que no se atreve a descubrir sus verdaderas intenciones. ¿Acaso estas, y todo su deseo, no concluían al encender la pipa de opio? Mi torpeza me había impedido comprender que la oferta de Li Chi encarnaba la oportunidad de mi destino, y yo la había dejado pasar simplemente porque me había sido presentada bajo el disfraz de un vicioso.

      En esas afiebradas vigilias me acordé también de que Li Chi me había dicho: “Solo La Perla de Labuán es digna de La Perla del Emperador”. Esa afirmación satisfacía a mi orgullo, pero molestaba a mi inteligencia. La Perla del Emperador brillaría con parejo fulgor cuando mi propia belleza se hubiese vuelto ceniza. ¿Por qué un hábil comerciante como Li Chi se habría inclinado a ofrecerme su posesión? ¿Por qué a mí, que no podía competir en fortuna con los poderosos de Malasia?

      Esas cuestiones torturaban mi espíritu. Antes de desvanecerse en el anochecer, apartando sus ojos de la línea de bruma, Li Chi me había dicho: “¿Creerías en su existencia, ¡oh Perla de Labuán!, si asistieras a su destellar?”.

      En su procura desparramé decenas de emisarios por las provincias del interior y los estados costeros. Li Chi había desaparecido. Sin embargo, mis enviados recorrían todos los confines de las islas llevando un único mensaje: “Acepto”. ¿Qué sentido habría tenido su pregunta, sino el de anunciarme que me daría otra oportunidad?

      El día en que finalizaban los festejos de la Diosa del Río mi empleado se llegó a mi refugio y confesó que su ineptitud y su avaricia arrastraron la tienda al borde de la ruina. Había sido engañado, había malvendido objetos costosísimos, se había reservado un diezmo del total: ahora me rogaba que le concediera una muerte honrosa. Distraídamente le agradecí la noticia y le obsequié la libertad. Esa desgracia que él anunciaba era aparente, y bajo su forma me era dado comprender que mi vida seguía determinada por signos cuyo develamiento no era inmediato. Me arranqué a la rutina de la espera y volví a mi tienda. Allí descubrí que las ocupaciones retomadas limpiaban mi ser de los excesos de desesperación a los que me había acostumbrado. Me decidí a abandonar toda ilusión. Estaba dispuesta a envejecer en calma.

      Por ese tiempo se desató un incendio del otro lado del río. La policía nativa lo atribuyó a sicarios de la corona inglesa, pero era claro que se debía a la costumbre local de dirimir pleitos disparando fuegos artificiales. Una vieja tradición decía que, habiendo disputa entre dos personas, la razón asiste a aquella cuya caña voladora se eleva más derecho y alto en el cielo, y cuya luz tarda más en desvanecerse. En vez de horadar el firmamento, uno de esos instrumentos de ley había ido a parar a un depósito de paja. Y ese fue el comienzo. Del otro lado del río se encuentra el sector más populoso de la isla: se alternan chozas de barro y hojas de palmera con palacetes de un lujo abismal. Era, en aquel entonces, sitio de prostíbulos y de juego: grandes cantidades de dinero cambiaban de dueño con increíble facilidad. Yo misma había visto hombrecillos mugrientos haciéndose tatuar fantásticos animales en el pecho, y a ricos comerciantes que eran despojados de sus vestidos y obligados a tirar de carros de campesinos. El fuego había arrasado con todo y solamente se detuvo frente a la barrera de agua. Desde mi tienda oía el lamento de los alcanzados por las llamas: llegaba filtrado por el fragor de la quemazón. Aprisionadas en sus precarias construcciones de tres y de cinco pisos, las siluetas incendiadas se arrojaban al vacío. Los carros de bombero hendían la multitud y los cascos de los caballos pisoteaban a los moribundos. De esa devastación se extraía una verdad que acepté casi con indiferencia: esa era la zona donde preferían concentrarse los esclavos del opio.

      Días después mis agentes me comunicaron que entre los escombros del fumadero más mísero habían encontrado un cadáver cuyas características eran asimilables a las de aquel chino que yo buscara. Su rostro parecía una blanca máscara calcinada. Un sobreviviente recordó que, segundos antes de que el techo se derrumbara, el muerto, que fumaba a su lado, le había referido un sueño: en el sueño el muerto estaba desnudo, de pie en medio de una planicie de sal, mirando el resplandor de la luna en una esfera de plata. El muerto se bañaba en el reflejo; el resplandor era idéntico al de una perla vista a través del ojo de una aguja en llamas.

      Pasaron meses sin novedad alguna. Lo monótono tuvo su virtud, y fue la de volverme hacia las minucias. ¡Con qué dedicación lustraba yo los objetos de mi tienda! Horas enteras me demoraba en fregar la porcelana de Swan que obtuviera del saqueo de Caulún. Ningún pensamiento se deslizaba por mi cerebro. Sin pedirla, había logrado la quietud, y en ese lago de emociones neutras me dejaba estar. Tras la jornada de trabajo sacaba una silla de paja a la terraza de mi tienda y allí, sorbiendo una áspera bebida popular, vestida con un sari del Kurdistán, gozaba del vendaval que desde el estuario avanzaba al anochecer. Concentrada en sorber los jugos de hierbas, contemplaba el vuelo de los pájaros sobre la agonizante claridad del cielo. Sola en toda la extensión del delta del Selangor, disfrutaba del espectáculo del ocaso. El sol aún ardía en el agua: la ausencia de frescura, aumentada por el brebaje, era un anticipo de la eclosión. Yo observaba el lento opacamiento de los fulgores y luego, con el sari recogido a la altura del nacimiento de los muslos, me entregaba al soplo del viento que venía del Este.

      Toda la naturaleza se plegaba al fenómeno, y en esa calma cada objeto recuperaba su verdadero peso y condición; su intensidad de presencia. Las hierbas caían mansamente al fondo de la vasija; las hojas secas dormían en la maleza. Mi cuerpo parecía flotar en una sustancia aceitosa. Trasladarse era agobiante, así es que me limitaba a mirar el avance del viento.

      Venía del estuario, cargado de agua, sacudiendo las copas de los árboles. Atisbo de otro mundo —pensaba siempre—, se detendrá en la distancia; jamás habrá de atravesar esta calma. El pelo chorreaba sobre mi cara y de sus

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